A mi diletante, comoquiera que esté
Por Héctor A. Echevarría
El éxito es una ilusión. Una ilusión que nos condena a aplastar a los demás, a posponer nuestros anhelos, a traicionar nuestro ser más profundo. Y es así que mantenemos en la sombra a ese amigo que todos llevamos dentro, como dirían los orientales. Al menos el éxito entendido bajo la lógica capitalista, justo en ese espacio repleto de egoísmos y juegos de apariencias que nos tiranizan. El camino hacia el éxito es el espejismo que obnubila nuestras fuerzas. Comerciales, academias, empresas, instituciones preconizan un ideal falsario del éxito. Nos bombardean de éxito.
Así, creo que la sociedad contemporánea está enferma de éxito, como está enferma de estrés: ese vahído incontrolable hacia la nada. Producir más en el menor tiempo posible; pulverizar el conjunto de experiencias que nos precedieron. Vivir en un tempo vertiginoso. Cada vez exigimos mayor velocidad a los automóviles, los celulares, las verduras, las reses, la conexión a Internet.
Cada vez los estatus sociales exigen una mayor cantidad de diplomados, especializaciones, maestrías, doctorados. Dime cuántos títulos tienes y te diré si eres buen profesionista. Dime cuántos libros has escrito y te daré la beca. Dime cuántas experiencias has acumulado y te diré si eres feliz. Y, por la premura, las actividades se vuelven banales: los investigadores no se leen ni entre ellos mismos (de ahí que se dé el fenómeno del plagio, por ejemplo), los escritores sueñan desde su torre de marfil, los músicos se someten a las rígidas reglas de las instituciones y los lectores sólo toleran libros de bolsillo, libros fragmentarios, vidrios rotos. No creo que algún estudiante de literatura tenga tiempo de leer el Quijote o el Ulises completos. Es difícil.
Yo propongo una inversión en los términos. Es decir, realizar una apología del fracaso que, en estos tiempos que transitamos, se identifica con la lentitud, el ocio, el autoconocimiento, el anacronismo. Pararnos un momento a respirar y preguntarnos: ¿Hacia dónde vamos? Efectuar una investigación exhaustiva de los fracasos artísticos y filosóficos. Enseñar a los estudiantes de secundaria o preparatoria la historia de los fracasos literarios y científicos.
Quiero decir, enseñarles que Einstein fue un estudiante mediocre, que Dostoyevski fue un jugador empedernido, que Kafka fue un burócrata melancólico o que Joyce fue un profesor de medio pelo. O incluso hablarles de esos seres anónimos que no figuran en las historias de la filosofía, de la literatura o de la ciencia. Confesarles que tras todos esos triunfos irreprochables se esconde una serie interminable de fracasos. Que la gloria, al fin y al cabo, es un fulgor repentino y evanescente. Quizá de esa manera no se angustiarían tanto, se sentirían más libres de fracasar y disfrutarían de la belleza que nos proporciona el presente.
Finalmente, quizá podríamos decirles a los niños que les gusta el futbol que el mejor equipo del mundo es el Cruz Azul, ya que algún día volverá a ser campeón.
En portada: foto de Deeneg/Flickr