Por Alberto Zúñiga Rodríguez
«El hecho de que la vida no tenga ningún sentido es una razón para vivir, la única en realidad.»
E.M.Ciorán
La muerte de un ser querido es un golpe insuperable. Lo digo con toda sinceridad y sin disimulo alguno. Te hace pedazos. Hay que decirlo como es, también, te roba el sueño y tu vida entera. Es algo con lo que se tiene (tenemos) que aprender a vivir. Inevitable. Un hecho que te deja sin aliento y que sofoca por mucho tiempo. La muerte de quienes amamos nos noquea, nos deja «fuera de la jugada», literal: fuera de la vida.
Cuando las muertes se (te) van acumulando el efecto no es menor, ni tampoco te vuelves «inmune» a la tragedia. Para muchas personas (me incluyo en este grupo), cada deceso es peor o incluso, exponencial y te conecta inevitablemente con los anteriores. La suma de tantas ausencias te incrusta en un abismo y cuesta mucho trabajo sacar la cabeza, asomarte a la vida aunque andes como zombie o en automático por la misma. Y no es que no quieras salir de ahí, a veces simplemente no puedes… la fuerza y las ganas, no te dan.
La muerte de una persona no es algo que programes, «calendarices», mucho menos, un estado que elijas… (a menos que seas tú quien le ejecute pero eso te pone en otra categoría)…
Cuando fallece alguien cercano a ti, no es que te guste «vivir en el drama»; salir adelante no es un asunto de «echarle ganas» nada más. Y aunque efectivamente la «vida sigue», con, sin, y a pesar de… nosotros, no hay un botón que se presione para «restablecer el sistema». Ojalá fuésemos robots pero no, no lo somos. Aunque para algun@s, lo parezcamos o tu condición emocional les valga un sorbete.
Cuando estás roto por una muerte o por varias, «la pronta resignación» no va a llegar porque no ocurre así. Quizá nunca llegue o, insisto, simplemente aprendes a convivir con esas ausencias.
Toma tiempo «estar bien». Cada ente tiene su propio «ritmo» de recuperación y a veces, no vuelves a «estar bien» y jamás te vas a «recuperar» de las pérdidas… simplemente, aprendes a vivir con tus muertos.
La vida laboral y los compromisos de esta índole no saben, ni les interesa tu «ritmo emocional» y después de incinerar/inhumar a tus seres queridos, el trabajo sigue ahí, esperándote. O recordándote que si no sigues trabajando, no tendrás o conseguirás ese salario que te da sustento (a ti y/o a tu familia).
La realidad que vivimos no tiene ningún tipo de espacio, ni consideración para los que quedamos rotos o con la vida destrozada. La supervivencia, los compromisos y los trámites post-mortem te superan, te alcanzan, te exigen, te exprimen…
Me da mucho gusto y celebro a quienes encuentran consuelo en una religión o una deidad. Quienes creen y están convencidos en que «hay vida después de la muerte» o que quien muere, «vuelve a nacer». Para algunos otros, acá me vuelvo a incluir, el acto de desaparecer, el hecho de morir se instala en un suceso muy evidente (¿lógico?): no voy a volver a ver en mi aquí y ahora, ni en el futuro que me queda a esa persona que formaba parte de mi vida.
Y pensar que «nos volveremos a encontrar» no es precisamente el mejor consuelo. La fundación o creación humana de la figura de un dios (o varios) cumple justamente ese vacío y todo aquello que como especie y nuestra conciencia finita no nos permite entender y por ello resulta, esperanzador que «alguien más» o un «poder superior» lo haga por nosotros. Le endosamos esa responsabilidad. Me parece fabuloso que eso funcione, pero con un servidor no opera así. No creo en un dios, punto. Nunca lo he creído y no sé si algún día crea en alguno. Mis creencias están en otro sitio, mi espiritualidad también.
¿Hay vida después de la muerte? No lo sé.
Para estos fines recomiendo la mini serie documental que está en Netflix bajo el título Sobrevivir la muerte. En seis episodios, se hablan de médiums, señales, reencarnación y otros eventos que nos hacen pensar sobre los que se han adelantado. Interesante sin duda. De esta serie, me quedo con esto, tratar de encontrar en vida algo que nos conecte con nuestros muertos, es reparador, sana. Mi padre, que murió por Covid el 1 de febrero de este 2021, me enseñó que el valor que nos vincula a quienes se adelantaron está en lo que compartiste en vida con ellos. Esa es la conexión y su legado.
