Por Ulises Fonseca*
– Señora, tiene que regresar esta pieza, a ver dígame ¿cuánto tiempo ha estado con usted?, y además ¡la ha tenido dentro de una bolsa! Aunque, mire, si me la entrega en este momento podrá permanecer tranquila, pues no levantaré infracción alguna.
La señora lanzó a mis ojos una mirada inquieta, como si en la licuadora que ahora toca ansiosa estuviese mezclando miedo, ira y duda. Aun así, sentí que su deseo era volver, como si nada, a la normalidad, a la monotonía de lanzar tortillas al comal y partir milanesa; yo, por mi parte, anhelaba largarme de ahí con la pieza, también como si nada ocurriera.
Habíamos ido a desayunar al puesto de la señora poco antes del mediodía. Llegué por mediación del pinche Calderón, un hombre cuya garganta nos arrastró desde la tarde sabatina hasta la mañana del domingo; además, en su casa. Para entonces, sentíamos que nuestros cuerpos decadentes lo gritaban: necesitaban tacos repletos de salsa.
Para responder a ese llamado, caminamos por la sinuosidad de las calles quedas y pardas de la colonia Valle Verde. Nos recibió un local con paredes manchadas de grasa y adornado por un calendario religioso, sillas cuarteadas, tres refrigeradores y un mantel de colores eléctricos, donde se prometían buenos sabores. No era para menos, de ahí emergían aromas de carne guisada y tortillas recién hechas, entregadas al mundo por las manos de una señora y una mujer joven.
Por fortuna había poca gente y eso implicó una espera breve. Pedimos, platicamos, comimos, reímos, repetimos y fue tanta nuestra alegría que el pinche Calderón incluyó a la señora dentro de la conversación.
-Doña, para que éste muchacho se la cure bien tráigale su salsa más picosa, a usted que le gusta tanto usar el chile.
– Agárrenme confianza hijo y hasta se los doy en cajones-, respondió ella.
Estalló la risa, sobre todo del pinche Calderón; me sorprendió la confianza que tuvo aquella señora delgada para responder de esa forma y quise conocer su nombre: Xóchitl, una mujer que en ese momento no dudó en definirse como una persona que por lo regular es muy seria, a excepción de las ocasiones en que se topa con personas como el pinche Calderón, con quienes explota su gran conocimiento en el juego pícaro de palabras.
-Al rato va a dolerle la cabeza, hasta hundida la tiene, pero ahí tengo un té de ramo blanco que le va a gustar mucho licenciado-, continúo la señora escudada con una sonrisa maliciosa.
Yo no quise permanecer a la zaga y dije -ahh, ¿licenciado?, ¡nombre!, ese güey es nada más el pinche Calderón señora, no lo eleve.
– Uhhh ¿qué pues licenciado?, y eso que su invitado se mira más seriecito, ¿a qué se dedica, oiga?-, añadió la señora y el pinche Calderón tomó la palabra por mí, para responder que trabajo en el flamante Instituto Nacional de Historiografía y Arqueología, cosa que dijo de un modo tan efusivo que sentí como si en realidad estuviese presentando una atracción de circo.
Xóchitl abrió sus ya de por sí grandes ojos, con más sorpresa que interés y fue entonces que el pinche Calderón le sugirió traer la reliquia, para, como él dijo – que mi amigo la vea, podría decirle cosas interesantes sobre ella-.
La señora dudó un segundo, pero solicitó un momento de espera a fin de meterse a la casa y buscar esa reliquia. Apareció luego de pocos minutos, con una bolsa negra pegada a su delantal amarillento. De ahí extrajo cuatro figurillas y un collar, que me dejaron asombrado.
Sin que nadie lo pidiera, Xóchitl a relatar la historia de los objetos:
-Les he tenido desde hace varios años, fácil como unos quince, me las pasó mi esposo que en paz descanse; ps es que verá, allá cerca de Tolán, su familia le dejó un terrenito. Antes de venirnos para acá y con lo que juntó al andar en el gabacho, quiso fincar una casa; entonces, cuando empezaron a cavar se encontraron estas cosas.
