Por Raúl Mejía
Este Expediente Vegetal se lo dedico Jorge Bustamante
Las decisiones que permiten hacer un nuevo catálogo de relaciones (o reducir el ya existente) ya están aquí. Lo van a leer. No es “la neta del planeta”, es algo modesto. Una opinión, mi doxa (¡uy, qué mamón!).
Ser viejo es un asunto intransferible. Cada quien tiene la vejez que se labró, se merece o le tocó. A fin de cuentas y como lo expresó Philip Roth, “envejecer es una masacre”. Ok. Ese tipo sabía del asunto, era jefe en ese tema y al final, como suele ocurrir, se murió.
Uno, menos olímpico y sí humildemente terrenal, aspira a ser desdeñado por esa masacre un rato y ¿saben? ¡sí se puede, sí se puede! Es un asunto de pesas y medidas, de responder a preguntas clave. Veamos de qué va la cosa: en este momento de mi vida me hago dos preguntas: ¿de verdad me importa mantener la amistad o la relación con gente específica de mi ecosistema? Otra: ¿lamentaría si mi trato con algunas personas fuese únicamente el protocolario?
Preguntas de esa índole resultan relevantes cuando se dejan atrás los intereses vinculados a las amistades políticas, profesionales, de poder, conveniencia social. Le endilgué sustantivo de “amistades” porque me consta lo real de la experiencia: incluso en ese tipo de ámbitos suelen surgir sentimientos de genuina amistad; buena parte de mis afectos entrañables surgieron así, por afinidades laborales, por conveniencia, por “progresar”, pero cuando se abandona el mercado de trabajo, la pista en donde se juega nuestro ya pequeño futuro, surge la pregunta sobre la validez, el peso de las relaciones mantenidas por inercia, por no saber cómo dejar de cultivarlas. Es cuando las preguntas de arriba se transforman en una sola: ¿como para qué tendríamos que seguir relacionados o vinculados a Fulana o Zutano?
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Ser vejete me ha permitido ver, con mirada serena, algunas actitudes en otros viejos dignas de evitar (o no). Debe haber cientos de esas actitudes -y la mayoría avalan la leyenda de ser “ideáticos”, necios, aferrados- pero para no pecar de excesivo diré sólo una de la cual me siento orgulloso: he logrado evitar caer en la tentación de anteponer mi condición de vejete como “patente de corso” para arrogarme el derecho de hacer, decir o actuar “como me dé la gana” sólo por ser viejo.
¿Cómo nos “ganamos” ese pueril derecho, quién nos lo dio?
Esa triste y pequeña arrogancia de expresar cosas “porque me da la gana” o “porque soy viejo” o “porque me lo merezco” y todas las variantes que gusten enumerar, suele entristecerme cuando la escucho en la boca de compañeros de viaje a quienes aprecio (o aprecié). Habrá quien defienda esos desplantes. Allá ellos (y ellas). Por fortuna, me he podido distanciar sin remordimientos de ciertos adultos en plenitud y no ha pasado nada.
En el inefable “antes”, solía reaccionar ante cualquier acto o ese tipo de despistes propios de la edad que acreditasen, ante los otros, la naturaleza anciana del infractor. Me refiero a una irrefrenable tendencia (de mi parte) a llamar a la cordura al desquiciado: “no seas necio, Matías, sé más tolerante, estás dando el viejazo”. Eso era antes, pero ya no. Ahora es diferente. ¿Por qué? Porque los aprendizajes son más rápidos y es preferible no perder el tiempo en discusiones tontas; mejor dar un capotazo a las actitudes desagradables y las personas que las encarnan.
Va una anécdota del año 1994. Me encontraba bajo el influjo de la lectura de El caballero inexistente de Italo Calvino. La novela trata de un personaje medieval llamado Agilulfo, dueño de una bella armadura blanca. Siempre alerta, dirigía batallas, analizaba las cosas de manera espléndida, cumplía todos los códigos de los caballeros medievales, resolvía lo más complejo. Era, para decirlo de manera filosófica, una pura voluntad de Ser. Una estructura metálica con puras certidumbres… pero dentro de la armadura no había nadie. Estaba vacía. ¡Joder! Entonces ¿qué carajos salía de esos fierros bien pulidos? Pues puras razones, soluciones, certezas. De todas las virtudes de ese caballero, llamó mi atención una: las razones. ¿De verdad era fundamental “tener la razón”? A ver, hállenle.
