Por Edgar Chávez
Lo veo todos los días, al amanecer y al anochecer, como si el tiempo no existiera para él. Siempre con la misma sudadera gris, la capucha cubriéndole el rostro. Apareció de repente en mi vida, como las grietas en las paredes de las casas. Al principio no le di importancia, era solo una figura más en el paisaje polvoriento que separa mi ranchería del pueblo. Pero poco a poco se fue convirtiendo en una constante, tan segura como el ramalazo de fresco al llegar a la oficina.
Treinta años haciendo el mismo recorrido, y de pronto, él. Como si hubiera brotado de la tierra seca, igual que los mezquites después de la primera lluvia. Mi rutina, tan conocida como las arrugas que se han ido formando alrededor de mis ojos, se vio alterada por su presencia. Ya no contaba los postes de luz ni los baches en el camino; ahora lo buscaba a él.
En las mañanas, cuando el sol apenas empieza a calentar el volante, lo veo caminando contra el viento. En las tardes, cuando regreso con la camisa pegada a la espalda y la cabeza llena de números que no cuadran, ahí está de nuevo, como si no se hubiera movido en todo el día.
Las viejas del pueblo murmuran que es la encarnación de nuestros pecados colectivos, que camina para expiar las culpas de todos. Tal vez tengan razón. En este lugar, donde los muertos pesan más que los vivos, ¿quién puede decir qué es verdad y qué es mentira?
Doña Remedios, con sus ojos nublados por las cataratas y la sabiduría de noventa años a cuestas, fue la primera en decirlo. Estábamos en la plaza, bajo la sombra raquítica del único álamo que sobrevivió a la última sequía. Su voz, agrietada como la tierra que nos rodea, se alzó sobre el zumbido de las moscas: «Ese hombre carga con nuestras culpas. Cada paso que da es un pecado que se borra».
Las otras ancianas asintieron, sus cabezas moviéndose como espigas secas al viento. Don Justo, el viejo zapatero que perdió tres hijos con el narco, escupió al suelo y murmuró algo sobre redención.
Yo me quedé callado, pensando en mis propios pecados. El abandono de mi madre enferma, las mentiras a mi esposa, la vez que me robé el dinero de la ofrenda cuando era monaguillo. ¿Estaría ese hombre cargando también con el peso de mis errores?
Por las noches, cuando el silencio del pueblo es tan denso que parece que puedes cortarlo con un cuchillo, creo escuchar sus pasos. Un ritmo constante, como el latido de un corazón culpable. Me pregunto si algún día terminará su penitencia, si llegará el momento en que nuestros pecados sean finalmente lavados.
Pero en este pueblo, donde las tumbas son más nuevas que las casas y los recuerdos se mezclan con los remordimientos, la expiación parece tan lejana como la lluvia en época de secas. Quizás ese hombre esté condenado a caminar eternamente, llevando sobre sus hombros el peso de nuestras almas manchadas. Y nosotros, los vivos, seguiremos aquí, atrapados entre la culpa y la esperanza, esperando una absolución que tal vez nunca llegue.
Algunos juran que lo han visto desde siempre, que es tan viejo como el pueblo mismo. Un ser inmortal, dicen, que hizo un pacto con fuerzas que no alcanzamos a comprender. Camina para mantenernos a salvo, para que el caos no se apodere de estas tierras yermas.
El viejo Anastasio, con más años que pelos en la nuca, me contó una noche, mientras compartíamos un mezcal bajo las estrellas, que su abuelo ya hablaba de ese hombre. «Lo llamaban el Sin fin», dijo, sus ojos brillando con la luz de la luna y el alcohol. «Dicen que llegó con los primeros colonos, que vio nacer este pueblo y que nos verá a todos morir».
La historia se fue desenrollando como un hilo viejo y enredado. Según Anastasio, hubo una época, antes de que el desierto reclamara estas tierras, en que el caos amenazaba con devorar todo. Tormentas que duraban meses, terremotos que tragaban pueblos enteros, bestias que emergían de las entrañas de la tierra. Fue entonces cuando apareció él.
