No tomo tus palabras
simplemente como palabras.
Estoy alejado de eso.
Escucho
lo que te hace decirlas-
lo que ellas quieren ser-
escucho.
Shinkichi Takahashi
En la película Dreams, del gran cineasta japonés Akira Kurosawa, vemos a un forastero que llega a una aldea idílica y contempla con asombro la vida apacible que llevan sus habitantes. No hay luz eléctrica ni innovaciones tecnológicas de ningún tipo. A pesar de eso, la gente vive muy feliz. Los aldeanos confiesan: “No es deseable que la noche tenga tanta luz que no podamos contemplar las estrellas”.
Al final de su camino, el forastero se encuentra con un anciano que repara un viejo molino de agua. Conversan largamente. Cada una de las palabras del anciano tiene un significado profundo para el corazón del viajero. Le revela el lenguaje secreto de la naturaleza, le revela la importancia de las palabras, sin las que el ser humano no podría comprender el universo. También le revela la inutilidad de los avances tecnológicos y científicos, que vuelven a las personas más egoístas e infelices.
A la luz de nuestra época, la crítica de Akira Kurosawa nos resulta exagerada. Es imposible retornar a los tiempos en que las personas carecían de luz eléctrica y no tenían automóviles, fábricas, rascacielos, aparatos mecánicos o computadoras. En todo caso, sería un retroceso innecesario, pues el ser humano ha logrado sus descubrimientos a base de grandes esfuerzos. Pero tal vez el problema no deba plantearse así. Quizás la pregunta deba formularse de la siguiente manera: ¿En qué medida los avances tecnológicos y científicos nos han vuelto más felices? ¿En qué sentido han permitido la comunicación y el entendimiento entre los hombres y las mujeres?
Pensémoslo detenidamente. No hay la menor duda de que los descubrimientos de la ciencia y la tecnología constituyen el gran orgullo del hombre contemporáneo. Orgullo injustificado si consideramos el daño irreparable que hemos causado a la naturaleza, por la que vivimos, por la que respiramos. Si tenemos en cuenta la lucha encarnizada de las naciones por lanzar al mercado productos sofisticados. Si, finalmente, reparamos en la crisis paulatina de los valores espirituales, más concretamente, la decadencia del verdadero sentido de la comunicación humana. Y he aquí que he aterrizado en el punto más importante de mi reflexión: ¿de qué forma la tecnología puede llegar a deformar el acto de comunicarnos con nuestros semejantes?
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Náufragos en islas imaginarias, virtuales. Un adolescente pasa más horas frente a la computadora –navegando en redes sociales- que con sus amigos y familiares. Un niño pensativo se asoma por la ventana de su automóvil con los audífonos puestos, sordo al ruido del mundo, sordo a las palabras de sus acompañantes. Es una gran paradoja: entre más posibilidades tenemos a la mano para comunicarnos, menos lo hacemos. O no lo hacemos en el verdadero sentido que supone la comunicación humana: acceder al otro corazón por medio de palabras, gestos, silencios… Traspasar los muros imaginarios que nos hemos impuesto a lo largo del tiempo.
Porque a veces acceder a la interioridad de otro ser humano es mucho más complejo que viajar a la luna o emprender los viajes más remotos.
“El retorno tranquilo a donde ya nos encontramos es infinitamente más difícil que los apresurados viajes hacia allá donde aún no estamos”, anotó el filósofo alemán Martin Heidegger. El acto de comunicarnos con las personas que nos rodean (nuestros padres, nuestros hermanos, nuestros amigos) es mucho más enriquecedor y humano que los viajes virtuales que emprendemos frente a la computadora.
No quiero decir con esto que los avances de la telefonía celular o del internet no resulten útiles para la humanidad. Lo son cuando los utilizamos con moderación, con inteligencia, con sensatez. Cuando nuestra actividad cotidiana no depende absolutamente de ellos, cuando no se apropian de nuestra voluntad. Cosa parecida puede decirse de los otros inventos tecnológicos: utilizados ciegamente vuelven más infeliz al ser humano, como lo afirmó el anciano de la película de Kurosawa; pero cuando se utilizan con moderación pueden beneficiar en cierto grado a la humanidad. La virtud consiste en saber guardar el equilibrio. Algo que la mayoría de los técnicos y científicos no han entendido.
“Cada ser humano encarna un misterio, un enigma indescifrable”, escribió el poeta mexicano Octavio Paz. Cada individuo es un conjunto de constelaciones y abismos que no conocemos en su totalidad. De ahí la importancia de la palabra, la palabra viva, la palabra que dice viento, crepúsculo, horizonte, amanecer, la palabra que lo congrega todo y a su vez, milagrosamente, nos permite acceder al infinito de los otros corazones. Un infinito que no podemos abarcar de una sola mirada. Por eso es importante prestar oídos y escuchar atentamente las palabras del otro, ya que nos está comunicando sus sentimientos, dudas, perplejidades, tristezas y anhelos.
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Mario Benedetti escribió un pequeño libro de poemas titulado Las soledades de Babel (el título de mi artículo es una paráfrasis de su obra). En este nostálgico libro, el autor lamenta que los seres humanos se hayan encerrado en su propia torre de marfil y permanezcan ajenos los unos a los otros. Los ve caminar por las avenidas de las grandes ciudades sin levantar los ojos al cielo, ciegos al mundo, ensimismados, como tristes estatuas errantes e impenetrables. Islas desiertas en medio de la nada. Sin embargo, al final del libro Mario Benedetti deposita sus esperanzas en la poesía. ¿Por qué la poesía? Porque ella expresa la necesidad apremiante de comunicar todo lo que nos oprime, lo que en la vida cotidiana solamente balbuceamos, el infinito que quiere florecer en palabras hacia el exterior.
Frente al vertiginoso avance de la ciencia y la tecnología, ¿no sería más deseable un regreso a lo que es verdaderamente importante, a la comunión con la naturaleza, a la unión con los otros seres humanos a través del arte? Pienso que sólo así será posible un verdadero entendimiento entre las naciones.