En honor a Rafael Bernal
El viaje debía durar 2 horas. La cita estaba programada para las 4 pm en el Teatro Cervantes de Guanajuato. Ese teatro que está junto a una plaza, en donde una placa anuncia que la ciudad de Alcalá de Henares, España, declara a Guanajuato Cuna Iberoamericana de Cervantes, por su «labor de …». El viaje duró un poco menos. No quise decirle a Javier que su coche no es tan estable después de los 180 kph. Extrañé de alguna manera el camino que antes no era de cuota, pasar por Valle de Santiago y oler el dinero en el ambiente. La modernidad siempre nos alcanza. El viaje duró 1 hora, 30 minutos. Natasha me manda un mensaje preguntándome si ya estoy cerca. La conocí hace varios meses, en una cena. De ella tengo dos certezas: tiene apellido extranjero, mide 1.80 y es una gran fotógrafa.
Son tres certezas. Llego a Guanajuato y estaciono el bólido español de Javier afuera de la casa donde está mi habitación. AirBnb es una especie de padrote virtual de casas, departamentos y habitaciones. Hay de todo. No conozco al dueño en persona, pero la chica que trabaja para él me da la llave. Internet nos brinda confianza. Salgo con mis botas Dr. Martens porque es mi mejor protección para la lluvia guanajuatense. El teatro está cerca. Resulta que hay tiempo de sobra, así que voy a comer por ahí. Mientras espero los tacos de arrachera, Filiberto García en el Complot Mongol es asignado una misión y tiene que verse al día siguiente con dos agentes, uno gringo y uno ruso, pues hay un aparente complot que viene desde la China Comunista para asesinar al presidente de Estados Unidos. ¡Pinche China! Hace unos días conversé con Victor Solorio sobre su novela, Artillería Nocaut. Me regaló su primera edición. Espero que sean más. Se lee en una sentada. Quise reflexionar sobre ella, pero sentí que la había devorado tan rápido que días después entendí que debía leerla de nuevo. ¡Pinche Victor! Termino los tacos y camino hacia el Cervantes. Ya hay una fila considerable y las nubes se juntan en el cielo como monstruos que produjo el sueño de la razón. Un chico cuenta con entusiasmo sobre el próximo viaje, que probablemente le marcará su vida. Dos chicas esperan con las manos entrelazadas y lentes de pasta. Hay más tatuajes en los brazos que libros bajo el brazo. ¡Pinches libros! Tal vez no debí leer a Bernal, ahora voy a pinchear todo a cada momento. Entramos con retraso.
Me siento en la penúltima fila. El teatro, como cualquier teatro viejo, es bastante incómodo. Parece que fueron hechos para los que miden 1.60. Yo alguna vez medí 1.80, pero mis miedos adolescentes me hicieron encorvarme y acabé en 1.78. ¡Pinches miedos! Al final, sale Fatih Akin. Un turco, hijo de turcos, nacido en Hamburgo. Una proeza. Sus películas combinan estridencia, fortaleza, multiculturalidad. Un pequeño videito en honor a él lo precede. Luego salen Fatih Akin y un moderador que se sientan en dos sillas, con botellas de agua. Tomo una foto y la posteo en facebook, porque eso debe hacer uno cuando viaja o cuando se maravilla de algo: tomar una foto y subirla a facebook. Su nombre es Fatih pero el autocorrector pone Faith, que significa Fe. ¡Pinches autocorrectores! Sergio Raúl, el buen amigo periodista y editor, me pone un comentario muy gracioso que habla de la falta de Fe. Lo que Sergio Raúl no sabe es que alguien del público (¿o es el mismo moderador?) le pregunta algo sobre el destino (Fate, en inglés). Le pregunto a Sergio Raúl que si está en Guanajuato, pero resulta que no lo acreditaron y apenas llegará al día siguiente. ¡Pinches coincidencias! El moderador es aburrido y sus preguntas son apenas cumplidoras.
Me gustan estos tiempos porque uno puede juzgar sin tener que desarrollar o respaldar lo que dicta uno. Como en este caso, que no necesito desarrollar por qué el moderador fue aburrido o por qué sus preguntas fueron apenas cumplidoras. Espero que me crean, apreciables lectores. Termino antes la conferencia, pues a las 6 pm en el auditorio de la Universidad de Guanajuato hay una película. Camino, subo las escalinatas famosas y mis botas rojas ya me hacen sentir el peso de apretar los dedos, aunque protejan de la lluvia. Que por cierto, llovió pero estaba adentro del teatro y solamente vi por un video que me envió Natasha como caen los ríos de agua por las calles de la irregular Guanajuato.
Termino de subir las escalinatas y entro a un salón inmenso que parece más iglesia que auditorio. Al final, una pantalla que anuncia en rojo los 20 años del Festival. Hace 15 o 16 vine aquí, con mi primerísimo primer cortometraje, «Solicitamos Asesinos» y mi primerísima primera novia. Eran otros tiempos, sin celulares inteligentes, con copias en DVD o Betacam y una vida por delante. Qué suavidad de piel, qué noches de Guanajuato. Qué manera de decir qué. Me siento en el auditorio y Natasha me llama. No termino de ver la película nepalés que comenzaba con la imposibilidad de bajar el cuerpo de un hombre recién fallecido, pues las mujeres no deben tocarlo. Bajo las escalinatas que tanto trabajo me costaron y me encuentro con Natasha, quien lleva dos fotografías de gran formato envueltas en plástico. Me ofrezco a ayudarla a cargar pero debo tener mucho cuidado. Mucho. Después de comer comida francesa y de saber cómo fue que llegaron unos franceses a instalar sus hornos de repostería, Natasha me pide que la acompañe a casa de un dealer. Por alguna razón digo que sí. Tal vez porque ya pensaba en escribir esta primera parte de la crónica y pensé que podría agregarle un poco más de pimienta a la sal. O al revés. Subimos por un callejón que me recuerda a Alfama, el hermoso barrio de Lisboa. O ni tan hermoso, pero lindo al fin. Cuando vuelva a Lisboa, espero no hacerlo acompañado de 9 mujeres como aquella vez en el 2004. Tampoco que fueran 9 hombres. Los excesos son dañinos, en todos los sentidos. En adjetivos, peor. Lo dice Borges en su entrevista con Soler. Lo aprendí hace mucho. Ojalá así siga siendo. ¡Pinches adjetivos! Damos vuelta en un pequeño callejón que me recuerda al callejón del romance en Morelia.
