Por Sofía Cortez y César Arceo
La magia y el encantamiento son tan vetustos como quienes los ostentan. En la larga tradición de la hechicería desfilan nigromantes, adivinos, magos, brujos, vates y augures. La fascinación y el respeto que engendran estos personajes son diametralmente opuestos al miedo y al rechazo que despierta su versión femenina. El arraigo misógino mina toda manifestación cultural. El universo de la brujería no está exento.
A pesar de encontrar algunas excepciones como la Befana en el folclore italiano (que deriva de la epifanía cristiana, convirtiéndola en un mero guiño ecuménico) o la contemporánea reivindicación comercial, la figura de la bruja aún representa la persecución femenina. Ya sea cabalgando sobre el lomo de la escoba, anciana experta en herbolaria, joven introvertida que descubre sus poderes en la humillación, seductora y devoradora de almas frágiles o promiscua a merced de la concupiscencia, la bruja ostenta el rechazo al proyecto de la normalidad, de la norma, de los buenos modales, de las buenas conciencias, de los buenos cuerpos.
La brujería surge como reflejo de cualquier gesto o guiño que eluda lo “normal” y “lo femenino”. La mujer, propiedad de su respectivo masculino (padre, esposo, hermano, empleador), debe seguir y obedecer un papel predeterminado. Si se aleja de la función que le fue conferida, se distancia de la cultura, de la razón y se adentra en terreno sobrenatural. La paradoja condenatoria consiste en que la totalidad de las acciones femeninas son causa de recelo y sospecha: la belleza, la fealdad, la viudez, la inteligencia, la voluntad, la fuerza… Los gestos que atentan contra su sujeción son signos de la libertad, fruto prohibido.
La bruja es la mujer que, contra todas las reglas, posee una pizca de libertad. Ahí reside su poder y su condena. La pequeña y peligrosa posesión deforma su existencia y realidad. Conforme hace uso de su voluntad, se introduce en el recinto de lo sobrenatural. Es capaz de transformar, de eludir el orden o curso natural de las cosas. Conquista la naturaleza, está más allá de ella, encima de ella: la sobrevuela en su escoba (anunció fálico de un ser fantástico que concentra todos los opuestos). Rompe la causalidad y afecta la distancia; entre la causa y el efecto (relación básica para los simples mortales), la bruja siembra el hechizo; dueña de la telekinesia, domina no sólo los aires, sino el poder de las pócimas y el alma de los incautos. Sin embargo, su libertad tiene un precio que debe pagar en alma y cuerpo. El Levítico (20, 22) anuncia su destino: «…morirán sin remisión…”. En la Comedia, Dante las condena al infierno (XX): «…ve las tristes […] adivinas que usaron hierbas…». Por otra parte, el destino del cuerpo que, según Inocencio VIII «…decidió entregarse carnalmente a los diablos íncubos y súcubos…» requiere de oportunos medios para su corrección, encarcelación y castigo. La hoguera y la horca son los pebeteros del mal augurio, la ortopedia final para quienes Lutero llamó “las putas del diablo”.
Sprenger y Kramer (a quienes el Papa Inocencio VIII les confiere la tarea de perseguir a las brujas) estimaron como bendición que el sexo masculino estuviera protegido de la infección por herejía. En cambio, las mujeres, contaminadas por la concupiscencia carnal insaciable, no: impiden la concepción de otras mujeres (estimada como la principal tarea femenina), incapacitan a los hombres a realizar el acto, eliminan miembros viriles (acaso los concentran en el fálico transporte de la escoba), transforman a personas en bestias, matan fetos en el seno de la madre y ofrecen los infantes al diablo. Los crímenes que se les imputan a las brujas, insignificantes o demoníacos, son aderezados con una carga emotiva y sentimental. El resultado: la condena debe ser tan terrible como la supuesta falta cometida. La justicia, como consecuencia, se convierte en espectáculo. Más de una contradicción se asoma en estos gestos. La persecución y caza de brujas a manos de religiosos pone en evidencia la inversión de principios y roles: la lapidación, el ahorcamiento, la pira y el linchamiento se asemejan a la crucifixión de Cristo.
La maldad, el pecado, el error, la crueldad, la depravación están en el otro. La bruja, lo femenino, representa la otredad. En una cultura prominentemente heteronormativa, la mujer personifica lo opuesto. Se contrapone, física y mentalmente, a lo masculino. Incapaz de raciocinio y controlada por sus impulsos y pasiones, hace que el hombre se aleje de la razón y la cultura. En su otredad reside su verdadera falta.
Detrás del sentimentalismo y la emotividad en los argumentos de los juicios a las brujas, se esconde un miedo mayor. Tras el deseo de velar por el orden y los inocentes (como asumía, de acuerdo a su cargo, Inocencio VIII) se disimula el miedo a perder el ejercicio del poder. El poder como el verdadero estandarte de la masculinidad. El añejo miedo a la mujer es sólo una expresión más del temor que experimenta quien se resiste abandonar el poder, a perder el control. Una muestra franca de la maldad con la que aparentemente muchos hemos sido hechizados. Quizás, el encantamiento de la bruja no es más que el intento por despojarse del yugo impuesto, de reclamar su libertad.
Imagen: beanpumpkin/ Flickr
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