Por Alejandro Paniagua
1
Siempre me ha dado terror la muerte. Trabajar como maestro, salir al cine o al teatro, buscar libros de viejo y caminar son actividades que me han servido para distraerme de ese pánico que no cesa. Así que en el instante cuando me avisan que estaré aislado en casa, me estremezco ante la idea de enfrentarme (día y noche) con la obsesión de enfermar y morir de Coronavirus. Sobre todo, porque no soy racional cuando me invade la paranoia.
2
La primera noche de encierro, sueño que tengo la urgencia de asesinar a todas las personas en el mundo. Y de hecho, sueño que las mato una por una. Para eliminarlas uso una escopeta negra Stinger. El sueño consiste, sobre todo, en una multiplicidad de escenas donde confronto a diversos individuos. A cada uno termino disparándole a quemarropa, justo a la altura de la boca. Recorro las escenas inmerso en un odio sereno. Como si yo fuera un monje que alcanzó la iluminación recitando insultos a las divinidades, cantando maldiciones sagradas.
Los gritos de mis víctimas se vuelven añicos, igual que la parte baja de la cabeza. Sus dientes vuelan por el aire y forman sonrisas imposibles. Las lenguas muertas caen al suelo. En varias de las escenas mato a personas familiares. A mi abuela, por ejemplo, pero en el sueño es solo una bebé. Al tipo de la tienda, a la mujer que alguna vez -cuando era adolescente- me vendió una figura de He-Man; a uno de mis maestros de matemáticas, a José Luis Rodríguez “El Puma”; a los vecinos, a Salvador Díaz Mirón (aunque él haya muerto en 1928). Cuando ya no queda nadie, sólo yo, al planeta entero lo cubre el olor de la muerte. En algún punto de la pesadilla, los dioses de la Tierra abandonan el planeta. Supongo que no les interesa ni un tanto la devoción o el miedo de una sola persona.
3
Despierto con nauseas. Freud aseguró que los sueños llevan implícito un deseo. Yo le creo, sin duda. Por supuesto, el deseo que revela mi sueño no es matar a la humanidad, es casi lo contrario. Lo que me encantaría es que la muerte no me afectara tanto, que no fuera un asunto que me cimbra y me determina. Mi deseo es tener la capacidad de escuchar o leer, en las noticias y en las redes, el conteo de las muertes por el Coronavirus y no perder la razón. La figura central de mi sueño (alguien que no se conmueve ni un poco frente a la muerte de todas las personas en el mundo) simboliza el desapego total frente al cese de la existencia. Me gustaría tener aquella sangre fría en este momento.
4
Todo el día me siento devastado. Porque el terror de fallecer, en mi caso, resulta vergonzoso. Soy budista, pertenezco a un sistema denominado Vajrayana. Lama Yeshe, mi Maestro Raíz (quien por cierto falleció en mi casa), decía que un budista, incluso el más mediocre de los practicantes, debía al menos perder el miedo a la muerte. A pesar de contar con muchos años de disciplina ininterrumpida, yo aún vivo con un apego completo hacia la vida.
5
Mi mujer llega del trabajo. Me siento feliz porque ella inicia su cuarentena y voy a verla más tiempo. Frente a la posibilidad de la muerte, mi esposa y yo decidimos honrar a la vida. Esa misma tarde acuño una frase que seguramente se volverá legendaria en nuestra relación: “Quítate todo menos tu gafete del COLMEX”. Homenajeamos a la vida un rato a pesar de que todo el país está acorralado por la muerte.
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Aprovecho la cuarentena y hago (al menos cuatro horas diarias) de un mantra budista que los tibetanos usan para evitar contagiarse durante epidemias o brotes de enfermedades. La recitación está dedicada a una deidad llamada Parnashavari y se pronuncia más o menos así: Om Pishatsi Parna Shawari Zarwa Dzara Trashamanaye Soha.
7
Intento jugar Nioh 2, un videojuego de PS4 que se caracteriza por ser muy difícil. Un jugador promedio morirá al menos mil veces antes de terminar una ronda completa. Como sucede en nuestra realidad, también en el juego la muerte es un elemento fundamental. Intento avanzar durante media hora, sin embargo, tampoco puedo lidiar con tantos fallecimientos virtuales. Arrojo con desdén el control y apago, iracundo, la consola. Sólo duermo dos horas. El resto de la noche sigo haciendo mantras.
