Hace poco tiempo asistí a un congreso de historiadores. Pensé que sería un congreso diferente. Pero no. Enumeraciones interminables de fuentes y archivos, disputas académicas vanas, aparatos bibliográficos insufribles. Los asistentes no bajaban del pedestal esa idea errónea de que la historia era exacta, lineal, cronológica, basada exclusivamente en “fuentes primarias”. No pude contenerme. Hice la siguiente pregunta: “¿Por qué un poema no puede considerarse una fuente primaria?”. En un tono dogmático el ponente sentenció: “Porque un poema o una novela son subjetivos, no poseen valor histórico”. Me quedé perplejo. Salí decepcionado del congreso.
Llegué a mi casa y reflexioné sobre el tema. No me inmutó el dogmatismo ni la evidente ignorancia de las diversas vertientes historiográficas por parte del expositor. Lo que me inmutó fue la cerrazón que todavía existe entre las diversas disciplinas sociales. Probablemente el ceñudo ponente me vio como un inexperto estudiante de literatura. De ser así, me hubiera gustado decirle (en mi papel de imberbe estudiante de literatura) que el discurso histórico no sería nada sin el discurso literario, y viceversa. Que, a final de cuentas, el conocimiento en general es un entramado maravilloso de disciplinas que se nutren mutuamente. Y que sí, en efecto, un poema podía considerarse una valiosa fuente primaria.
Y pensé en la historia. Me imaginé la historia como un río profundo, de aguas vivas, que llega hasta el presente en multiformes manifestaciones: odas, partituras, obras filosóficas, refranes, leyendas, testimonios. Todas ellas fidedignas, sin preponderancia la una de la otra. Pensé que los seres humanos acudíamos a los abrevaderos de ese río profundo a confrontar a los muertos, a extraer lecciones de las pugnas pretéritas.
Los muertos nos señalan el rumbo de nuestra existencia particular y colectiva; congregamos la temporalidad originaria para atender el drama inherente a nuestra propia condición humana. Esas “ramas secas del pasado” -aludiendo a Italo Calvino en sus Ciudades invisibles- son el índice de un árbol robusto y milenario. El árbol originario del tiempo.
Heidegger lo vio con claridad en su célebre libro Ser y tiempo. El sustrato ontológico-existencial del ser humano es el tiempo. Más allá de esa evidencia ontológica, se incurre en una falsificación de ese tiempo viviente cuando se procura apresarlo a través de relojes, calendarios, narrativas históricas. Los historiadores lineales prolongan una ficción, una comprensión impropia del tiempo. En poco o nada se distinguen de los novelistas. Crean artificios con el lenguaje. Lo penoso del caso es que no se percatan de ello. Viven en un perfecto sueño dogmático. Habría que despertarlos.
Paradójicamente, un poema sí captura ese tiempo vivo, originario. Un buen poema nos abre las esclusas del tiempo convencional, cronológico, ficticio, para dejar fluir una temporalidad propia. Es más histórico, temporal, viviente, que la ciencia histórica misma. Pocos historiadores se atreverán a corroborar mi afirmación, precisamente porque en el ámbito intelectual y académico se erige esa falsa dicotomía objetivo-subjetivo en la que la poesía es el fruto de una imaginación desbocada e inexacta y la historia es el relato fiel y objetivo de los sucesos del pasado.
Lo repito: nada más erróneo. Me parece que nos aproximamos más a la esencia de lo histórico con recursos poéticos como la metáfora que con unidades discursivas que funcionan como camisas de fuerza de la realidad. Y, como sabemos, la realidad es disruptiva, incesante, múltiple. No se deja apresar. Es un río profundo que de forma inexorable nos atraviesa.
Imágenes: Jim Lietsman