Es inútil recordar a los hombres la lealtad de los perros. Lo mejor sería hablar de la lealtad de los hombres a los perros, retribución que ha llevado a la humanidad, o al menos a la humanidad en ciertas geografías, a legislar y crear leyes que protegen a los perros de los humanos.
Y a otros animales, por consecuencia. Empero, la legislación húngara, según la película White God (Mundruczó, 2014) obliga a los ciudadanos de ese país centro-europeo a registrar a aquellos perros que no sean de raza húngara (!) para pagar impuestos por su posesión. De lo contrario, tienen que ser llevados a un refugio. En este refugio, los ciudadanos pueden adoptar perros… mas no a todos. Los perros que no tengan el buen destino de irse a casa de alguien, ya sabemos lo que les pasa.
Así, Lili (la prometedora Zsófia Psotta) y su perro Hagen (que en realidad son dos perros, Luke y Body) se separan después de un corto pero intenso idilio y por su cuenta conducen, ella en bici y con su trompeta guardada en su mochila, él en sus cuatro patas y con un aleatorio amigo, la historia que se mete entre ramas amoresperrescas, rapsodias húngaras número-dos de secundaria, discotecas improvisadas y la presencia ausente de un padre que al final hace lo que tiene que hacer por el amor de su vida que es su hija.
Por razones que conviene no develar, los perros se rebelarán contra quienes debían ciega obediencia: los humanos. La lealtad se revierte y la amistad es cosa del pasado. «Olvidar» al mejor amigo es ahora castigado. Los perros húngaros del siglo XXI distan por años luz de los perros de la Grecia Antigua. Argos esperó fielmente 20 años a que Odiseo regresara. Hagen no espera que Lili regrese y emprende su camino, su propia odisea. Los tiempos, en efecto, han cambiado.
Mezcla de ‘coming of age‘, thriller y drama, con un aroma a los pájaros de Hitchcock y combinando la obra más famosa de Franz Lizst entre las calles de la ciudad que vio a nacer a Béla Bartok, Houdini y sobre la cual marcharon los alemanes, los rusos y cayeron las bombas de los gringos, Dios blanco presume de una proeza en la ‘dirección de animales’, asoma una fotografía que por fortuna no excede al resto de los valores de producción, pero su guión se estructura y resume como un dogma, una verdad indiscutible que presenta un sistema en el que el hombre tiene que aprender (a punta de mordidas) a respetar al que solía ser su mejor amigo.
En este sistema, pocos miembros de la humanidad cuidan de quien los cuidaba. Siempre hay un pequeño grupo de hombres que no saben cuidar a los perros y utilizan la lealtad en su favor, incluso para ganar dinero. La lección que da «Hagen y yo», aparentemente evangelización que proclama un «con la vara que midas serás medido», concluye la aventura sangrienta con un inocente gesto que hace dudar del tono de la película: ¿hemos visto una lucha plausible, una advertencia como las de Moisés con sus tablas de la ley… o una broma pesada? Sea una u otra, la conclusión es la misma: perder el control es probablemente la peor pesadilla de la humanidad.