Nadie sabe con quién o qué hizo el pacto. Algunos dicen que fue con el mismo diablo, otros que con algún dios antiguo y olvidado. Lo cierto es que, desde entonces, camina. Sin descanso, sin pausa, manteniendo a raya las fuerzas del caos con cada paso que da.
Me contó Anastasio que hubo quienes intentaron detenerlo, pensando que era un loco o un vagabundo. Pero siempre volvía a su caminata, como si una fuerza invisible lo empujara. «Y fíjate bien», me dijo el viejo, apuntándome con un dedo tembloroso, «desde que él está, las cosas malas pasan, sí, pero nunca nos destruyen del todo».
Mientras escuchaba, pensaba en todas las desgracias que habían azotado al pueblo: sequías, violencia, pobreza. Y, sin embargo, seguíamos aquí, aferrándonos a esta tierra ingrata como si fuera el último trozo de pan en tiempo de hambruna. ¿Era gracias a él? ¿Era su caminata interminable lo que nos mantenía a flote en este mar de calamidades?
Esa noche, mirando las estrellas que parecían tan cercanas y tan inalcanzables al mismo tiempo, me pregunté qué pasaría si algún día dejara de caminar. ¿Se desataría el caos contenido por siglos? ¿O simplemente seguiríamos aquí, resistiendo como siempre lo hemos hecho, sin saber que nuestro guardián silencioso ya no está?
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***
Hay días en que lo veo y siento que algo cambia en el aire, como si su presencia alterara el tejido mismo de la realidad. Quizás es parte de algo más grande, una red invisible que mantiene unido este mundo que se desmorona.
Fue durante la época de los temblores cuando empecé a notarlo. La tierra se sacudía bajo nuestros pies como si quisiera desprenderse de nosotros, tragarnos enteros. Casas que habían resistido siglos se desmoronaban como castillos de arena. Y en medio del caos, él seguía su camino, imperturbable.
Una mañana, mientras las réplicas aún nos mantenían en vilo, lo vio pasar frente a la tienda don Celerino. En el momento exacto en que cruzó, el temblor que amenazaba con derribar el viejo edificio cesó. Como si su presencia hubiera calmado a la tierra misma. Notó cómo las nubes parecían apartarse a su paso, cómo el viento cambiaba de dirección cuando se acercaba. No eran cambios dramáticos, sino sutiles alteraciones en el tejido de la realidad, como si su presencia fuera un ancla en un mundo cada vez más inestable.
Doña Inés, la curandera del pueblo, me habló una vez de los naguales, seres capaces de transformarse y manipular las energías del mundo. «Hay quienes nacen para ser puentes», me dijo, sus ojos fijos en un punto más allá de este mundo. «Puentes entre lo visible y lo invisible, entre lo que es y lo que podría ser».
Sus palabras me hicieron pensar en el caminante como un nodo, un punto de conexión en una vasta red que abarca más allá de lo que podemos ver o comprender. Quizás su caminata eterna no es un castigo ni una misión, sino una necesidad cósmica. Cada paso que da es un pulso que recorre esta red invisible, manteniendo en equilibrio fuerzas que ni siquiera podemos imaginar.
A veces, en las noches cuando el cielo está tan claro que parece que puedes tocar las estrellas, creo ver líneas tenues que conectan los astros, como una telaraña cósmica. Y en esos momentos, casi puedo ver al caminante como parte de ese entramado, un hilo crucial en el tejido del universo.
Me pregunto si es consciente de su papel. Si sabe que con cada paso que da está sosteniendo este mundo que parece desmoronarse a nuestro alrededor. O si, como nosotros, simplemente sigue adelante, un día tras otro, sin comprender realmente el impacto de su existencia en el gran esquema de las cosas.
