Me extraña. Y cualquiera diría: no debería extrañarte. Arturo Ripstein (Ciudad de México, 1943) ha vuelto varias veces a ese lugar mítico, conjunto de escaleras que se derrumban y que atestiguan la supervivencia de los citadinos, crisol carnavalesco que recibe lo que la ciudad deja como basura, que desde el ignominioso Chavo del 8 existe como un lugar que parece solo existir en las pantallas: la vecindad.
Tampoco debería extrañarme que los diálogos quasi-teatrales de Paz Alicia Garciadiego (guionista/esposa de Ripstein) puedan tener gotas de sabiduría mezcladas con gotas de somnolencia. No debería extrañarme que Ripstein vuelva a utilizar espejos y que en algún momento la acción se desarrolle fuera de cuadro, pero aún en el cuadro gracias a sus espejos rancios. Tampoco debería extrañar los temas que aborda el cineasta, si en una rueda de prensa una periodista le preguntó por qué sus películas carecían siempre de esperanza y Ripstein respondió: ¿pues en qué país crees que vives?
Esa amargura, bien cimentada, se ha extendido a lo largo de su cinematografía, por lo que no debería de extrañar. Y sí, extraña que vuelva hacer lo mismo, aunque perfeccionado.
Si bien Ripstein y Garciadiego regresan a la vecindad y al blanco y negro (maravillosa fotografía de Alejandro Cantú), la película se desenvuelve en alto contraste, aunque no solo fotográfico: una gran puesta en cámara que se descompensa con una anquilosada dirección de actores; un registro preciso de los histriones que se descompensa con el pobre (en ocasiones pinche) diseño sonoro, que a su vez contrasta con una gran ambientación espacial y una precisa dirección de arte.
La calle de la amargura contrasta el desarrollo de la película con los créditos finales: drama con final de comedia. Alto contraste de los citadinos jodidos que parecen hablar como pueblerinos. Contrasta que todos los personajes están llenos de palabras sabias, refranes y reflexiones. Y así… y así. Empero, la historia, fabulosa en su drama y construcción de personajes, cuenta la versión apropiada de aquella nota roja del 2009, cuando los famosos luchadores La Parkita y Espectrito Jr. fueron encontrados sin vida en un hotel de la delegación Cuauhtémoc del Distrito Federal.
Ripstein cuenta la vida y muerte de estos enanos desde un muy mexicano y genuino acercamiento. No son los enanos de Herzog (También los enanos empezaron pequeños, 1970); tampoco son los personajes de Fellini que se escaparon de algún circo o los ‘freaks’ que retrató con tanta ansiedad Tod Browning. En Ripstein, los enanos son luchadores guadalupanos, devotos de su madre antes que de la virgen, padres de familia que religiosamente golpean a sus mujeres y jamás se quitarán las máscaras.
En La calle de la amargura, la lista de personajes tiene folklor y drama en un mismo cuerpo: un señor travesti, una niña de secundaria calenturienta, una madre inválida, una ‘madrota’ escondida en un callejón, los luchadores de estatura normal que bulean psicológicamente a los enanos, las esposas de estos, los hijos y así… y así.
La calle de la amargura pareciera querer resumir el México que ya conocemos, pero no acaba de salir de la ciudad. De lo que pareciera sugerir la película, uno puede concluir que Ripstein y Garciadiego creen que los mexicanos debemos hundir la nariz en la miseria. Así, el universo sigue siendo el mismo, solo se ha mudado de vecindad a una todavía más jodida.