Es ese bar que está enfrente de Plaza La Huerta, junto a un banco, en el que venden alitas de pollo. Y cerveza. Sólo una vez había ido por iniciativa del joven Sergio; aunque en realidad, ahora que recuerdo, hubo otra vez en la que con el director de esta revista queríamos ver el Barcelona – Real Madrid de turno y, tras recorrer varios bares que estaban llenos, arribamos rayando las dos de la tarde sólo para constatar que ahí tampoco cabía nadie; pero, como el partido había empezado, permanecimos en la reja y miramos el primer tiempo de pie en una de las pantallas, desde afuera.
La tercera vez, este viernes, no se nos va a olvidar. Era cumpleaños de Ibeth y quería unas alitas. En específico de ese bar junto a un banco. Hallamos sitio frente a la reja; es decir, nuestra mesa daba al estacionamiento. Por motivos de la narración, es importante destacarlo. Serían poco menos de las once de la noche porque en las pantallas, en vez de un Madrid – Barcelona, transmitían el Tijuana – Atlas, que estaba por terminar. Ordenamos con un mesero; indicó que regresaría pero no lo hizo. Llamamos a otro más, y nada. El tercero era un señor de unos 65 años de edad que también dijo que volvería. Así pasaron unos veinte minutos. El partido había terminado y hablamos con una mesera de otra zona del bar, que enseguida nos tomó la orden. O habló Ibeth, mejor dicho.
Cuando llegamos, había tres mujeres jóvenes en la esquina de la izquierda, con un niño de unos siete años, que deambulaba de un lado para otro. Sólo me di cuenta que se habían ido cuando el mesero separó una de las mesas en las que estaban para que en una se sentara una pareja -ella estaba embarazada- y en la otra dos muchachos y una joven que, curiosamente, también estaba encinta. Por el espacio reducido que había dejado el señor de mandil negro y cabello entrecano, apenas si cabía él mismo.
Ibeth hablaba de que una compañera del inglés que había estado en Rusia dos años le había contado de ciertos casos de antropofagia en aquel país; también de la prostitución y de que un amigo suyo, un periodista que trabaja para la alcaldía de Pátzcuaro, le había dicho que jamás acudiría a lugares como la Plaza Carrillo o el Carmen para pagar por sexo, porque las mujeres eran entonces como mercancías. Le conté de un ensayo de Calasso en el que analizaba esa propensión del capitalismo a convertir a hombres y mujeres, pero sobre todo a las mujeres, en mercancía.
“Analiza un libro de Frank Wedekind, Mine-Haha, del que también hay una película”, creo haberle dicho. “Trata sobre cómo en un orfanato las niñas son recogidas desde que nacen en algunos casos y las educan hasta ser adolescentes, sólo para que al final sean elegidas como cortesanas por un grupo de nobles que las van a ver al teatro, cuando presentan alguna obra”. Me dijo Ibeth que el Joven Sergio acababa de escribirle para preguntar si aún estaríamos mucho tiempo en el bar. Había dejado en casa a su novia que, por un muy curioso azar, tiene casi el mismo nombre que su hermana; sólo que en un caso uno, de origen purépecha, significa “agua”, y en el otro, de etimología maya, “el lucero de la tarde”.
El ruido se escuchó de repente en el estacionamiento. Era como una matraca, una matraca metálica. Ibeth se me quedó viendo con fijeza. Otros comensales empezaron a mirar en esa dirección, hacia el estacionamiento. Se escucharon otros tantos golpes de esa matraca. Ahora todos, incluso los meseros, miraban hacia el estacionamiento. “Yo me voy hacia adentro”, dijo Ibeth. Tomé mi cerveza y corrí detrás de ella, que sin ningún problema había pasado a través del breve espacio que el mesero había dejado.
