Por Omar Arriaga Garcés
En aquella época del Centro Mexicano de Escritores –que, por cierto, desapareció en el sexenio de Vicente Fox, el presidente populista–, Juan Rulfo y Salvador Elizondo eran asesores. Dicen que Elizondo llegaba y se ponía a regañar a todos, siempre insatisfecho porque nada lo convencía.
Rulfo, por su parte, con cara de perro desvelado, preguntaba si había algo escrito e indefectiblemente, respondieran lo que respondieran, expresaba, “ya me quiero ir”.
Más valía ser un transeúnte que pasara por la calle que un aprendiz de escritor para entablar una conversación con Rulfo, que huía de todo protocolo y prefería platicar con los hombres de su pueblo que con cualquier figura del mundo de la política o de la literatura, comentaban quienes le conocieron.
Y con todo, hubo algunos con los que trabó amistad, como uno de sus propios discípulos, que un día que llegó temprano al recinto, entrando en la oficina sin llamar, se encontró con que el autor de Pedro Páramo dormía en el suelo. Sin duda, piensan todavía los amigos más cercanos de ese alumno suyo, trabó relación con él para que no contara que lo había hallado en posición tan poco recomendable.
Aquí, quiero acotar que no espero que mis palabras se malinterpreten: Rulfo era una persona respetable, pero le habría dado pena que alguien supiese que a veces se quedaba a dormir en la oficina del centro, porque le molestaba tener que regresar hasta su apartamento para dormir y volverse a levantar temprano por la mañana, e ir de nuevo al recinto.
Esa historia la contaba ese discípulo suyo, que ahora tiene 70 años y es mi maestro. Entre otras cosas, refirió el otro día cuando nos quedamos solos en el café de la Condesa que los zapatos que traía puestos los había hallado un día muy temprano al llegar al Centro Mexicano de Escritores, siendo ya él uno de los asesores de los autores más jóvenes. Rulfo había muerto unas semanas antes y, por alguna razón que Evaristo no acertaba a comprender, nadie se había percatado de que sus mocasines yacían debajo del escritorio. Ahí debieron permanecer algunos días hasta que mi maestro los encontró.
Me señaló con el dedo hacia ellos y me dijo que eran de muy buena calidad, luego me explicó que durante años los había guardado y que durante las mismas tres semanas desde la fecha en que el jalisciense murió, cada año, hasta el momento en que halló sus zapatos debajo del escritorio, solía calzárselos y salir a la calle, a veces visitando los mismos lugares que aquél solía visitar, para sentir que aún recorría la ciudad con sus pasos cortos.
Eso me dijo, pero como yo era el único que quedaba en ese momento, no sé si estaba ensayando alguna clase de experimento literario conmigo, para verificar cuánto tardaba yo en contar la historia, o si de verdad habría sido un hecho verídico que me compartió por contárselo a alguien, porque ya era necesario narrarlo.
Así haya sido una mentira, las palabras de Evaristo me han dictado lo que debo hacer cuando él mismo ya no esté entre nosotros; claro, si es que no me voy yo primero que él. La otra tarde, cuando invitó a los del taller de creación a su casa, me fijé dónde guardaba sus zapatos. Si su esposa o su hija no me lo impiden, voy a ir por los mocasines –no los de Rulfo, que para entonces estarán ya muy desgastados, de hecho, ya lo están, sino por los suyos–.
Es un honor guardar los zapatos del mejor escritor que las letras mexicanas han dado, y sentir aunque sea por unos días que es el propio autor y no uno mismo el que recorre las calles que éste caminó en vida. Por ahora, lo que resulta irónico es que el Centro Fox quiera rendirle un homenaje a mi maestro y que éste, a diferencia de Rulfo, no vaya a responder que no. Serán algunos, quizá ni siquiera los del taller, los que entiendan que ésa será la forma que tomará su venganza.