El 12 de junio de cada año se conmemora el Día Mundial contra el Trabajo Infantil. La Organización Internacional del Trabajo estableció esta fecha desde el 2002 para crear conciencia sobre este problema que afecta a millones de niños en todo el mundo. Las primeras imágenes que vienen a la mente cuando pensamos en ello, son las de cientos de infantes laborando en fábricas insalubres o en campos de cultivo. Sin embargo, hay otras actividades como el trabajo infantil en publicidad, cine y televisión que debido a sus características particulares, suelen ocultar una serie de desajustes emocionales que aparecen años más tarde, cuando las jóvenes estrellas infantiles dejan de tener interés para los empresarios de la industria.
Shia LaBeouf es un claro ejemplo de lo anterior. Después de lograr cierta notoriedad con algunos papeles infantiles en series de televisión, logró hacer una transición exitosa al cine adolescente en grandes producciones de Hollywood. Justo por aquellos años sus problemas se hicieron más evidentes: un accidente mientras conducía ebrio, altercados con guardias de seguridad y peleas en bares. Aún faltaban las acusaciones de plagio que surgieron luego del lanzamiento del cortometraje Howard Cantour.com (2012). El plagio era tan evidente que el actor debió ofrecer disculpas públicas… las cuales también resultaron ser copiadas de un sitio de internet.
Como parte de un largo proceso de recuperación, LaBeouf comenzó a escribir un texto autobiográfico que con el tiempo se convertiría en el guion de Honey boy: Un niño encantador (Honey boy, 2019). Ya sin sospechas de plagio, es el primer largometraje de ficción que firma la cineasta y artista visual Alma Har’el. La película no habla directamente del trabajo infantil, es un tema que toca tangencialmente. Es el punto de partida para relatar la infancia tormentosa de una incipiente estrella juvenil, pero sobre todo, es una especie de catarsis para sanar las heridas que dejó una conflictiva relación entre padre e hijo.
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Está firmada por Har’el, pero el verdadero autor es Shia LaBeouf, quien cambia deliberadamente los nombres de los personajes. Sin embargo, en ningún momento pone en duda que se trata de una película sobre él y su padre. Desde la primera secuencia vemos a Otis, de apenas doce años, sufriendo al realizar una peligrosa escena de acción suspendido en un arnés. Mientras tanto, su padre coquetea despreocupadamente con una integrante de la producción. Retrato evidente de la negligencia parental solapada por una industria voraz.
La narrativa avanza y retrocede en el tiempo. Desde su encierro en una clínica de rehabilitación después de un accidente automovilístico, el joven Otis (Lucas Hedges), busca una justificación a su conducta. Rememora su infancia en el set de grabación y la vida monótona en un destartalado motel de Los Ángeles. Pero ante todo, surge la omnipresente figura del padre, un veterano de la guerra de Vietnam, adicto en recuperación, payaso de rodeo y cultivador de marihuana patrocinado (involuntariamente) por el Estado de California.
Resulta significativo que sea el propio LaBeouf quien interpreta a su padre, con quien había cortado comunicación siete años antes de lanzar esta película. Es una especie de terapia personal más que una denuncia sobre el estilo de vida de las estrellas infantiles.
Hace un tiempo que LaBeouf dejó o fue dejado por las por las grandes producciones de Hollywood. Ahora lo vemos en películas independientes como American Honey (2016) o actuando para directores polémicos como Lars von Trier. Su debut como guionista es menos estimulante de lo que debería, incluso se siente un tanto indulgente, pero es lo suficientemente introspectivo y valiente para tender la mano en señal de reconciliación con quien le hizo un enorme daño en el pasado.