En aquel momento una extraña sensación friolenta le fue invadiendo el cuerpo, todo parecía estar terminando. El telón bajaría de un momento a otro y él empezaba a despedirse desde el momento mismo en que mencionó su primera palabra. La vida -pensó por última vez- es un continuo despedirnos de aquel que fuimos para internarnos en aquel que vamos a ser.
Abajo todos lo estaban esperando. La noche anterior había sido el término de una espera de quince años. ¡Quince años! Y sólo ahora, ese día, el poeta había recibido la tan ansiada llamada que reconocía su trabajo de tantos años como escritor. -¿Sería muy tarde?– se preguntó taciturno el poeta mientras bajaba las escaleras acaracoladas de la mansión en la que vivía- ¡No! – se respondió a sí mismo. Las cosas llegan cuando tienen que llegar y no antes: recordó al Bhagavat Guita “el maestro llega cuando el aprendiz está listo” y se reconfortó suspirando al ver las arrugas de sus manos.
Sin embargo, aunque se sentía seguro de sí mismo, su ideología de vida lo hacía pensar que tal vez no estaba listo, que tal vez no merecía ganar tan prestigiado premio. Pensó en varias posibilidades: ¿renunciar al premio como lo había hecho Sartre?, ¿aceptarlo sin más?, ¿qué ocurriría si no aceptaba, si renegaba de la academia sueca? ¿Qué, si decidía, una vez más, ser un rebelde como lo había sido en épocas anteriores?
En el fondo descartaba tal cosa. En el fondo aceptaría, pues de hecho, ya había accedido al contestar la llamada telefónica la noche anterior. La entrevista a la que se dirigía era su aceptación. -¿Qué decir?, ¿qué esperar?
Cuando bajó todavía vaciló un segundo antes de entrar a la habitación donde lo esperaban su esposa, su agente editorial en México y el afortunado reportero que obtuvo la exclusiva de aquella noticia que, seguramente, levantaría un revuelo de opiniones y notas periodísticas a favor y en contra. Sus enemigos tendrían, una vez más, la ocasión para escribir contra quien consideraban el ideólogo del régimen salinista y el neoliberal amigo de Reagan.
Se acomodó por última vez la corbata y encaminó su encorvado cuerpo, apoyado sobre el bastón, hacia el umbral de la puerta. Encontró a su esposa sentada sobre el sofá predilecto mientras acariciaba a Sahara, un gato que se había convertido también en una parte importante del circulo cercano del poeta.
Sobre la mesa de centro había acomodada una grabadora, un micrófono dirigido hacia el asiento que habría de ser ocupado por él y una libreta de notas destinada a convertirse, inmediatamente después, en un souvenir sobrevalorado por el reportero que haría uso de ella en esa entrevista.
Todo era digno de sí mismo, aquella charla significaba no sólo la distinción hacia su propia trayectoria sino a la de su familia. Su abuelo, su padre y su tía habían sido amantes de la literatura y cada uno de ellos había hecho de él, cada uno a su manera, su propio heredero. La poesía, la crónica y el liberalismo dejaron en él la huella imborrable de la herencia de aquella familia mitad católica, mitad liberal, mitad mexicana y mitad española. Mitad nada.
-¿Qué significa para usted el haber sido galardonado con este premio, el más importante, de la literatura a nivel mundial?- Fue la pregunta con la que inició el reportero de la revista Time. Sus manos, su mirada y sus gestos delataban la felicidad de aquel anciano niño que se recordaba a sí mismo trepando por la higuera de la casa de Mixcoac, la casa grande, la casa de sus muertos aquella donde había aprendido a decir sus primeras palabras y que ahora, ochenta años después, estaba convertida en un convento de monjas agustinas. El poeta respiró profundo y volteó a ver a los ojos al reportero: aquella entrevista era el comienzo del inevitable encuentro del hombre con la muerte, con su muerte.