Aquí en el rancho, donde la realidad es tan frágil como las hojas secas que arrastra el viento, la idea de que un solo ser pueda ser tan crucial para el equilibrio del mundo no parece tan descabellada. Después de todo, ¿no somos todos, de alguna manera, parte de esa red invisible que mantiene unido el tejido de la existencia?
Y así, mientras lo veo alejarse en el horizonte, me pregunto cuántas más cosas hay en este mundo que no podemos ver ni entender, pero que son fundamentales para nuestra existencia. En este pueblo donde lo imposible se vuelve cotidiano, el caminante se ha convertido en un recordatorio constante de los misterios que nos rodean, de las fuerzas invisibles que mantienen unido nuestro frágil mundo.
Sigo sus pasos día tras día, buscando una respuesta, una señal. Pero el hombre de la sudadera gris sigue su camino, impasible, eterno. Y yo me quedo aquí, con mis preguntas sin respuesta, en este pueblo donde el tiempo se ha detenido.
La obsesión creció en mí como la hierba mala después de las lluvias, lenta pero imparable. Comencé a ajustar mis horarios para verlo más veces, inventando excusas para salir a la carretera. Mi familia empezó a notar los cambios, las ojeras bajo mis ojos, la distracción constante en mi mirada.
Una noche, después de que todos se hubieran dormido, salí en silencio. La luna llena bañaba el desierto con una luz espectral, convirtiendo las sombras en criaturas fantásticas. Y allí estaba él, su figura recortada contra el horizonte como una aparición.
Lo seguí durante horas, mis pies arrastrándose sobre la arena fría, mi corazón latiendo con una mezcla de miedo y anticipación. ¿Qué haría si se detuviera? ¿Si me hablara? ¿Si desapareciera frente a mis ojos?
Pero nada de eso ocurrió. Simplemente siguió caminando, sin dar muestra alguna de cansancio o de haber notado mi presencia. Cuando el sol comenzó a asomar por el este, tiñendo el cielo de un rosa pálido, me di cuenta de que habíamos vuelto al punto de partida.
Regresé a casa exhausto, con más preguntas que respuestas. Mi esposa me miró con una mezcla de preocupación y reproche, pero no dijo nada. ¿Qué podía decirle? ¿Que había pasado la noche persiguiendo a un fantasma, a una idea, a un misterio que quizás solo existía en mi mente?
Fue Jacinto, el hijo de doña Eduviges, quien primero mencionó la idea de los extraterrestres. Volvió del norte con historias de luces en el cielo y círculos en los cultivos. Al principio nos reímos de él, pero sus palabras se me quedaron grabadas.
Una tarde, cuando el calor hacía que el aire temblara como gelatina, vi algo extraño. Por un momento, la figura del caminante pareció distorsionarse, como si fuera una imagen proyectada que perdía señal. Fue solo un instante, pero bastó para sembrar la duda en mi mente ya de por sí fértil para lo inexplicable.
¿Y si no fuera más que una ilusión sofisticada? Un holograma enviado para observarnos, para estudiar nuestras rutinas, nuestras vidas en este rincón olvidado del mundo. Quizás, en algún lugar más allá de las estrellas, seres con tecnología incomprensible para nosotros analizan cada uno de nuestros movimientos, cada suspiro, cada lágrima derramada en esta tierra seca.
Pero luego, cuando el viento del este sopla trayendo consigo el aroma acre de la tierra quemada por el sol, otra idea me asalta. El olor me recuerda a las ceremonias que los huicholes realizan en el desierto, no muy lejos de aquí. Rituales antiguos para limpiar el alma y la tierra.
En esos momentos, veo al caminante con otros ojos. Su andar constante se convierte en un ritual, cada paso una bendición, cada kilómetro recorrido una purificación. Tal vez sea un chamán de una tribu que ya no existe, condenado o bendecido a caminar eternamente, limpiando con su presencia esta tierra que tanto ha sufrido.
