ALGÚN DÍA MI GATO COMERÁ SANDÍA
El Nirvana, la verdad, el reino del cielo, es, como se sabe, un estado “en que desaparecen la conciencia, el espacio, el vacío. En que ni éste ni el otro mundo existen, no hay luna ni sol. No es una entrada ni una salida, no es una muerte, no es una vida ni una reencarnación”, expresa el Mandukya Upanishad. Es cesación del dolor, paz, soledad colmada: despertar.
“El iluminado”, participio de “iluminación”, sustantivo por el que los más tímidos traducen el término Buddha, apunta Roberto Calasso en su libro Ka, en realidad es un verbo: despertar. Buddha, quien ha alcanzado el Nirvana, es literalmente aquél que ha despertado, el que está despierto.
En su introducción al Dhammapada, “el Camino de la Verdad” (libro que es la propia palabra de Buddha, tal como se dice que Alcorán es la palabra de Alá, y la Biblia la de Yahvé), Joan Mascaró escribe que Buddha proviene de la raíz BUDH, “estar despierto o consciente, conocer”, siendo su acción en el fondo un imperativo: “¡despierta!”.
U?as, la diosa de la aurora, es en la antigua mitología védica la emisaria misma de tal acción: ese despertar que el amanecer trae consigo y que un día, ya en el siglo VI a. C., el Buddha histórico, Sakyamuni, Siddharta Gautama, por una perseverancia suprema habría de incorporar a su conocimiento.
La claridad de la mañana, la transparencia del aire cuando el día apenas comienza, más que la luz o la violenta iluminación solar, es el sentido del despertar búdico (recordemos que María Zambrano expresa que el sol no deja ver y oculta la realidad, porque a fin de cuentas su luz es la sombra de un cuerpo).
Bajo el nombre Eos, también en la mitología griega, encontramos a la aurora, precediendo al cortejo formado por un mensajero que lleva la estrella de la mañana y esas diosas que son las Horas, tras quienes (en su carruaje guiado por dos corceles) aparece Apolo arrastrando el sol por el cielo, siendo éste el dios que simboliza la claridad del aire.
Lo que en las antiguas culturas hindú y griega se representaba por medio de U?as y Apolo, el estado al que el camino de Buddha conduce, lo halla en nuestro mundo profano el sueco Tomas Tranströmer, premio Nobel de Literatura de 2011, en las sabias potencias del café, tal como consigna en su poema “Espresso”:
“El café negro en la terraza/ con sillas y mesas pequeñas como insectos./ Son costosas gotas atrapadas,/ llenas de la misma energía del Sí y del No./ Son servidas en obscuras cafeterías/ y miran al sol sin pestañar./
”A la luz del día, un punto de benigno negro/ que fluye rápidamente en un pálido parroquiano./ Parecen las gotas de negra profundidad / que a veces es captada por el alma,/ que dan un benigno empujón: ¡anda!/ La inspiración de abrir los ojos”.
Son maravillosamente sutiles los sentidos velados que, como este rodeo mitológico indica, puede contener un poema, en particular un texto tan breve como “Espresso”; y es sorprendente que una relevancia semejante le sea concedida al café: aquí, sinónimo de estar consciente, de despertar y abrir los ojos, no sólo del cuerpo sino del espíritu; bebida revolucionaria por naturaleza.