Había ya pasado la fiesta más importante del año y era el tiempo en que inicia el éxodo de migrantes de Copándaro hacia Estados Unidos. Algunos con visa de trabajo y otros que ya cuentan con papeles, pero la mayoría se avientan a la brava, ya sea por el Río, por la línea o arriesgando la vida por el Desierto de Sonora a fin de internarse por Arizona.
Por Jorge A. Amaral
Ellos decidieron irse por esa ruta, la más peligrosa debido a lo extremo del clima, los animales silvestres, la falta de agua, las caminatas extenuantes y los grupos delictivos que controlan la zona fronteriza pidiendo la cuota por cada paso que los migrantes den por la frontera.
Ese día por la mañana y después de los preparativos, se hincaron para recibir la bendición de sus familiares entre lágrimas de dolor por la partida y la esperanza de dar a sus familias un futuro mejor y un presente más holgado. Salieron de Copándaro a encontrarse con el pollero y el resto del grupo.
Al cabo de tres días ya estaban llegando a un pueblo fronterizo: polvo, precios exorbitantes hasta por un cigarro suelto, la incertidumbre de la pasada, el temor de ser atacados por bajadores (grupúsculos que asaltan a los migrantes para despojarlos de todo lo que pueda valer), el miedo a toparse de frente con los grupos delictivos dedicados al trasiego de drogas y armas a lo largo de la frontera. Con todo y eso, ahí estaban, esperando a que el pollero les diera luz verde para iniciar la travesía por uno de los desiertos más peligrosos y que más vidas ha cobrado (por diversas razones) en el mundo.
Y es que en esa zona, como en otras tantas, nada se puede hacer sin la anuencia de los capos locales y jefes de plaza, tan es así que un coyote, empecinado en no seguir las indicaciones de no pasar todavía, pues según él ya tenía arreglos hechos desde Jalisco, a la hora de confrontar a los capos locales, uno de ellos, dicen que el jefe, sacó su pistola y sólo le dijo “aquí nadie se pasa de güevos” y ¡pum!, balazo en la cara ante la vista de una decena de migrantes y el pollero que los llevaba, quienes nada pudieron hacer, salvo voltearse para otro lado, como fingiendo no importarles.
Después de una semana varados en ese pueblo polvoriento y al parecer alejado de la mano de Dios, el coyote dio la indicación de hacer el intento por la noche. Ya unos intentos de cruce se habían cancelado debido a las últimas nevadas de la temporada, otros habían sido pospuestos por indicaciones de los narcos de la zona, que primero debían pasar su carga hacia Estados Unidos, destino final de gran parte de las drogas que se producen alrededor del mundo.
Iniciaron su recorrido, el guía parecía conocer sumamente bien el terreno a pesar de que son cientos de kilómetros para llegar a los primeros poblados de Arizona. A medida que se internaban en el desierto, una sensación de miedo mezclado con desolación se apoderaba de ellos al ver por el camino ropa, mochilas y botellas vacías tiradas.
Es bien sabido que algunas veces los migrantes son abandonados por los guías en cuanto estos sienten la presencia de la Migra u otras amenazas armadas, también son muchas las historias de migrantes extraviados en el desierto que, desorientados, se alejan de las rutas habituales muriendo víctimas de la inanición, la hipotermia, la insolación, la deshidratación o los animales ponzoñosos del desierto.
A medida que avanzaban, las reservas de agua se iban agotando, las provisiones de alimentos menguaban y el cansancio se hacía cada vez más evidente en el andar y el semblante de estos peregrinos. Algunos sacaban fuerza al pensar en lo que les esperaba una vez instalados en la Unión Americana, otros se daban valor al pensar en la familia que dejaron, al ver la fotografía de la esposa y los hijos o al recordar las bendiciones los padres. Otros simplemente ponían la mente en blanco y se limitaban a caminar sin hablar, sin pensar, únicamente atentos a lo que el guía indicara.
Pero todos sabían una cosa: es demasiado el dinero que a veces consiguen prestado (el pasaje y a veces hospedaje, alimentos, el pollero, la cuota extra por derecho de piso, etcétera) como para regresar a su tierra, sin dinero pero muchas veces con la deuda encima. Hambrientos, cansados y sedientos avanzaban por el desierto pues a diferencia de los traficantes, quienes cuentan con puestos determinados donde hay agua y latas de comida ya que les conviene que los migrantes que usan como burros aguanten la travesía con la carga, los migrantes promedio tienen que racionar cualquier trago de agua pues no saben dónde encontrarán la siguiente charca llena de insectos y agua que en otras circunstancias sería mejor no beber.
Tras días de caminar de noche y descansar de día, llegaron al primer poblado, donde fueron llevados a una casa de seguridad fuera del alcance de la Migra, aunque suele haber redadas para detenerlos. A partir de ese momento iniciaron las llamadas telefónicas a quienes habrían de responder por ellos, ya fueran familiares o amigos que tenían que pagar el resto al coyote. Si en el trayecto a su destino final no fueron atrapados por las autoridades migratorias de Estados Unidos, sólo era cuestión de portarse bien para no meterse en problemas y evitar la deportación, trabajar duro para pagar las deudas contraídas y entonces sí, buscar las oportunidades que en México lamentablemente están negadas para un amplio sector de la población.
Lo que aquí cuento no es nuevo ni desconocido; así como Copándaro, por toda la República Mexicana hay pueblos que se sostienen de las remesas de los paisanos que están de aquel lado de la frontera. Y en este momento me detengo a pensar en toda esa gente sin rostro, sin nombre que muere en el desierto o en su travesía por México (en el caso de quienes vienen desde Centro y Sudamérica). Sin duda eran hijos, padres, hermanos, esposos, esposas de alguien que jamás supo de ellos, de alguien que quizá prefiera pensar que su familiar encontró una mejor vida en Estados Unidos y por eso decidió no comunicarse más.
Ojalá no fuera necesario que las familias se separaran por este motivo, ojalá no hubiera en México millones de familias en total pobreza, marginación e indefensión pues mientras hay mexicanos que esta mañana amanecieron sin nada qué comer, también mexicanos entre los más ricos del mundo, un líder sindical de Pemex que vive un cuento de hadas. Ya para concluir, hago mía la reflexión de Bocafloja: “Debemos darnos cuenta que la globalización y la privatización sólo nos hacen más pobres de lo que ya somos; a mí ya no me engañan cuando dicen que combaten la pobreza extrema porque ésta no existiría si combatieran la riqueza extrema”.