Lo imagino absorbiendo el dolor, la violencia, la desesperanza que empapa cada grano de arena. ¿Será por eso que, a pesar de todo, seguimos aquí? ¿Será su caminata interminable lo que nos permite seguir adelante, día tras día, en este lugar donde la esperanza parece tan escasa como la lluvia?
A veces, cuando el sol se pone y el cielo se tiñe de un rojo tan intenso que parece sangre, me pregunto si algún día terminará su tarea. Si llegará el momento en que esta tierra esté finalmente limpia, libre de las cadenas invisibles que la atan a su pasado doloroso. O si, como nosotros, está condenado a repetir su ritual eternamente, en un ciclo sin fin de purificación y corrupción.
Y así, entre la idea de ser observados por seres de otros mundos y la esperanza de una limpieza espiritual, el misterio del caminante sigue creciendo, tan vasto e incomprensible como el desierto mismo que nos rodea.
***
Una tarde, mientras el polvo del camino se me pegaba a la garganta, lo vi detenerse. Sus ojos, hundidos en la sombra de la capucha, miraban fijamente un punto en el aire. Comprendí entonces que no era un simple caminante. Era un guardián, vigilando una grieta invisible en el tejido de nuestra realidad.
El sol se desangraba en el horizonte, tiñendo el cielo de un rojo intenso que me recordaba a las brasas del comal de mi abuela. Me detuve a un lado del camino, el motor de la camioneta tosiendo como un viejo fumador. Por primera vez en todos estos meses, lo vi inmóvil, como una estatua de sal en medio del desierto.
Sus manos, que nunca antes había notado, se movían en el aire como si estuviera tejiendo algo invisible. Los dedos largos y huesudos dibujaban patrones complejos que me mareaban si los miraba por mucho tiempo. El aire alrededor de él parecía vibrar, como el espejismo del asfalto caliente en pleno verano.
Me bajé de la camioneta, mis botas levantando pequeñas nubes de polvo. Conforme me acercaba, sentía una presión en los oídos, como cuando uno sube a la sierra. El mundo parecía distorsionarse a su alrededor, los colores se mezclaban y las formas se desdibujaban.
Por un momento, creí ver más allá de la realidad que conozco. Vi ciudades imposibles, criaturas que desafiaban la imaginación, y un vacío tan profundo que amenazaba con tragarme. Entendí entonces que estaba presenciando algo que no estaba destinado a los ojos mortales. Este hombre, este guardián, estaba manteniendo a raya fuerzas que podrían destruir nuestro mundo en un parpadeo.
Cuando volví en mí, estaba de rodillas en el suelo, con la boca llena de tierra y el corazón latiendo como si quisiera escapar de mi pecho. El hombre de la sudadera gris se veía como una hormiga en el horizonte.
***
Lo veo todos los días, al amanecer y al anochecer, como si el tiempo no existiera para él. Siempre con la misma camisa blanca almidonada que parece burlarse del calor y del polvo que nos rodea. Apareció como un espejismo, tan fuera de lugar que al principio pensé que mis ojos me engañaban. Al principio no le di importancia, era solo una figura más en el paisaje polvoriento que recorro buscando a mis cabras.
Dicen que era del comisariado ejidal, que trabajaba en esa oficina de block con aire acondicionado. Lo he visto temprano, cuando el sol apenas empieza a calentar la tierra. También lo he visto al regresar cuando las sombras se alargan. Parece que midiera el día con sus pasos. Su maletín de cuero, tan pulcro como su camisa, parece contener todos los secretos del mundo.
Poco a poco, ese hombre de la camisa blanca se ha convertido en una constante, tan segura como la sed que me acompaña todo el día. Lo veo pasar mientras escarbo la tierra buscando raíces para mis animales, o cuando trepo a los cerros esperando ver a lo lejos el blanco de sus lomos. Dos hombres perdidos, cada uno a su manera, en este desierto que no perdona. Pero él sigue su camino de papel y tinta, y yo el mío de polvo y espinas, unidos por esta tierra que a ninguno de los dos termina de entender.
Foto superior: Pixabay