ALGÚN DÍA MI GATO COMERÁ SANDÍA
Omar Arriaga Garcés
Todo mundo sabe que en un taxi puede ocurrir cualquier cosa, sea noche o día, sobre todo en el DF: allá asaltan, violan y matan de a gratis; pero, a su vez, gran número de taxistas, según las estadísticas, son muertos y asaltados por usuarios sin escrúpulos. A la fecha, no se ha comprobado si también se los ataca sexualmente (excepto por Arjona).
En realidad, lo peor que pueden hacer es malear el taxímetro. Mas en el imaginario popular se cree en su variante maligna, casi secreta: el taxista secuestrador, levantador y perpetrador de robos, parte de esa entidad informe distinguida por nuestras autoridades bajo el apelativo genérico de crimen organizado.
A veces ya no sé qué pensar de las anécdotas de señoras rozagantes que por falta de tiempo llaman al taxi cada mañana para que, con puntualidad inglesa, sus hijos lleguen a la primaria o, inclusive, al jardín de niños. Los hay que ni siquiera van por ellos a la salida, confiando en su taxista-niñera.
Al respecto, un chofer de Máquinas rojas afirmaba de su corporación ser cien por ciento segura y, aparte del servicio de parvulario andante, hacer las veces de ama de casa, yendo por las provisiones al mercado. “Si ya es muy tarde y no quieren salir, nos llaman y vamos por el vino, los hielos o lo que les haga falta”.
Taxistas-padrote: ese lo que haga falta iba en referencia al traslado de ciertas mujeres de la vida galante que, a altas horas de la noche, sólo gracias al esfuerzo de choferes comprometidos y responsables, arriban a sus inciertos y variables sitios de trabajo.
Conductores-publicista: una noche que hablaba con un chofer de Taxi Morelia sobre viajar a la ciudad de México sin mucho efectivo, éste me recomendó ir un miércoles a medianoche a San Francisco con un tal Omar (44-33-79-89-57), quien por la mitad de precio de lo que de ordinario cobra un autobús “te lleva al Defectuoso. Si aguantas los guajolotes”. Mas estos ejemplos adornan el lado amable del héroe taxístico.
En cambio, si el taxista-forajido no se te cierra mientras vas a pie o en otro auto, ni te evoca el diez de mayo, ya andará poniéndose de acuerdo para un secuestro exprés o un robo a casa-habitación (¡!).
Esto lo digo por la paranoia de mi madre, que cree que porque a una conocida le vaciaron la casa, sospechando de un grupo de taxistas cuya base está cerca, todos han de dedicarse a la rapacería y, quizá, hasta a la promoción del síndrome de Estocolmo, tal como Arjona en su Volkswagen del 68 zigzagueando en Reforma.
“¿Quién regula tanto taxi pirata que no puede rastrearse con certeza ni afirmarse a qué se dedica?”, dice ella. No obstante, como prueba de que donde sea se cuecen habas, baste recordar a aquel joven taxista ultimado (con una cuchillada del abdomen a la garganta de más de treinta centímetros) hace años en El paraíso, colonia contigua al Quinceo.
Y hay, sin embargo, quienes pese al peligro, aun a costa de su seguridad, han conferido una función más alta y noble a los taxis, volviéndolos cabalgadura quijotesca para recorrer los rincones más obscuros de la urbe en pos de una literatura sobre los que menos tienen o más jodidos estén (lo que hallaren antes): breviarios de sinuosa poesía hedionda, exótica antropología o resonante urbanidad turística; cuentitos novelados como los del árabe Khaled Al Khamissi.
Planeo rebautizar esta rama de la literatura portátil basada en el karma taxístico como literatura de paseo y, aun, re-inaugurar género tan insigne como proscrito que aún no da sus mejores frutos, para lo cual serán necesarios cinco docenas de poetas vallisoletanos dispuestos a narrar la vida.