Con esta entrega damos por comenzada la segunda temporada de los municipalmente famosos Expedientes Vegetales que tan buena recepción tuvieron durante el 2024. Para algunos lectores, eso de andar ponderando le vejez y sus conjuntos se había convertido en una lata y ya no sabían si lo mío era coherencia, fidelidad a un estilo o simple repetición. De monotemático no me bajaban. Mi mesura me hacía rogarles algo sensato: “procura no leer esos Expedientes, Rodrigo, no es necesario molestarse por cosas tan baladíes”.
Pero bueno, estas entregas se hacen para quienes gustan de leerlas y a ellas me debo.
Paso a contarles y me pondré en modo histórico: el 22 de noviembre de 2023 acudí a las oficinas del Banco de Bienestar para solicitar la reposición de mi tarjeta que se había tragado un cajero de BBVA (antes Bancomer). Por más que les imploré, supliqué y chillé a los empleados de ese banco, no hubo poder humano capaz de devolverme el preciado plástico. Por eso acudí a las oficinas mencionadas, allá en la Colonia del Empleado. Una atención excelente, un trato afable y unas respuestas excéntricas.
Tomaron nota de mi queja, me dieron un folio y antes de despedirme me informaron, muy chistositos, que “volviera en un año”. Por supuesto, solté la carcajada ante la simpática broma, pero el comedido empleado no esbozó ni una sonrisa protocolaria. No bromeaba: mi cita para saber qué pex con mi tarjeta vegetal del bienestar era en un año.
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Salí confundido, pero anoté en mi iPhone la cita para dentro de doce meses. Ante mi mirada en lontananza (desde la ventana de mi recámara es posible disfrutar miradas con dirección a lontananza, por si estaban con el pendiente)… desde ahí, les digo, vislumbré la próxima entrega de la pensión vegetal (enero del 2024) y debía estar listo, de buen ánimo ante mi porvenir de vejete sin tarjeta del bienestar y ajeno a la calendarización de cada apellido para formarse en la fila infame.
Pero a todo se acostumbra uno y ahora, cada dos meses reviso cuando le toca a la letra M y ahí me tienen, sin fallar, a partir de las seis y media de la mañana. Como pinche soldado en vela. Esa regla horaria y madrugadora apenas la rompí el pasado lunes porque me resultó imposible levantarme y llegué a la fila a las ocho de la madrugada. “Ya valí madres por huevón”, me dije con absoluta convicción.
De acuerdo con mis investigaciones y experiencias de campo, de enero a noviembre de 2024 aquello era una cosa de “no mames esto vale madres”. Uno se pasaba ahí aproximadamente cinco horas. Por fortuna, desde mi primera incursión en las filas del bienestar, siempre me llevo mi banquito plegable (que además funciona como bastón), un kit básico para un desayuno frugal y nutritivo (galletas de avena, yogurt de durazno, termo de café), cigarros, mi Kindle y una paciencia infinita.
Formarse en esa fila bimestral sin el equipo adecuado mencionado arriba, es la mejor manera de entender las tribulaciones desquiciadas de Vladimir y Estragón en su eterna espera de Godot o, si prefieren una alusión mexicana, podría decir que formarse en esa fila es el mejor entorno para pedirle -a quien pase por ahí- que no nos pregunte cómo pasa el tiempo.
Es un entorno ideal para pasarla bien o mal. Es decisión de cada quien si se la pasa encabronado a tranquilo. Yo opto por lo segundo y termino haciendo buenas migas con mis compañeritos vegetales. Hablamos de todo, pero sobre todo de achaques, de los hijos que no paran de criticar al vejete y su senil terquedad de ir a hacer fila cuando pueden evitarla.
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Al menos eso me dijo un señor que al final se hizo mi amigo coyuntural gracias a ciertas afinidades musicales que más tarde referiré: “mis hijos me tiran mucha carreta porque prefiero venir a desmañanarme en lugar de ir a City Banamex, pero pues yo les digo que me dejen en paz, que no se metan conmigo” -me dijo y me miró directamente a los ojos buscando una complicidad generacional que no tuve problema en confirmarle: “me pasa igual, se la pasan jodiéndome todo el santo día. Son unas lacras esos cabrones”. También se suele hablar de los nietos, de la soledad, del clima tan frío y lo difícil que está la vida.
En mi incursión del bienestar de enero, o sea, el pasado lunes, agarré amena charla con un señor que me habló de sus amores y de la rola que es el soundtrack de su vida. Cuando un músico ambulante pasó por ahí lo detuvo y sin penarlo mucho le preguntó si se sabía la de “Nadie es eterno” del inmortal Toño Aguilar y ¿qué creen? Sí se la sabía y la pidió no una, sino dos veces. Casi se ponía a chillar con la letra gemebunda de la canción.
