Hoy en la mañana escuché Future de Leonard Cohen. Un día y el otro también escucharlo en casa es como respirar. Entre un par de cervezas me enteré que el cantante canadiense había fallecido a los 82 años. Su muerte, ese 7 de noviembre, me hizo recordar un texto que descubrí la noche de un viernes: “Cómo decir poesía”. Ahí enuncia que nunca hay que intentar despegar del suelo cuando se hable de volar, que tampoco gires la cabeza y cierres los ojos cuando hables de la muerte. Que no mires con ojos ardientes cuando hables del amor y que si quieres impresionar al hablar del amor, basta con meterte la mano en el bolsillo o debajo del vestido y acariciarte. De ahí me gusta también esa frase antiorgásmica: “Y recuerda que, en el fondo, la gente no quiere acróbatas en la cama. ¿Qué necesitamos? Estar cerca del hombre natural, estar cerca de la mujer natural”. Es que Leonard Cohen al final fue un dios mundano humilde, con voz ronca y rostro de anciano.
Algunas de las canciones de Cohen descubrieron parte de mi propia historia de familia, una de ellas sonó el 15 de julio, cuando el féretro donde iba el cuerpo de mi madre, fallecida dos días antes, salió de su casa para llevarla a cremar a los hornos de Toluca, en el Estado de México. Dancing to the end of love se escuchó antes de que la tarde reventara con una lluvia torrencial y triste; antes de que sonara un aplauso eufórico y largo que se metió en todos los huecos de su casa donde estuvo sus últimos años de vida.
Esa canción, esa hermosa canción, una de las más bellas de su repertorio, está inspirada en el Holocausto, cuando a los judíos los llevaban vivos a los crematorios para ser devorados por el fuego, mientras un cuarteto de cuerdas, obligados por los Nazis, musicalizaban esas masacres dentro de los campos de concentración. Cohen como bien saben, es un apellido judío-sefardita, es decir, un nombre que proviene de los judíos que llegaron a España y que luego viajaron a América, igual que mis dos apellidos: Monterrosas y Figueiras. Así que la conexión me explota en la manos como una bomba, demasiado tarde.
Pero esa canción también está inspirada en la idea de la consumación del amor, en el contexto de la muerte de una madre; la melodía toma dimensiones extremas, además, cuando se tiene el privilegio de vivir con ella sus últimos meses de vida, que fueron para ella un Holocausto por ese maldito cáncer metastásico que invadía sus órganos, pero bailando con ella a través de su belleza con un violín en llamas.
Tres días después del fallecimiento de mi madre, observé el video de esa hermosa canción. Un niño sale corriendo de una de las camas de esa gran habitación que aparenta ser una donde hay personas convaleciendo, algunas acompañadas de familiares y otras más de doctores y enfermeros. Es el caso de la cama donde se encuentra un joven Leonard Cohen. En tanto, el niño corre por el pasillo que se encuentra entre esa fila de colchones. En ese mismo pasillo hay una pelota de futbol y una señora lleva una almohada entre sus brazos. Después de correr hacia el fondo de la habitación, el niño llega a una puerta que la está abriendo una chica de abrigo y cabello suelto. Mientras ella va mirando tímidamente —o con cierto recato— y el niño abandona el lugar, una anciana alegre le toma una foto. Al final la mujer se encuentra a lado de Leonard Cohen, muerto.
Lo sabemos porque lo tapa una sábana blanca hasta el pecho, él está vestido elegantemente de negro y con los ojos cerrados es cubierto hasta la cabeza por la mujer. Luego hay un corte y vemos a un Cohen resucitado cantándole a la chica esta bella melodía:
“Baila conmigo a través de tu belleza con un violín en llamas. Baila conmigo a través del pánico hasta que esté completamente seguro. Levántame como una rama de olivo y sé mi paloma mensajera. Baila conmigo hasta el final del amor. Déjame ver tu belleza cuando los testigos se hayan ido. Déjame sentir tus movimientos como hacen en Babilonia. Muéstrame suavemente lo que sólo yo conozco de tus límites. Baila conmigo hasta el final del amor”.
La historia particular con mi madre, como ya lo advertía, es parecida a ese video, pues yo entré a verla minutos después de fallecida en la terapia intensiva del hospital. La batalla final había sido terrible. Su rostro, con un ojo entreabierto, mostraba que la muerte había sido un escapatoria al dolor ya insoportable contenido en su cuerpo. Le cerré sus ojos. Su extraño silencio era ya la ausencia de este mundo —ya no habría más risas, ni discusiones, ni oírla mencionar mi nombre—, pero su frente tibia era la única señal de que ahí estuvo alguien habitando ese cuerpo: mi madre, de 67 años, quien se había marchado para siempre, ese 13 de julio de 2016, a las 5:10 de la tarde.
A mí nada más me faltaba que se fuera Leonard Cohen para terminar con este cambio de piel que traigo en este 2016, el cual comenzó el 8 de enero con la huida de este mundo del mago David Bowie mientras bailaba Rebel Rebel en un bar de la Condesa, señal de que mi madre, enferma de cáncer igual que Bowie, también se podía ir en cualquier momento.
Se está terminando el otoño y con él se va Leonard Cohen. Viene, una vez más, el solsticio de invierno, el 21 de diciembre. Pero hoy las hojas siguen secas en el suelo y alguien las hará crujir.
Texto compartido con nuestro sitio hermano Los Cínicos.