Escribo estas líneas en un impulso, entusiasmado y al mismo tiempo inquieto. Desde hace meses discuto y sostengo diferencias con la escritura como si fuera la pareja que se ama, pero nomás no encuentra el equilibrio.
Adoro escribir y creo es lo único que sé hacer medianamente bien. No sé arreglar la llave del agua, ni cambiar una llanta, mucho menos resolver la descompostura de un aparato eléctrico. Si trabajara en un banco ya me habrían despedido por dar billetes extra, hacer sumas equivocadas o condonar deudas. Como agente de ventas fracasé porque jamás vendí nada, y la vez que pedí trabajo de cargador de bultos de cemento, la secretaria me miró de arriba abajo. Escéptica, dijo que se comunicaría conmigo en un tono burlesco. Jamás lo hizo.
Escribo, leo y enseño, a eso me dedico y no se engañen. Soy feliz, pero la escritura ha entrado en un periodo de rebeldía en el cual ha dejado de atender a mis necesidades creativas. Ahora soy yo quien responde a ella y francamente no sé si eso sea una bendición o maldición. He probado de todo inspirado en algunos escritores que admiro.
Como Amélie Nothomb, intenté despertar de madrugada y acompañarme de un té o un café para escribir. Si lo logré un día fue mucho, los demás desperté modorro e instintivamente apagaba la alarma del celular para volver a dormir. También procuré -como Murakami, Xavier Velasco y Vargas Llosa, entre seguro, otros- concebir la escritura como un oficio y producción. Es decir, escribir cierto número de páginas al día sin importar estas fueran terribles o tuvieran coherencia entre sí. Ya después se editarían. Concebirme como un manufacturero de palabras sirvió apenas; al cabo de un breve lapso, la empresa quebró.
He probado la edificación del espacio ideal: el sofá, la mesa, la silla ergonómica. También con música de fondo (jazz, blues, letanías, cantos gregorianos, clásica y hasta playlist de nombres ridículos con sonidos de bosque y el mar que en lugar de relajarme me estresan). Escribo con pluma fuente, estilógrafo, máquina de escribir, computadora, en libreta Moleskine, en hoja blanca, amarilla… Y si la escritura no quiere, ni una palabra brota.
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Advertencia: No se dejen engañar
Por el contrario, ha tenido la manía de seducirme en los momentos menos oportunos: mientras trabajo, cuando estoy a punto de dormir o en medio de la resolución de pendientes que pagan las cuentas. El negarme es castigo: semanas sin hilar oraciones y postergación de proyectos, así que mando todo al carajo para cumplir sus caprichos y, confieso, disfruto hacerlo. Porque en ese momento nada más importa, a la chingada la hoja en blanco y el espacio, una servilleta sirve y escribo así vaya en el transporte público en hora pico. De esos lapsos salen cosas dignas. Allí es cuando digo: ah, cuánto te amo, pinche escritura.
Existen momentos de serenidad en los que conversamos y se sincera conmigo. Pide fidelidad. No más escribir con las pestañas de la computadora abierta, no más levantar la pluma para atender un mensaje en el teléfono o mirar alguna notificación en las redes sociales. ¿Es que acaso el cirujano aleja el bisturí del cuerpo intervenido para atender una nimiedad?
En absoluto, porque su labor es vital. ¿Exagera la escritura? No lo creo, porque escribir me ha salvado. ¿Cuántas veces dejar palabra tras palabra desanudó congojas y penas? Lo testifican los diarios escritos desde hace años que revelarán algún día pasiones profundas, rutinas, ideas banales, fantasías y hasta listas de mercado. ¿Qué pasaría conmigo si terminara de una vez por todas mi relación con ella? Seguramente sería el mismo, el tipo torpe incapaz de funcionar en lo práctico, sólo que sin el fuego interior que le hacía ver el mundo un poco más apetecible.
Imagen superior: Flickr/Hyacinth50