Luego me dijo “a ver, don… don… ¿cómo se llama si no es mucha indiscreción?”. Le solté mi apelativo y ya en confianza continuó: “a ver don Raúl, sin pena, estamos en confianza, pida la que más le guste; yo invito” y pues ya encarrerado le pedí “Mundo raro” del buen José Alfredo y luego, para que amarrara bien, la de “Flores negras”, del cubano Sergio de Karlo -pero inmortalizada en la cristalina voz de Eydie Gormé. ¡Uta! Aquello se puso lírico.
Un grupo de vegetales (dos rábanos y un berro pachiche) coincidieron en su sintonía sentimental y pidieron “Una copa más” de Los Panchos. Aquello empezó a ponerse romántico. Sobre todo cuando un trío de muy maduras coliflores pidió “Mar y Cielo”, un bolero pleno de metáforas descaradas, sicalípticas e impudendas (checar en Google). Ese bolero lo cantaba (y muy bien) un grupo que sólo algunos gambusinos musicales son capaces de ubicar en la línea del tiempo. ¿A quién se le ocurre que un músico ambulante puede conocer a un trío chileno de los sesenta? Pues el músico que nos estaba haciendo la mañana menos helada se la sabía.
Se trataba de Los Hermanos Arriagada.
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¡Ah, qué chido nos la pasamos! Hasta el frío se puso ameno.
Cuando el destino nos alcanzó y separó con seis mil doscientos pesos en la bolsa nos despedimos con la certeza de no vernos nunca más.
Pero ¿qué me pasa? Me faltó contarles algo: cuando llevaba casi una hora sentado en mi banco plegable y leyendo absorto -lo que se llama absorto- en mi Kindle el libro de Leila Guerreiro, La llamada… por cierto una historia que, entre paréntesis se los diré: (es una muestra de periodismo narrativo o literario -lo que les parezca mejor- de lo más interesante. Una lectura que disfrutarán y padecerán por igual, sobre todo aquellas hortalizas que fueron jóvenes, bellos y poderosas en la década de los setenta y la mitad de los ochenta… pero no se me espanten, la trama es impecable y perturbadora para cualquier edad).
Pero bueno, volvamos al meollo del asunto vegetal. Les decía que luego de una hora de estar enajenado con Leila Guerreiro, decidí tomarme un break y me puse analítico. Estando en ese estado de gracia me percaté de algo inusitado: la fila avanzaba de manera veloz, rauda, vertiginosa. Mis registros históricos y probadamente empíricos daban fe de un dato incuestionable hasta noviembre de 2024: el avance promedio de esa inconmensurable fila bimestral, era de 23 metros por hora. O sea, la estancia promedio en esa serpiente humana era de casi cinco horas antes de recibir nuestra pensión vegetal del bienestar, pero en enero de este año (2025, o sea, ayer) aquello estaba de lo más movido.
Absorto en la lectura como estaba, no me había dado cuenta: en una hora estando ajeno al paso del tiempo ciudadano (el del lector es diferente) había avanzado la friolera de ¡¡¡cincuenta metros en la maldita fila!!! O sea, si la regla de tres seguía siendo fiable, en noventa minutos iba a salir con mi pensión completa… y así ocurrió.
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Ahora bien ¿a qué se debe ese incremento feliz y ajeno a los usos y costumbres mexicanos en materia de productividad? Pos sepa. Hasta sentí que estaba en una fila alemana, japonesa o coreana -dicen que son tan breves que se duda de su existencia.
Ahora van los datos duros. ¿Porque hay tanto vegetal en la fila? ¿Acaso todos son víctimas de un cajero ratero de tarjetas? Pues no. La mayoría trae su tarjeta, pero prefieren hacer fila porque sólo así pueden llevarse a casa su pensión completa. La experiencia en cajeros siempre está del nabo. Primero, no entregan el total de la pensión en una sola emisión; segundo, los bancos privados cobran comisión y, tercero, es muy común que se traguen las tarjetas.
Un amigo vegetal (Vicente G) está en tremendo follón, jaleo o desmadre desde el miércoles pasado. El banco de sus amores (BBVA) se la aplicó más feo: el cajero le contabilizó los cuatro mil pesos que se le permite retirar en una sola misión… pero no le dio nada de dinero. Hasta la fecha anda como chile en comal, pero todos lo confortan con el clásico “Dios proveerá”. Mi pronóstico es peor y ajeno a las divinidades, pero prefiero que llegue a sus propias conclusiones.
En este punto del texto, en donde se ha ponderado la productividad extraordinaria en la ciencia de hacer expeditas las filas, hay un rubro estancado, una diligencia burocrática perdida en la noche de los tiempos, en un bucle que sólo la física cuántica atina a explicar: en noviembre pasado fui a cumplir la cita a que me habían emplazado en 2023 y ¿qué creen? Pues sí: mi tarjeta sigue “en trámite”.
No somos nada, por Dios santo. No somos nada.
A ver, hállenle.