Veía como alrededor de nosotros la gente se levantaba de sus sillas y se tiraba bajo las mesas o iba hacia el baño, adonde Ibeth se dirigió. “Vamos a encerrarnos en el baño”, le gritó un muchacho de unos 20 años a una joven, que se mesaba los cabellos. La mesera que nos había atendido también estaba en ese pasillo. Se abrió la puerta del baño de hombres y no cabía nadie más. Entramos al de mujeres. Ibeth se metió al último y miraba la pantalla de su teléfono para ver si había alguna noticia. Afuera, las ráfagas de algo que parecía un arma automática o una metralleta seguían sonando. Le di un sorbo a mi cerveza, que había cuidado de no dejar. Vi el reloj, faltaban unos minutos para la medianoche. Ibeth salió y la seguí de nuevo porque en unos segundos el ruido se había esfumado.
Al baño entró una muchacha arrastrándose, con el rostro desencajado, casi al borde del llanto. Uno de los dos chicos de la mesa en la que estábamos se hallaba tirado en el piso, en el pasillo que lleva al baño. Tras la pared, en la sala interior del bar, todos estaban en la misma posición, algunos tapándose los oídos. Un señor rezaba. El gerente se acercó a algunos de ellos y les dijo que había sido el motor de un coche en el estacionamiento, que estaba descompuesto y lo arreglaban. Se fueron incorporando poco a poco y regresamos a nuestra mesa, donde las alitas, frías, tenían un sabor amargo. Ahí, en la segunda sala del bar, la de afuera, todos permanecían aún en el suelo.
Las patrullas -¡vaya sorpresa!-, llegaron en tres minutos y cercaron la zona, aunque algunas más, creo haber visto dos, se dirigieron rumbo a la Ciudad Universitaria. Todavía asustados, otros más riéndose, se acomodaron los comensales en sus mesas, algunos hablaban por teléfono, aunque al menos una tercera parte se fue. Con menos miedo, otros se daban el tiempo de que les pusieran sus alitas para llevar. Sobre sus mesas se veían las jarras y tarros y botellas abandonados, aún con líquido. Quedamos la mitad de los que estábamos. Le pedimos a los de la mesa contigua un cigarro y salimos. El chico de la camisa gris, que estaba tirado en el piso en el corredor del baño, también salió.
Era de Guanajuato y nos dijo que le parecía sorprendente que con el eco del bar y el estruendo del estacionamiento aquello hubiera parecido una balacera. Estaba acostumbrado a las detonaciones y no había ninguna diferencia en el sonido, según él, salvo el hecho de que si hubiera sido una ráfaga de metralla aquello habría acabado de inmediato y no se hubieran repetido las percusiones, una y otra vez. Era el heather de un auto en lugar de escape. En una ocasión, expuso, cuando iba llegando a Morelia, le tocó hallarse en medio de una refriega y los estallidos sonaban igual. Como las patrullas se estaban acercando, entramos al bar.
A las doce quince pusieron las mañanitas. Se habían retrasado unos minutos por la situación. Casi cuando concluían el Joven Sergio arribó. Le contamos los sucedido. No le referí nada de la coincidencia entre el nombre de su hermana y el de su novia, pero en términos generales le dije lo mismo que aquí se consigna. Nos increpó por no haberle escrito para comunicarle que era posible que una balacera se estuviese desarrollando a las afueras del bar, en cuyo caso no habría llegado. Felicitó a Ibeth y nos dijo que en las matanzas en Estados Unidos cuando a alguien se le ocurre abrir fuego contra un grupo de personas, a veces los asesinos van al baño y rematan a todos los que están ahí, encerrados, con lo que ahora sí se me terminaron de erizar los vellos.
El mesero nos preguntó si estábamos bien. No sabía aún que aquello había sido un coche. En Internet ya se hablaba de varias balaceras alrededor de la ciudad. Era curioso que los escapes de los coches mataran gente, señaló el Joven Sergio, así que dimos cuenta con rapidez de las cervezas que aún nos quedaban y nos fuimos. A la mañana siguiente, o sea hoy, me preguntó si no escribiría nada sobre lo ocurrido y, aunque no tenía la intención de hacer nada, aquí te dejo, Joven Sergio, este texto que pediste.