Ya no me ocuparé de otro personaje, Gurdulú, el escudero que Carlomagno le asigna a Agilulfo: “un hombre que existe, pero no sabe que está ahí”. ¡Qué cosas! Agilulfo Es, pero no existe; Gurdulú existe, pero no lo sabe.
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Mi interpretación de la novela de Calvino es, obvio, producto de mis filias y fobias, pero seamos sensatos: no es posible andar por la vida en el formato nihilista, anacoreta (o pretender pasar por ser un misteriosito mamón y provinciano) mandando a la verdolaga todo y desestimando las razones de manera absoluta (tienen su valor intrínseco). Cada quien tendrá su interpretación de la historia del caballero inexistente, pero como se trata de mi ego y mis desvaríos, les puedo confiar lo que me pregunté en 1994, en la Privada de Niños Héroes de la Colonia Chapultepec Sur donde vivía: ¿sirve de algo tener la razón?
Luego de leer la novela de Calvino seguí luchando por tenerla y muchas veces terminaban dándomela. Eso me hacía feliz. ¿Cuánto tiempo perdemos luchando por tener la razón? Más del necesario, pero es casi imposible no emprender esa lucha. En ello nos va la vida… y si no la vida, sí un ascenso, una posición, un aumento de sueldo, más prestigio, poder y podercito. No se puede ir contra natura ni contra la gramática de la vida en un entorno de individualismos trepidantes, capitalistas, consumistas, neoliberales o del tipo que quieran. La idea rectora de los años productivos es, en mayor o menor medida, ser los mejores, los únicos, los irrepetibles, trascender, que nos recuerden, dejar huella.
Con los años, uno termina por asumir con seriedad la finitud y la conveniencia de crear entornos sanos para transcurrir los años postreros, cuando la trascendencia no importa y el fin está “ahí, adelantito, dando vuelta a la esquina”. Cierto: a muchos les importa muchísimo el legado, la trascendencia y también -apuntémoslo- podemos morir en cualquier momento, pero cuando se llega a los sesenta, la posibilidad estadística de entregar los tenis es mayor y se incrementa conforme cumplimos diez años más. ¿No es cierto? Nos encanta evaluar y hacer cortes de caja existenciales al amparo del sistema métrico decimal. Por décadas.
Pero no desvariemos en exceso: en la tercera edad, el tiempo disponible es menos (genial descubrimiento) y es recomendable cultivar la idea aspiracional y fifí de vivir en circunstancias sanas, amables o todo lo sanas y amables que nos sea posible conseguir desde nuestro contexto. Es cuando eso de “tener la razón” deja de pesar. Cuando se asume que dentro de la armadura no hay algo, hay nada, puro vacío. Un ir “quedándonos solos” muy cotorro y natural.
En esa experiencia ineludible es cuando se piensa responsablemente -y por puros deseos de paz espiritual- en la conveniencia de seguir adelante con determinadas relaciones afectivas. Esas amistades que conforme pasaron los años fueron tornándose complicadas, sosas, aburridas y ya no hay ánimo para seguir lidiando con ellas. Así de sencillo. Vínculos que nos hacen volver a la pregunta fundacional: “¿cómo para qué quiero seguir manteniendo esa relación?”.
Este año, cuando ya me quedó clara mi condición de vejete en buena forma y además dichoso de la vida que llevo, también me enteré, por puras inferencias, injerencias y sospechas documentadas, de algo obvio pero que prefería ignorar: para algunas personas soy un ente insoportable, una auténtica pain in the ass, un humanoide, un reptil a quien algunos preferirán no volver a toparse en la vida… o al menos tratarlo con la menor frecuencia posible. Ese desdén de algunas personas se percibe en pequeños detalles en el trato, en la forma y en el fondo. No entraré en detalles.
