Guillermo del Toro ha tocado nuestro corazón de perro rabioso. Es como un sacerdote de un amor gordo que se despega el chicharrón de la playera cada vez que dice una frase guadarranchera. Guillermo del Toro estuvo en la ciudad de Morelia, donde ya estuvo un personaje que dijo que México estaba maldito por ser guadalupano —ya ni lo es tanto, ahí tienen a la Santa Muerte— que podría pronto tener el peluche de Guillermo del Toro con galleta de la suerte incluida como el del Papa Francisco en los puestos de periódicos a 150 pesos.
Por cierto, la última vez que vi a Guillermo del Toro, antes de Morelia, fue en el festival de cine de su tierra, hace dos años, cuando hablaba de la hecatombe y esas tragedias que estaban por venir —¿habrá sido el terremoto del 19 de septiembre en la Ciudad de México?—. En ese entonces no traía película y recuerdo que enloqueció a sus fanáticos, al grado de que él propuso una charla más, después de la que tuvo con el crítico de cine Leonardo García Tsao, ese Osorio Chong de la crítica de cine, y así fue.
El 9 de marzo de 2015 lo recordamos como el día Guillermo del Toro, pues el cineasta tapatío contestó cualquier cantidad de preguntas de un público devoto hasta que llegó la oscuridad a esa fría ciudad. En Morelia sucedió algo por el estilo. La locura por el “gordo maleducado”, como se llegó a definir él mismo, no paró y la generosidad del realizador fue absoluta y desbordante. El viernes 27 de octubre, siendo las cinco de la mañana, jóvenes millennials ya hacían fila afuera del Teatro Melchor Ocampo, y dos días antes hasta Béla Tarr corrió para sentarse en una butaca y ver el décimo filme de Memo.
La forma del agua es la historia de un amor cínico en aguas negras, que podría llamarse “La forma del desagüe” porque en esta historia la bella no es tan bella y la bestia no es tan bestia, es decir, que la bella tiene algo de bestia y la bestia tiene algo de bella, porque para Del Toro el enamoramiento se reconoce primero en las similitudes y luego en las diferencias. Y aunque su historia es de una mujer muda e invisible para la alta sociedad, porque limpia la mierda y los orines de los baños de laboratorios de científicos que realizan experimentos en los tiempos de la Guerra Fría en Estados Unidos, en el filme se ponen ciertos elementos que nos traen a la época actual, como es el cuestionar la masculinidad de estos días.
Queda claro que a la mujer de hoy le dan tedio las formas en que se veía “al marido mítico”: ese esposo/sponsor y macho mexicano/universal frente a un dios del amazonas que lo traen para que ese “marido mítico”/científico cabrón que no se lava las manos al mear y que amaestra a esa bella bestia azulosa tipo Avatar, de la que se enamora la chica muda.
El amor entre la bella no tan bella y la bestia no tan bestia es de otra manera a la de una mujer bienvestida en la cama y un hombre que sólo quiere escuchar sus chillidos. La comunicación entre bella no tan bella y la bestia no tan bestia es a partir del lenguaje de señas y de la mirada. Ahí están los amantes tocándose los dedos discretamente mientras ven la película, porque las manos reconocen el “mostro” del otro y viceversa.
Además, Del Toro dice que la solución para ser felices es pensar en el otro, porque cuando piensas en el otro estás satisfecho; afirma que el remedio para la soledad es mirarse en los ojos del otro, que es el cine. Y es que si algo tienen en común el amor y el cine es la mirada. Me parece que Guillermo del Toro nos presenta un filme donde hay una historia de la mirada, de su propia mirada después de diez versiones de su historia fílmica de “mostros” amorosos. En La forma del agua, la mujer se queda con la criatura, aunque pareciera que es al revés (¡Spoiler spolier spoiler!). Es que cine es más grande que tú y que yo. Ahí el amor.
A Del Toro le encantaría seguir conversando con la gente, autografiarles hasta la garra del pie izquierdo y comer tacos sudados toda la noche con jóvenes y viejos que lo persiguen por la ciudad, porque todo en su persona es voraz, porque él se acerca a la película como si fuera la última, porque sus días también son así, como el de cualquiera de nosotros. Él recuerda las palabras que le expresó Felipe Cazals de que lleva inhalando en nueve películas y en esta décima exhala, o algo así. Porque no todas sus películas le han gustado, pero de todas ha aprendido algo.
A Del Toro le interesa la oscuridad del amor, porque el amor es como un perro infernal en una alcantarilla. Ya alguien había dicho que una alcantarilla es un cínico y el amor en Del Toro es un “mostro» mexicano cínico porque “el amor por el mostro es el cine mexicano” cínico. Lo sublime y lo terrible es lo mexicano. El filme de Guillermo es de aquel mostro ilustrado que come caviar y otro día una concha con leche, porque todas sus películas de él son muy personales, y en ellas conviven el Frankenstein de Mary Shelley y el Pinocho de Carlo Collodi, ambas caras de la monstruosidad humana salpicadas con un poco de guacamole mexicano, con un toque de comicidad y de desgracia universal.
“El cineasta debe tener la fragilidad de un poeta y la resistencia de un boxeador”, expresó Del Toro en el teatro Melchor Ocampo ese viernes y lo mejor fue cuando una chica le preguntó al realizador de El espinazo del diablo, Mimic y otras: “Guillermo, ¿cómo va a ser el fin del mundo?” Sorprendido pero sonriente retomó las ideas de su abuela: “El fin del mundo, Memito, será ronco, lento y enfadoso”. Ahí las formas de desagüe de un gordo que es el primer cineasta mexicano en ganar en Venecia el León de Oro, y seguro será el primero que viajará a Marte. Amén.