La noche del 15 de abril una fiesta en la zona costanera de Buenos Aires terminó en tragedia: cinco jóvenes murieron por ingerir pastillas sintéticas, y otros más permanecen hospitalizados. A razón de ello, Javier Ragau nos ofrece el extracto de un ensayo donde reflexiona sobre el consumo de drogas entre clases populares y acomodadas, donde a fin de cunetas, el desenlace suele ser igual de trágico.
Aquí llegamos a un punto crucial de nuestro extenso ensayo, y hemos llegado luego de haber comentado muchos aspectos referentes a la sociedad y sus personajes. Y es cierto que nos hemos detenido y analizado hasta con lupa a unos drogadictos de clase social baja, pobre o mediocre, sin ninguna aspiración a la vida, ni a nada en concreto, a no ser la de seguir consumiendo drogas.
Pero también es verdad que la enfermedad de la droga llega a afectar a otro espécimen social, a los que tienen más dinero que otros. O sea, sabemos que a la droga no le importa la clase social, solamente le importa destruir al enfermo. Muchas vidas también se ha llevado la droga en el mundo de los, así llamados, ricachones, personas con capital suficiente como para extorsionar a jueces o pasarse toda una noche con prostitutas de lujo. Esos hombres de poder que abundan mucho en este mundo capitalista, en una sociedad de consumo.
Cierto, nos hemos dejado en el tintero a una clase de drogón no expuesta con tanto interés como lo ha sido el drogón humilde, el de barrio, el que acaba siendo un hippie o un vendedor artesano de bisutería. En cambio, aquellos que pasean en sus Lands Rovers merecen nuestra atención, y que los señalemos con el dedo y digamos “Eh, ahí va un drogadicto de alta alcurnia, un cocainómano trajeado y con smoking, con sombrero y bastón de madera tallada”. Ese drogadicto, que lleva la cocaína en una caja de plata y no le importa convidarles a sus amigotes más cercanos, a los mismos compañeros de oficina que comparten con él sus pesares de negocios, vive al borde del abismo todos los días.
En fin, existen tantas historias de fracasos, de vidas truncadas y de negocios caídos de buenas a primeras por culpa de la droga, que podríamos decir que estamos hablando de lo mismo. ¿Es que un drogadicto con dinero es más culpable que uno que no tiene ni un mendrugo de pan? ¿Acaso los drogadictos pobretones están exculpados de pecado solo por el hecho de que existen otros con dinero que hacen lo mismo, y al pobre no se le debe echar ninguna culpa, ni señalar con el dedo, acaso por ese motivo, y se pueden excusar? Ni por asomo, a la droga no le importa, como ya hemos visto, la clase social. Lo único que necesita es que esa persona “necesite” drogarse. No le importa si es una mucama o el presidente de una compañía petrolera, eso le importará un comino.
Ahora bien, cuando queremos presentar el problema de la drogadicción, tanto en la televisión como en la política parece que todas las miradas apuntan a un solo lugar: a la villa miseria, a los barrios carenciados, donde el narcotráfico, dicen, está haciendo estragos. Cierto, y no cabe la menor duda de que esto es así, pero debemos detenernos por unos leves instantes para analizar con más profundidad este suceso. Cuando la droga cortada y fraccionada ha llegado a las manos del pobre, anteriormente, la droga de alta calidad, pura y recién cocinada ha pasado por la narigona del ricachón.
Eso también es cierto. Por lo tanto, en este juego macabro de poderes y subordinados, ocurre prácticamente lo mismo a cuando queremos degustar un rico pedazo de bisteque. Sabemos que el estanciero acaudalado puede comerse la mejor vaca y asar las costillas de mejor corte, pero cuando esa vaca ha de llegar a las bocas del hombre común y corriente, pasará por determinados lugares, quizás no se trate de la misma raza de vaca, por supuesto, pues al populacho de clase media se le está dando de comer la carne más barata. La droga, en las escalas de alto poder, es de una calidad más pura, por supuesto, que la que circula por los pasillos infestados de jeringuillas rotas de la villa.
En una gran sala iluminada donde pende del techo una fastuosa araña de cristal, dos eunucos portan una bandeja de plata en donde una montaña de cocaína pura, recién traída de Perú o Colombia, o de la misma Bolivia, está puesta a punto para las narices más distinguidas. Ahora bien, aquel que vive en los suburbios y tiene que agarrar el colectivo y apretujarse cada mañana en el apestoso “subte” de la ciudad, no le queda más opción que rezar para que esa droga que vaya a injerir no la hayan fraccionado con mata ratas o, en el mejor de los casos, con suero en polvo. Aún así, su cerebro la ha asimilado como si fuera una sustancia de alto valor y creerá que está degustando la mejor cocaína, se le afilarán los dientes, abrirán los ojos y se lanzará en plancha para inhalar su medicamento mortal, que lo convertirá en la momia Tutankamón por unas largas horas.
En definitiva, que tanto el drogón rico como el drogón pobre acabarán muertos y bajo tierra, de la misma manera y por el mismo motivo: drogándose. Ambos son carne de cañón y les espera el mismo destino, estirarán la pata por el mismo asunto, por ser unos drogadictos. Morirán ambos y se reencontrarán en el cielo, y al verse cara a cara se darán cuenta que no había mucha diferencia entre ellos dos, a no ser que uno comía caviar con champang del caro y el otro un estofado de fideos, si es que tenía un buen día de paga.
Podríamos estudiar con más profundidad los días de altibajos de un drogadicto con dinero, con alto poder adquisitivo. Pero ¿no es acaso el mismo vaivén que anteriormente hemos relatado, hasta la saciedad, en anteriores capítulos? Las actitudes del drogón con dinero son las mismas, puede que su soberbia sea mucho más fuerte y firme, ya que con dinero todo se puede, hoy en día, en este sucio mundo lleno de corruptos y prostíbulos camuflados. El hombre con poder, así como tiene acceso a las putas más caras, tendrá acceso a la droga más pura. Esto es por el precio que le ha puesto el narcotraficante, sabiendo que ambos consumidores tienen una capacidad económica particular.
El narcotraficante es quien analiza el mercado y sabe a dónde llevar la droga, una con alta calidad de pureza y la otra apaleada hasta con harina para el desdichado pobre. Pero no se equivoquen, porque en este caso no estamos hablando de que un hombre conduce un cacharro destartalado y el otro un automóvil de alta gama (no creo que haga falta especificar la marca) ya que, en esta oportunidad, la sustancia contiene el mismo destino: la muerte, la locura o la prisión.
Para los desgraciados, el consumo de drogas los enajenarán por igual, y en ese momento, la droga los unirá como no ha podido hacerlo un restaurante de tenedores caros. En cambio, viéndolo así, ¡que factores de confraternidad tiene la droga!, es capaz de juntar como hermanos gemelos, o siameses, a dos personas que nunca se verían si no fuese por la droga. Uno viaja en aviones privados para reunirse con altos cargos de otras empresas, el otro toma café en una parada del ómnibus a la espera que llegue su colectivo, cagándose de frío, pero cuando inhalan el polvo maldito, cuando fuman su canuto de marihuana, ya sea ésta mejor elaborada o tenga más toxinas de THC, da lo mismo, la droga los ha unido en santo matrimonio, drogón rico y drogón pobre, para amarse enteramente hasta que la muerte, en este caso, los junte para siempre.