Si los reclamos duran años, es porque el ojo perezoso del gobierno dura años en encontrarlos. Empero, a pesar de haber pasado más de ocho años filmando el documental El Emperador de Michoacán, los directores James Ramey y Arturo Pimentel han encontrado que desenlatar grabaciones de casi una década tiene una vigencia que en tiempos de revoltura (que no revolución) política, emergen a la superficie con la vigencia que tiene la discriminación y el racismo de nuestro país.
Sin poder preguntarles cuál fue el pretexto o la causa por la que empezaron a filmar este documental, encontramos a lo largo del mismo que los pretextos en el cine suelen ser como los pretextos para las fiestas, tan parte de nuestro ADN mexicano. No importa por qué queremos festejar, lo importante es que lo hacemos. No importa por qué queremos filmar, lo importante es emplazar la cámara. Tal vez así nació El Emperador de Michoacán, estrenado en el pasado FICM y que probablemente veamos en pantallas en algunos meses.
Recuperar, resistir, no olvidar. Constantes que a lo largo del documental se vierten como si los directores fueran ya parte de la misma comunidad que no implora, sino exige no desaparecer. En este contexto, Pimentel y Ramey van encontrando entre noches y días un relato que termina con un buen sabor de boca, a pesar de los guiños a ciertas tristezas que se avizoran: la integración de un pueblo con el avasallador futuro. Sin embargo, construir un relato pareciera que exige tener una serpiente en las manos, que si bien no venenosa, se puede salir fácilmente. Los momentos tan íntimos, comunitarios y preciados no duran lo que uno quisiera que durara.
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Crítica de Ayala Blanco (traducción)
En cambio, el relato quiere brincar muy rápido al siguiente tema. No es un error, tampoco es un acierto. Es una narrativa que encontrará su público, seguramente muy ávido de darse una zambullida histórica, antropológica y cinéfila sobre una comunidad que vive alrededor del lago de Pátzcuaro y zonas cercanas como la montaña y la cañada. En El Emperador… encontramos momentos tan tiernos que nos hacen recordar cómo era la cinefilia antes de las redes sociales: llena de humildad e inocencia. Recuerdan, con mucha gentileza y por lo cual se le agradece al documental, que los cinéfilos hubimos nacido como entes que creíamos todo lo que sucedía en la pantalla. Paralelamente, Ramey y Pimentel nos acercan al relato del pueblo purépecha en tanto que guardián y habitante de una de las zonas más visitadas y apreciadas de Michoacán.
Sin grandilocuencia cinematográfica, pero con aciertos visuales e informativos, el documental nos deja esparcida sobre una gran mesa las piezas con las que se sigue construyendo la cosmogonía purépecha. Los pincelazos van desde la cubeta del amor al cine, hasta la cubeta de la ceremonia del fuego nuevo. Crisol donde encontramos voces que van desde un puñado de investigadores especializados, como de la gente «de a pie» que consume el cine como chiquillos o espectadores especializados, pero jamás aburridos.
El Emperador de Michoacán. Dirigido por Arturo Pimentel y James Ramey. Escrito por James Ramey. Producido por Enrique Chuck. Fotografía de Rocío Ortíz Aguilar, Uriel Flores, Henoch Hiram Cabrera y Aldo García Caballero. Edición de Salvador D. López.