Fue una pequeña sorpresa enterarme de ello. Sobre todo, porque solemos creernos muy simpáticos y requeridos, imprescindibles. Fui consciente de ello desde antes de llegar a la misma conclusión porque ya me resultaba sospechoso que Fulandraco dejara de aparecer en mi vida “como antes” o Zutana no aceptara salir a tomar un café siendo personas a quienes apreciaba reteharto (pero ellas a mí ya no).
Esa distancia respecto a mí no me había causado algún efecto colateral como para registrarlo en los anales personales de la infamia o la traición. En síntesis: cuando decidí poner distancia con algunas personas, ya había varios y varias que me habían obliterado, distanciado, cortado e ignorado y no había pasado nada. La vida siguió imperturbable para todos.
Le di vueltas al asunto por meses. Finalmente, de manera sencilla, discreta y educada, hice lo mismo: puse una distancia con las criaturas con quienes ya no me sentía cómodo. Al hacerlo y sentirme liberado emergió, como un iceberg, la mera verdad: hay entre cinco y siete personas para quienes dejamos de importar (y viceversa).
Saber mi condición de “insoportable” para otros tampoco me generó el menor interés por saber los motivos del enfriamiento y seguro a quienes puse en mi “Expediente de Obliterados” tampoco les importa saber los fundamentos argumentales para darlos de baja de mi aprecio. Es lo bueno del respeto porque, en resumidas cuentas, uno le importa muy poco a algunos otros… y algunos otros nos importan muy poco.
Han sido separaciones cordiales o algo mejor, sin peso. Distanciamientos que permiten el trato afable cuando el azar nos junta en diversos escenarios: en alguna plaza para darle de comer a las palomas, en algún concierto de rock de los setenta o en la fila para cobrar la Pensión del Bienestar. Soy de los desdichados que no cuentan con tarjeta para cobrar en los bancos la pensión bienhechora y debo hacer cola en la calle Abasolo cada dos meses. Eso, ahora, en 2024, me parece de lo más sano (me refiero a las separaciones amables; no a las filas bimestrales en la calle Abasolo).
Algunos se preguntarán, angustiados “pero… ¿qué pasó, por vida de Dios, por qué rompieron tan maravillosa amistad?”.
Pos muy fácil: de algunos años a la fecha, dejamos de estar conectados, de reírnos con los mismos chistes y de cantar las mismas canciones (por decirlo de alguna manera). Eso y el axioma de que hay formas de ser vejetes con las cuales uno no coincide y el tiempo por vivir no es mucho como para emplearlo en vínculos sin mucho sentido, coadyuvó de manera significativa a la toma de decisiones. No tenemos “la vida por delante” y es mejor pasarla con personas seleccionadas. Los distanciamientos (¡quién lo hubiera dicho!) son fuente de paz y para darle un sentido preciso a la decisión de poner “tierra de por medio” con algunos individuos e individuas, paso a contarles una anécdota.
No sé si alguien de quienes me están leyendo lo sabía, pero Jorge Edwards y Octavio Paz eran amiguitos del alma -¡uy, eran cercanísimos!- pero como la vida da muchas vueltas, un día se cayeron muy mal y rompieron la amistad, se regresaron los canicas, los balones y renegaron de los juramentos de ser amigos hasta la muerte.
A esos dos chicos les preguntaban de vez en vez si la posibilidad de limar asperezas y volver a ser amiguis era posible y no. Nunca ocurrió, pero a Jorge -diplomático, crítico literario y muy conocido- un día lo agarraron de buen humor y soltó una reflexión sobre su distanciamiento con Octavio que me parece bien importante. Es un comentario fino, con clase y lo traigo a colación porque se ajusta a lo que me inspiran algunas de las personas con quienes decidí poner distancias saludables.
¿Cuales finas y caballerosas palabras graznó Jorge? Apúntenlas porque les pueden servir: “La reconciliación es un arte refinado, pero la enemistad con afecto, con nostalgia, es un caso todavía más complejo”.
Así lo he experimentado con mis obliterados.
Foto superior: Zhanzat Mamytova