Con aspavientos, cejas arqueadas y voz un tanto apresurada, Xóchitl rememoró que habían encontrado muchas otras piezas, las cuales fueron regaladas una a una entre los demás miembros de su familia.
-Este collar pensaba dárselo a mija, pero estoy enojada con ella porque un cabrón le encuevó la culebra, le aventó el guaje y la dejó panzona a la muy pendeja-, dijo eso con una severidad hiriente y voz en alto, aunque fue obvio que la joven de las tortillas era la aludida y escuchó el reclamo.
Para disipar el bochorno de esa disputa doméstica, tomé el collar y acaricié las rugosas cuentas con placer, al mismo tiempo que pregunté a la señora, de manera absurda, sí había investigado algo sobre ese pequeño tesoro mal guardado.
-Nada, nomás lo he tenido resguardado, a veces lo saco cuando mis sobrinos vienen de visita aquí a su casa, pero sí estoy al pendiente de que no vayan a quebrar nada esos guachitos- respondió.
Apenas le presté atención, pues tenía mayor interés por observar el color desgastado, e incluso imaginé como debió mirarse cuando sus tonos brillantes adornaron el cuello de alguna lejana princesa, ahora borrada en el polvo.
– ¿Cómo ves, canas? -, preguntó el pinche Calderón y le respondí con una sonrisa malévola que entendió al instante. Volteé hacia la señora para lanzar la ponzoña:
-Usted, pues, ¿no ha pensado en vender esto verdad?
– ¡¿Qué?!, ¡pues no señor!, ha de ser ilegal- respondió sorprendida.
-En efecto lo es, porque esto pertenece a la nación, tuvo que ir a reportarlo al instituto para que se le diera el resguardo y catalogación adecuada.
– (…)
– Temo que tendré que llevármelo.
– Ay no mame cabrón, ¡¿cómo por qué?!, eso es mío, ¿quién es usted?, podrá sentirse más que uno por tener estudios, pero ¿sabe qué?, ¡esta igual de prieto y jodido!- respondió Xóchitl molesta.
– Pues, aunque tenga cara de nopal, sí vengo del instituto, aquí está la identificación, no me puede alegar o de lo contrario estará cometiendo un delito federal, señora.
Luego la “regañé” por el modo tan burdo en que guardó las piezas, también por su indolencia para no acercarse al instituto, ubicado en pleno centro de ciudad Valle Olivo y por su inconsciencia del patrimonio nacional, reprimendas que intercalé con la insinuación de las consecuencias que podrían surgir de no entregar las piezas.
–Si no pregúntele aquí al licenciado Rodrigo Calderón- rematé.
Entre murmullos ininteligibles y la mirada triste de su hija, Xóchitl nos entregó las figurillas. Luego pagamos el almuerzo.
Caminamos de vuelta hacia la casa del pinche Calderón, con el sol ascendente a cuestas. Cuando llevábamos un buen tramo alejados, él no pudo contener su emoción y con la voz ronca de quien ya sufre la cruda me dijo -¡no mames!, ¡que chido!, le voy hablar al Matt para avisarle de que hay nuevos peces, ese güey pelos de elote se va poner bien contento. Llévatelas con cuidado-.
Llegamos a la casa, convertida para entonces en una cueva maloliente a cerveza rezagada y cigarros acumulados; pedí un taxi y nos despedimos.
Entonces, mientras el taxi serpentea por calles en mal estado, aprieto la bolsa negra a mi cuerpo. Pienso que me convertí en arqueólogo por otras razones, pero la culpabilidad siempre se desvanece cuando recibo el dinero, como con mis primeros 20 mil dólares. Acaricio la bolsa.
*Guadalajara Jalisco, 1987. Periodista cultural, primero en La Jornada Mich, luego en RedLab y Culturalia.
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