Era de madrugada, estaba retrasado con unos ensayos de la escuela y el cansancio ya me derrotaba el cuello. En automático cerré la computadora y arrastré mis pies hasta la cocina en busca de algo que me espantara el sueño.
Tuve que resignarme a beber leche de soya que, a lo mucho, me asustó las papilas gustativas. Aún con la cabeza gacha me obligué a llegar al baño. Después de orinar miré mis ojeras en el espejo imaginando qué tanto colgarían para el final de semestre.
Cuando estuve de nuevo sentado al escritorio, comencé a buscar cualquier cosa para entretener mis dedos. No quería regresar a la computadora ni a los libros: los ojos se me cerrarían apenas les clavara una sola letra.
Vagabundo de atención, recordé que Daniel Malpica me había regalado un poema suyo algunas semanas antes en la Ciudad de México; un par de versos breves que leyó en cierto congreso –del que ahora poco recuerdo–, y los cuales, quise suponer, escribió a raíz de una plática que sostuvimos en Monterrey varios años antes. Esa anécdota es de lo más trivial: comíamos en un restaurant lujoso costeado los organizadores del aquel encuentro; mientras él construía un pajarillo de papel con una hoja que contenía algunas líneas suyas, yo le contaba que ya había soñado con un tipo que hacía papiroflexia con sus poemas, como él. Esa misma noche cagué dragones, culpa de las enchiladas de doscientos pesos, y mi cuerpo quedó tan vencido que no pude despedirme de Daniel, que salía muy temprano al día siguiente.
Busqué los folios en mi escritorio, estaban en la carpeta que desde entonces utilizo para los papeles pendientes de revisión. Empecé a leerlos, pero justo a mitad de la lectura surgieron estos versos:
No lo sé, Darío / hay personas que no conocemos hasta que nos las inventamos.
Sin terminar de leerlas, doblé las hojas y las metí de nuevo en la carpeta. Recordé entonces que aquella noche, luego de mi encuentro con Daniel en la Ciudad de México, y que me regalara el poema, había cenado en un puesto sobre Insurgentes. Al día siguiente, como es de suponerse, desperté con una diarrea tan hermosa que me sedujo a quedarme en cama con ella y a no asistir al cierre del congreso. Desde entonces no me he encontrado de nuevo con Daniel.
Abrí la computadora y regresé al ensayo en turno. El resto de la madrugada lo pasé viendo de reojo la carpeta, frente a mí, sin intención alguna de abrirla.
Aún ahora, bastantes años después, no he vuelto a leer el poema. De él he tenido pocas noticias, pero procuro seguir al tanto de lo que hace. Un amigo en común me dijo hace poco que Daniel por fin estaba materializando su libro perfecto: uno donde cada verso fuera un paso a seguir para plegar todas las hojas y armar la figura perfecta, inimaginable. No sé qué tan cierto sea, o si es siquiera posible, pero la verdad es que la idea me aterra demasiado: cuántas personas le faltarán por inventarse antes de llegar al punto o la instrucción final, cuántas ha desechado porque no le convence un poema; cuántas invenciones ha dejado a medias, inacabadas, imperfectas; qué tipo de invención soy yo.