La serie tiene capítulos muy interesantes, con una búsqueda objetiva por abordar estos tópicos pero confieso que algunas cosas que ahí ocurren, parecen charlatanería… Aún así, la recomiendo ampliamente porque el montaje, la foto y la narrativa son elegantes y bastante respetables. Del contenido, cada quién decide qué llevarse. No quiero ahondar más en ello, regreso al origen de este texto.
En este caminar roto, hecho polvo, se agradecen todas las muestras de cariño y solidaridad. Se valoran. Te calan profundamente el alma. De corazón, gracias. Y como muchas personas me lo han dicho, efectivamente: «las palabras sobran» o simplemente «no alcanzan», irreductiblemente, «no hay palabras» ante una muerte. Los abrazos, los silencios que acompañan y el amor… bastan.
Lo que no soporto, también lo pongo en estas líneas, son quienes viven víctimas de su pensamiento mágico o sus prejuicios absurdos, pendejos. Que lejos de ayudar o empatizar (dudo mucho que tengan esa dirección), chingan, molestan, insultan… «¿Qué habrás hecho para merecer tanto castigo?» «¿Por qué la vida se está ensañando contigo?» «¡Eso te pasa por no creer en dios!» «¡Ya párale a tu panteón!» «¿Otro muerto más?… ¿Y eso?» «Ya deja de victimizarte; estás vibrando muy bajo»
Me parece totalmente legítimo y en defensa, de (mi) la salud mental, mandar a chingar a su madre a estas personas y sus inoportunas y no solicitadas «ayudas». Borradas de mi vida están. Mi terapeuta me recordó que Baruch Spinoza (filósofo holandés del siglo XVII) dijo algo como que «con la muerte surge lo esencial de la vida» y luego el psicoterapeuta puso de su ronco pecho: «también lo que no es importante». Tiene mucha razón en mencionarlo.
No se está sufriendo más o menos que otros. El mundo entero está sufriendo por esta pandemia y otros males. Ningún dolor es competencia y cada uno lo vive, literalmente, como puede.
Este dolor no se elige, ni tampoco el sufrimiento que viene con él. Algunos tanatólogos, psicólogos y psiquiatras lo mencionan y coinciden: con el tiempo, el sufrimiento desaparece pero el dolor se modifica y aprenderás eventualmente a vivir con esa no presencia y su ausencia estará presente en tu vida siempre (muchos de los protagonistas de la serie recomendada, que perdieron a alguien, también lo comparten). Formarán parte de tu (nueva) realidad. El reto es no instalarte en el sufrimiento, como una forma de vida, porque con el tiempo, este ya será opcional… Esto último no significa que vas a dejar de extrañar a esa persona que ya no existe, jamás. El dolor será otro.
Si perdiste a alguien que amas, tómate tu tiempo. Si necesitas quedarte en cama o sin salir de casa, quédate ahí lo que creas pertinente. Tu propia vida te dirá cuándo es «el momento» de seguir adelante. Si no puedes hacerlo, busca ayuda profesional, tu autocuidado es fundamental. Llora y si hace falta, vuelve a llorar. Llora lo que haga falta. No estás enfermo, estás roto… y está bien aceptarlo. Que alguien que amas desaparezca de tu vida, no es para no estarlo.
Valora tu salud mental, emocional, que es tan importante como la física. No cargues tú solo con tanto dolor. Date oportunidad de compartirlo, de hablarlo, de «sacarlo» con personas que realmente formen un entorno saludable y de ayuda para ti. El dolor por una muerte es inevitable y guardarlo es nocivo, perjudicial. Un profesional de la salud mental es un gran apoyo. No los desestimes. Dejemos atrás el estigma de ir al psicólogo y de pedir ayuda en este rubro… ¿por qué si cuando nos duele algo del cuerpo acudimos al doctor, no haríamos lo mismo por nuestra mente?
Son momentos difíciles, hay que entender el valor de la compasión y de la empatía pero sobre todo, aplicarlos.
Paz y amor para ti que me lees.
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