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Home»Columnas»Enrique, El Pequeño
Columnas

Enrique, El Pequeño

StaffBy Staff2 febrero, 2015Updated:2 febrero, 2015No hay comentarios12 Mins Read
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Los conflictos de intereses relacionados con el presidente y su esposa son inocultables. Cualquier intento serio por analizar la crisis actual de su gobierno, sin tintes partidistas y con real honestidad, llevará inevitablemente a la misma conclusión: el presidente, fiel a sus orígenes y su trayectoria, parece más empeñado en sortear de buena forma la forma y no el fondo de su gobierno.

anglica-rivera-y-enrique-pea-nieto

 Por Eduardo Pérez Arroyo

“Un político pobre es un pobre político”

Carlos Hank, fundador del Grupo Atlacomulco

 

“Se caracteriza por su delirio persecutivo, su paranoia interiorizada por medio de los sistemas de comunicación masivos. La misma noción de alienación le es ajena, porque carece de una dimensión

capaz de exigir y de gozar cualquier progreso de su espíritu”

Herbert Marcuse, El Hombre Unidimensional

 

“Ya me cansé”

Jesús Murillo, Procurador de la República

 

 

 

A la familia presidencial, México le importa un comino.

Peña Nieto es el último legado de la mafia Atlacomulco. Eso se sabía desde el principio. Lo que no se sabía era que, haciendo gala de una incapacidad fabulosa, ni siquiera podría argumentar un mínimo cumplimiento de su propio programa. Como en el tenis, los errores no forzados –sus propios errores– dan material de sobra a sus detractores, que cada día se multiplican.

En esa coyuntura, pierde el país. Ante una derecha que decidió transferir definitivamente la lógica empresarial a la política –designaciones a dedo, deshacerse del rival sin medir consecuencias, rehuir por método el disenso y el debate–; ante una izquierda ciega cuya última lápida la puso Cuauhtémoc Cárdenas al anunciar su renuncia, no hay estructura alguna que calme los ánimos, concite un mínimo de consenso o aparezca por sobre los problemas inmediatos apelando a una gran visión de país.

En esta coyuntura, el primero que debiera poner orden es el propio presidente. Pero no lo hace. En cambio, parece empeñado en sumar problemas antes que convertirse en solución.

 

Errores no forzados

Para analizar el desarrollo del gobierno de Peña Nieto –y de cualquier otro gobierno, dicho de paso– hay que partir de una premisa básica: la única manera de juzgar en serio es analizar la medida de cumplimiento de sus propios lineamientos programáticos.

Hay que partir del principio.

A nadie se le habría ocurrido pedir a Peña Nieto que democratizara el país, que resolviera las injusticias sociales, que mejorara las paupérrimas condiciones de indígenas y campesinos o que aumentara la calidad de la educación. Ni él ni los grupos que lo sostienen se lo plantearon en serio. Simplemente, esos temas no fueron ni serán nunca importantes en su visión de mundo.

La visión (y misión) del gobierno peñanietista es otra: convertir a México, o al menos a la parte de México que a ellos les importa, en un país moderno, que se integre sin complejos en el concierto político, y sobre todo económico, dominante a nivel internacional.

Las reformas estructurales apuntan a ese objetivo. Se trata, en suma, de demostrar al mundo que cualquier trasnacional encontrará en México condiciones al menos similares a la de cualquier país de economía liberal. Los empresarios de cualquier parte, dijeron desde la Presidencia, podrán tener la seguridad de que los pactos económicos serán respetados, que nadie cambiará las reglas del juego de un plumazo. México, dijeron, inicia el camino a la seriedad macroeconómica y ya no es, ni volverá a ser, algo parecido a Venezuela, Argentina, Cuba o Bolivia.

Y es en la medida del cumplimiento de esas intenciones cómo hay que juzgar al presidente.[1]

La tesis se cae, sin embargo, cuando se constata que en estos momentos México está lejos de ser considerado un país “serio” a la manera peñanietista. Al momento de escribir estas líneas, en plena crisis de Ayotzinapa y, heredera directa de la anterior, de los 11 detenidos durante las protestas en el zócalo, gran parte de los gobiernos de la OCDE ha cuestionado ácidamente la real capacidad de México para hacer frente a sus propios problemas.

Más aún: en este momento la relación con China permanece deteriorada de fondo tras la abrupta cancelación del proyecto del tren México – Querétaro. La relación con Chile, por otra parte, escala peligrosamente hacia un conflicto diplomático.

Los detalles de ambos casos son el foco de conflicto. En el caso de China, la cancelación del proyecto México – Querétaro fue calificada por la Comisión Nacional Para la Reforma y el Desarrollo de China como «inesperada». Horas más tarde la estatal Railway Construction Corporation Limited (CRCC) se dijo «extraordinariamente impactada por la decisión».