8
Veo las estadísticas de muertos en el mundo y me pongo a chillar. No tengo ningún control. Oro llorando por los enfermos y las familias de las víctimas. Sobre todo, pido para que los muertos tengan un mejor renacimiento y alcancen la iluminación en su siguiente ciclo. Me duelen los ojos y la cabeza.
9
Soy afortunado, cuento entre mis amistades a una de las grandes eminencias del budismo: Gurdrag Khentrul Rinpoche. Así que le escribo para saludarlo y desearle buena salud (la verdad es que también lo hago porque tengo miedo). Al final de una breve charla me dice que pedirá por México, por mi familia, por mí. Me siento un tanto más tranquilo. Al día siguiente, recibo una notificación del Maestro. Pienso que será un mensaje profundo y de vital relevancia, pero sólo me manda un video donde dos orientales entonan una canción graciosa sobre el Coronavirus. Les dejo la liga por si quieren verlo. Me río y agradezco por la buena intención de alegrarme el día. Pero el miedo no se calma.
10
En algún momento del encierro intento masturbarme. Entonces pienso que en ese preciso momento alguien muere tras una asfixia irrefrenable, en alguna parte del mundo. Y es verdad que siempre que nos masturbamos, al mismo tiempo, algunas personas expiran. El problema es que hoy yo sé de qué mueren y probablemente dónde lo hacen. El conflicto es que mañana serán contabilizados en una lista que me pondrá los pelos de punta. Para cuando terminan mis reflexiones, mi libido ya se ha vaciado por entero.
11
Una de las noches, la incertidumbre nos abate a mi esposa y a mí. A ambos se nos dificulta dormir y estamos ansiosos por diferentes razones. Entonces improvisamos una dinámica que de seguro también se volverá icónica en nuestra vida. Para tratar de levantarnos el ánimo luego de ver un video sobre la pandemia en México, yo le digo a mi esposa: “Poder de los gemelos paranoicos actívense”, y juntamos los puños. Entonces aseguro: “En forma de miedo al contagio y a morir solo en un hospital del ISSSTE”. Y luego ella me responde: “En forma de miedo a la pobreza y a morir de hambre”. Nos reímos un buen rato, pero cuando se silencian las carcajadas, nos aterramos de nuevo. Temblamos de manera coordinada.
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Por la mañana, una amiga me escribe para decirme que Tritul Rinpoche, un Maestro budista también cercano a mi familia, me manda decir que la pandemia tendrá un final afortunado para el mundo, y que él vendrá en octubre de visita a México. También quiere informarme que durante esa estancia nos hará, a mi esposa y a mí, una “ceremonia matrimonial” tibetana. Recuerdo enseguida que se lo pedimos la última vez que vino al país. Sonrío. Su mensaje me reconforta.
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Todo el día me la paso meditando y haciendo mantras sin parar.
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Antes de dormir, entro a Facebook. Edgar Adrián Mora, un escritor y crítico mexicano al que admiro, sube una nota que habla de las personas infectadas en Italia, quienes dan el último adiós a sus seres queridos por medio de videollamadas. Se me descarapela el corazón al leer el artículo. Por supuesto, cuando veo una foto que ilustra el tema, me imagino a mí mismo muriendo en la cama de un sanatorio y a mi mujer recibiendo la despedida desde su computadora.
Pienso que aquella imagen terminará por destrozarme y activar el pánico. Pero algo es muy distinto hoy. Por primera vez en mi vida no me da miedo morir. Siento una tranquilidad que me sorprende. Concluyo que a mí el encierro me ha dado un regalo excepcional: la posibilidad de visualizar mi muerte y aceptarla con valentía, con poderío. Me siento agradecido.
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No sé qué pase mañana, ni siquiera sé si yo o mi pareja estaremos a salvo del virus algún día. A pesar de todo, sé que ahora la experiencia será más llevadera, sin duda. He vencido uno de mis grandes apegos. Sé que Lama Yeshe, mi Maestro Raíz, estaría orgulloso de mí. Recito el mantra en mi cabeza: Om Pishatsi Parna Shawari Zarwa Dzara Trashamanaye Soha. Y duermo seis horas seguidas por primera vez en el encierro.
Marzo, 2020, desde la CDMX.
Imagen superior: Flickr/Mark Faviell
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