El drama del hombre de ciencia. Inventores, de D. Granin
Conseguí el magnífico libro Inventores del ruso Daniel Granin en un bazar ambulante de la carrera Séptima en Bogotá, Colombia. Me costó la inverosímil cantidad de mil pesos colombianos, equivalentes a siete pesos mexicanos. Fue un verdadero hallazgo, porque estaba entre una multitud de libros francamente prescindibles: manuales de derecho, recetarios de cocina, textos vetustos de medicina, las famosas selecciones del Reader’s Digest. Jamás había leído (ni escuchado) nada de Daniel Granin. A decir verdad, del libro me llamó la atención la portada en la que se leía: “Ediciones en lenguas extranjeras. Moscú”. Recordé que tenía un libro de Máximo Gorki bajo ese sello editorial. Por eso lo compré.
Hace sólo un par de días que lo terminé de leer. Fue una lectura lenta, intermitente, sustancial. Lo primero que tengo que decir a propósito del libro es que pertenece a ese cúmulo de obras que sirvió de estímulo ideológico al régimen soviético, en los albores de la Guerra Fría, puesto que la novela fue escrita entre 1951 y 1954. Inventores es una apoteosis del progreso científico ruso. Un joven ingeniero llamado Andréi ingresa en una empresa generadora de electricidad que depende directamente del aparato estatal soviético. Su objetivo es crear un localizador de averías eléctricas en el laboratorio de la empresa. Pero Andréi es un hombre teórico; ha pasado su vida profesional en las aulas de la universidad. De hecho su propósito inicial era convertirse en un profesor universitario. Jamás ha tenido contacto con el fragor del trabajo en las instalaciones de una empresa de centrales eléctricas.
Ahí se topa con Víctor, uno de sus amigos universitarios, quien funge como uno de los altos directivos de la empresa. Víctor, a diferencia de Andréi, es un hombre enérgico, práctico, habituado al trato cotidiano con los operarios y a la revisión de los asuntos técnicos de la empresa. Con estos dos personajes, Granin inicia un leit motiv que va a atravesar toda la novela: la recurrente disputa entre la teoría y la práctica, una dialéctica que no pocas veces va a originar roces, chispas, enemistades.
En un diálogo intenso, Víctor le recrimina a Andréi: “¿qué somos nosotros? Caballos. Vosotros sois los jinetes. No te ofendas, amigo, pero así suele ocurrir. Estuve yo reuniendo materiales acerca de la regulación, se los di a unos para que los revisaran, y ellos, ni cortos ni perezosos, los incluyeron en un libro suyo, sin recordar siquiera mi nombre. Os gusta recoger la crema”.
Para materializar su invento -el localizador de fallas eléctricas- Andréi tendrá que enfrentarse a numerosas dificultades, entre ellas su carácter retraído e idealista que le impide una efectiva comunicación con sus subalternos. Otra de las dificultades tiene que ver con las constantes trabas burocráticas que le pone su propio amigo Víctor. Andréi, empero, es un científico apasionado.
En un episodio memorable lo oímos exclamar: “El hombre ha aprendido a ver en el interior de un lingote de acero y a estudiar en la flora de Marte. Con las ondas de radio explora la luna. Y esas puestas de sol y esos arroyuelos… ya suspiraba, mirándolos, el caballero medieval… ¿Qué es eso, resulta que ya no hay nada más allá? ¿Somos nosotros más pobres que él? ¿Según usted, la poesía ha quedado para los seres extraordinarios? ¡Nada de eso! Ahora hay mil veces más poesía. Precisamente aquí, en nuestro país soviético. Puedo admirar el riachuelo, pero encuentro más hermoso el río domado por mis camaradas”.
A la dialéctica inicial entre ciencia y poesía, teoría y práctica, vida política e individual se establece una síntesis admirable en los descubrimientos principales del joven inventor. A final de cuentas Andréi, el científico en ciernes, actúa como un poeta, como un artista a punto de culminar su obra.
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A su pathos científico se le opone, en el ámbito personal, una angustiante incapacidad para amar. Andréi, en una actitud a todas luces donjuanesca, prueba los frutos amargos de la soledad y la frustración al saltar de una relación a otra. En el camino hiere a muchas mujeres. Al pasear en un día de campo con Nina, una hermosa subalterna de la empresa, un pensamiento funesto se posa en su corazón: “La sombra de algo conocido y vivido cruzó en la mente de Andréi, haciéndole comparar el doloroso sentimiento de entonces con la tumultuosa agitación que ahora le dominaba. No, esto no era amor. Y le produjo amargura y tristeza pensar si llegaría a encontrar un verdadero amor”.
En suma, Inventores de Daniel Granin nos revela profusamente el drama del hombre de ciencia que, después de todo, no vive aislado de su entorno y se enfrenta a cada momento con ese torrente de emociones, pasiones, contingencias, sensualidades, sutilezas, exabruptos. Todo eso que llamamos vida.
Imagen de portada: Carlos Ebert/Flickr