El problema no es menor. China, que desde hace décadas prepara el terreno para el desembarco comercial de sus propias empresas en todo el mundo, concebía a esa vía en México como el desembarco definitivo en América Latina. Tras la revocación, las acciones de CRCC cayeron un 7%.

El caso del conflicto con Chile es menos dramático para México, pero igual resulta una voz de alerta. La detención de Lawrence Maxwell, el chileno que cursa un doctorado en la UNAM, trascendió rápidamente el contexto judicial y se convirtió en un asunto diplomático.

Ambos casos son una muestra de los errores no forzados de Peña Nieto. La concesión a los chinos se cayó por un asunto vulgar: las sospechas sobre el conflicto de interés entre el presidente y el Grupo Higa, socio de los chinos en México y también la misma empresa que –en ningún caso por mera coincidencia– regaló a la primera Dama la ya legendaria Casa Blanca de 7 millones de dólares. La señal a los chinos, y en consecuencia al mundo, es que todos los proyectos de inversión extranjeros en México podrán caer en cualquier momento por externalidades, por variables exógenas, políticas o lisa y llanamente por la torpeza del presidente.

 

Respecto del conflicto con Chile, lo que en cualquier país con instituciones confiables resultaría cotidiano –después de todo, a diario todos los países del mundo apresan a decenas de ciudadanos, nacionales o extranjeros, por los más diversos motivos– destapó un aspecto fundamental: ni los chilenos, ni ningún país de la OCDE, confía en las instituciones mexicanas.[2]

 

Ambos conflictos, para un país que pretende entrar al primer mundo por la puerta grande, resultan imperdonables.

La izquierda, culpable por omisión

Los errores de Peña nieto no exculpan la torpeza de la izquierda partidista que protege a delincuentes disfrazados de normalistas, a normalistas que prefieren ser delincuentes, o a gran parte de la escoria vandálica que se infiltra en las marchas. No hablo de delincuentes comunes, que también los hay. Hablo directamente de algunos grupos de normalistas, de la mayor parte de la CNTE, de varios otros sindicatos y movimientos de todas las calañas que hacen de la delincuencia común su método y que intentan derribar al gobierno ofreciendo, a cambio, el caos absoluto.

Cuando la izquierda recuerda que debiera ser más que la defensa majadera de los delincuentes de las normales o de los delincuentes de la CNTE, se dedica a proteger a exediles que ordenan asesinar a 43 estudiantes, o a esposas de exediles que desde los salones municipales coordinan la carroña narco que gobierna a México.

Cuauhtémoc Cárdenas tuvo la lucidez de observar en qué engendro se había convertido su retoño y prefirió irse. Desde el interior, advirtió, ya nada tiene sentido. Cárdenas, un hombre que entre aciertos y errores efectivamente parece permanecer por sobre la política contingente, logró exhibir la podredumbre que muchos veían al interior del PRD.

El resto de la izquierda no lo hace mejor. Pocos días antes de este texto el poeta Javier Sicilia, a quien difícilmente se podría acusar de buscar el interés personal en sus acciones políticas, criticó a la otra izquierda partidista, a Morena. Ante los sentidos lamentos del líder Martí Batres, a través de la revista Proceso Sicilia regaló una respuesta demoledora.

“Hace poco, querido Martí Batres, vi a Alonso Miranda, diputado morelense, tío de “El Carrete” y con una espantosa fama de estar vinculado al crimen organizado, decir que él también ingresará a Morena. Cuando alguien le preguntó a un funcionario de su partido si lo aceptarían, este funcionario respondió: ‘Nosotros no somos la PGR’. ¿Se imagina? Yo sí, y no quiero nada con esa basura”.

Hay más. Cuando la izquierda necesitó un líder verdadero, este demostró (para mal) de qué estaba hecho realmente. Jesús Zambrano, uno de los poderes fácticos dentro del partido amarillo, aseguró: “La crisis del PRD está inmersa en una crisis del país en su conjunto. Se trata de la crisis de un modelo de desarrollo que ha producido desigualdad a tal grado que hoy tenemos más gente viviendo en la pobreza que hace 50 años…”

Para Zambrano, la protección al narcotraficante y asesino Julio César Godoy Toscano; la presencia de la esposa del edil de iguala en las reuniones programáticas del partido; los fajos de billetes que se embolsó René Bejarano; los moches que cobraba la plana mayor del inaguantable Leonel Godoy en Michoacán (partiendo por el propio gobernador); o el robo de recurso públicos concluido en los casinos de Las Vegas por el exsecretario de finanzas del DF Gustavo Ponce Meléndez, son “productos de la desigualdad”.

Respecto de la derecha, sus problemas internos resultan inabordables por intrascendentes.