Subimos y Natasha toca en una puerta. Sale un tipo y nosotros entramos. Subimos por unas escaleras de metal. Hay tres perros en la entrada del cuarto. Un Bulldog Terrier, un Weimaraner muy flaco y otro que no tiene pedigree pero seguro mucho corazón. O tal vez era un Pitbull. Adentro, en una habitación de 3 x 3, hay un grupo de jóvenes, todos con pelo corto, sentados en una cama. El negociador está midiendo mota en una báscula eléctrica. Me paro al lado de Natasha. No escucho nada de lo que dicen porque estoy viendo de reojo a todos. Nadie tiene una mirada maliciosa, más bien de tranquilidad y escapismo. Me recuerda a un cuarto de opio, de esos que no conozco, de esos que había (¿o hay?) en la Ciudad de México, en el centro. ¡Pinche Ciudad de México! Sobre una mesa hay una grabadora que comienza a reproducir una canción. Es «Cariñito», de «Los hijos del sol». La música cambia las escenas.
Esto pudo ser Trainspotting, pero solo es Guanajuato. Lloro, por quererte, por amarte y por desearte. Llegan dos nuevos clientes, con pinta de «hipsters». Son los más rubios del cuarto. Natasha termina de hacer sus compras y salimos. No hay ningún momento de malicia, no hay nadie viendo feo. ¿Por qué no legalizan algo que no hace daño? El Weimaraner flaco se quiere venir con nosotros. ¿Pelearán esos perros? Seguro sí. O tal vez no. Sería un cliché. O tal vez sí. ¿Qué haría mi amiga Laura, la gran defensora de animales, si estuviera aquí? ¿Se iría contra todos? Bajamos y nos cruzamos con dos rastudos tatuados que sí nos ven como si fuéramos turistas. Sí, les digo con la mirada: yo ando de turista. ¡Pinches turistas!
La noche no tiene permiso. Bajamos de la casa de Natasha hasta el centro. Es como si camináramos en una película de José Padilha. ¿Por qué nadie filma los callejones de Guanajuato? Hace falta un Carol Reed que venga a filmarlos. Un Orson Welles corriendo por las calles, como en el Tercer Hombre. Llegamos al centro. Volvemos a las escalinatas de la Universidad. Proyectan un cortometraje sobre unos pastores de cabras, que también son muy pobres, como la mitad de la población de este país. Este país que baila mejor cumbia que salsa. Este país que resiste como las cabras famélicas, hasta que alguien viene a alimentarlas y cuidarlas. Los personajes hablan de una mujer de 130 años, que nunca conocemos. El corto se llama Valentina. La proyección es mala porque una luz que está puesta en la azotea del edificio contiguo, rebota sobre la pared de la universidad y esta a su vez sobre la pantalla, que debería rodearse de oscuridad. Además, el sonido es bastante malo. Las proyecciones al aire son una gran iniciativa, pero casi nunca son buenas proyecciones. Es más un sentido de colectividad y uso de los espacios públicos que de admiración por la película. Nos vamos hacia uno de los túneles, donde también hacen proyecciones. Llegamos y hay un déficit de sillas. Natasha me cuenta la historia de su familia, que vino de Europa en la 1a guerra mundial. Llega una camioneta con sillas.
Cuando al fin podemos sentarnos, ya nos ensuciamos lo suficiente la ropa por recargarnos en las paredes de piedra. La proyección comienza con una escueta introducción, además de una explicación: el primer corto será un cortometraje que debió proyectarse el año pasado, pero que una lluvia impidió que se viera. Un año después, se hace justicia. ¡Pinche justicia! Nosotros no tenemos tiempo para la justicia cinematográfica, además que la proyección es – una vez más- pobre, sin poder leer bien los subtítulos y con un sonido malo. Mejor nos vamos. Llegamos al legendario bar, «La dama de las Camelias». La cama de las damelias, dice Natasha. Juan Ibañéz, director de Los Caifanes, era dueño. Las paredes tienen pinturas rupestres del siglo XX y un barroquismo propio de nuestro país. Pocas mesas, poca gente. Una pareja baila como si fueran colibríes flotando por el suelo. Por fortuna aquí no es el Konkolo de Morelia, ese maldito bar en el que parecen hacer casting de «Bailando por un sueño». La pretensión mata al baile. Nietzsche estaría de acuerdo.
Camino de vuelta a «casa», mientras veo alejarse el taxi que lleva a Natasha. Debí fumar un poco de mota. Llego y abro la puerta. Entro a mi habitación y prendo la computadora para escribir, después de leer un poco de El complot Mongol. Mis pies sufren como bruja de Salem. Mañana me pondré tenis, veré a Natasha Bowie de hermoso cabello canoso y espero que no llueva en esta irregular ciudad de películas, Luis Buñuel, amores de mi vida, hipsters y estudiantes ausentes. ¡Pinche Guanajuato!