El análisis de las facciones políticas no es gratuito. La diferencia entre las tres principales es fundamental: Peña Nieto, desde el principio, tuvo un proyecto programático público y abierto. Pudo tener huecos y vacíos, pudo adolecer de inocencia o cinismo, o sencillamente ser inaplicable en los términos que se plantearon. Pero con todos esos problemas, Peña Nieto tuvo un programa consistente y en eso basó su campaña. En el caso de izquierda y derecha, esa falta de proyecto les invalida automáticamente para ser considerados actores relevantes.

La paradoja peñanietista

Al retomar el razonamiento de este texto, surge el problema: a Peña Nieto no le alcanza ni para honrar su propia visón de las cosas. Con la casa blanca de La Gaviota, la abrupta cancelación de la licitación a los chinos, las fotografías de su maquillista, los conflictos breves pero profundos con Chile o Uruguay, la desconfianza de la OCDE, las inconsistencias en las investigaciones sobre los 43 desaparecidos, la fatiga de su procurador, Peña Nieto traicionó su propio proyecto.[3]

Sucedió que debido a su torpeza política, Enrique Peña Nieto mostró sus cartas demasiado rápido. Entre la maraña que incluye la casa blanca, las prebendas al Grupo Higa, la cancelación de la vía Querétaro – México, los guiones de televisa, se repiten nombres como Hank Rhon y Salinas de Gortari. La cancelación del proyecto con los chinos es el resultado de un esquema fallido desde el origen.

Entonces, la conclusión: además de enfrentar los problemas inherentes que enfrenta cualquier presidente de cualquier república del mundo, el presidente de México, sin que nadie lo apure, se pone trabas, se inventa líos, se regala a sus críticos y se expone a que muy pocos lo tomen en serio.

A Enrique Peña Nieto no le importa ni le importará el destino de la gran mayoría de los mexicanos. Es, contrario al gran hombre universal del cual hablaron los filósofos del Siglo de las Luces, demasiado pequeño para que le importe. El problema, el verdadero problema, es que esa pequeñez tampoco le deja dar el ancho para cumplir su propia pequeña visión de lo que debe ser México. Es la paradoja del México actual: Peña Nieto, el gran reformador que insertaría al país en la modernidad globalizada, es hoy el principal lastre para que el país se inserte en el moderno mundo globalizado.

[1]El gobierno de Peña Nieto, y los grupos que lo sostienen, aseguran que cumplen con los preceptos originales del General Cárdenas: convertir a México en un país respetado y respetable. Ese análisis original no es del todo descabellado. Se equivocan de forma rotunda quienes critican las reformas de Peña Nieto comparándolas negativamente con la nacionalización petrolera de Lázaro Cárdenas: ambos momentos históricos son incomparables. En la década del 30 el modelo imperante en la economía mundial, básicamente proteccionista y, al menos en América Latina, preindustrializado y primarioexportador, distaba años luz de la economía neoliberal abierta de hoy. Lo que en su momento fue una solución práctica e incuestionable, la nacionalización total de la explotación petrolera, hoy no tendría por qué serlo, y es legítimo que las actuales generaciones de mandatarios busquen nuevas respuestas a los nuevos desafíos del mundo actual. Hoy, seguramente, el propio General Cárdenas sería de los primeros en comprender que un país cerrado sobre sí mismo, ensimismado en su propia historia, que cita y descontextualiza hechos ocurridos hace casi un siglo, que convierte los símbolos en lastres, estaría condenado al fracaso.
[2] China es hoy la principal potencia económica del mundo y así seguirá por largo rato. Perder la confianza de la primera potencia mundial es lisa y llanamente un suicidio económico, y Peña Nieto casi lo logra. Por su parte, Chile no pesa demasiado en el concierto económico mundial dado su escaso territorio y el poco alcance de sus mercados, pero a la vez es considerado un país confiable dado que sigue rigurosamente las recetas promulgadas desde Estados Unidos, el FMI o el Banco Mundial. La historia enseña que nunca ha sido buena estrategia tener problemas con el alumno más aplicado del curso.
[3] Factor principal resulta ser su propia esposa. En medio de la crisis por Ayotzinapa la Primera Dama aparece ofendida ante quienes cuestionan su falta de probidad, casi con seguridad miente al país respecto de la adquisición de ese foco de conflicto (Enrique Krauze, socio de Televisa, negó las cifras entregadas por La gaviota como justificante) y, cuando aún no acaba el escándalo, publica su (políticamente fallido, hay que recordar) viaje a China en una revista del corazón. Ante los hechos, Angélica Rivera parece ser una criolla Lady Macbeth, sin la sofisticación del personaje original porque en este caso es Televisa y no Shakespeare quien le construye el guion.
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