Por Jorge Leonardo
PRIMERA PARTE
Alguna vez leí casos de serendipia que cambiaron la historia del mundo. Descubrir cosas de valor por accidente es bastante común, Fleming no buscaba la penicilina, tampoco Colón quería descubrir una ruta para llegar al Nuevo Mundo. Yo no buscaba la colección de pornografía que mi hermano almacenaba dentro de un buró.
Pero la serendipia requiere de un gran esfuerzo mental para comprender que se está ante un descubrimiento importante, y a diferencia de los demás casos, eso no lo sabía. Saqué el disco de un estuche negro. Era un DVD que tenía rotulado la leyenda “008”, imaginé sería la secuela de James Bond, en ese tiempo la ingenuidad de un niño que apenas está por cambiarle la voz era lo destacable.
No se trataba de una secuela, ni una precuela, ni siquiera una parodia. No había opciones de menú, solo play, ni idioma ni subtítulos, únicamente una flecha que apuntaba a la izquierda. La presioné e inició una especie de entrevista a una chica de blusa negra, con antifaz dorado que solo dejaba ver sus ojos clarísimos con pupilas oscuras y pestañas prominentes, el contraste perfecto que hubiera vuelto loco a Modigliani. Un personaje que no salía a cuadro dijo: “Por fin aceptaste, tus seguidores lo han estado pidiendo mucho, y bueno, por fin, aquí la tienen, ¿no? ¿Cómo te sientes?”.
La chica sonrió. No había visto una sonrisa así ni en las películas famosas, era una perfección imperfecta, una belleza sin simetría. No eran dientes blancos como perlas, ni alineados como en los comerciales de Colgate, eran dientes grandes, con el tono del papel que los editores escogen para los libros. Presté atención a los demás detalles: la chica tenía las piernas cruzadas, sentada en el borde de una cama con cobijas de la Feria de San Marcos.
Y disculpen si lo lejano del recuerdo modifica mi visión, pero hasta la decoración rústica de un motel centenario y barato parecía elegante tras de ella. Su cabello era rizado sin llegar a ser chino, solo rizado que no llegaba más allá de los hombros. Aun sentada, se advertía alta, muy alta.
Mis dientes empezaron a chocar entre sí, las manos se tornaron sudorosas y de mi cuerpo se apoderó un sismo.
“Me siento bien, ¿y tú? Ja, ja”, respondió la chica. En ese momento no podía criticar su respuesta, ahora sé que en las escenas pornográficas las intérpretes solo dicen lo que la gente quiere escuchar, se saltan construcciones sociales, una actriz profesional diría “me siento muy caliente” y se mordería el labio. Pero ella no era profesional. El antifaz fabricado para ocultar su identidad, paradójicamente, revelaba más información, por ejemplo, dejaba claro que no se dedicaba al porno, que quizá lo hizo por curiosidad, por dinero, por razones ajenas a mi entendimiento, aun ahora con 22 años.
“¿Y esa risa de nervios?”, insistió el entrevistador. “Es porque estoy nerviosa”, respondió ella y volvió a reír. Lo que vino después fue el acercamiento varonil. Un hombre, sin camisa y con abdomen definido, se aproximó a ella y comenzó a tocarle los senos. La musa no se resistió, pero tampoco se arrojó a la concupiscencia, solo se dejó llevar. El chico bajó levemente su blusa dejando al descubierto unos pechos medianos “¿qué copa serían?”, pensé. La chica no era voluminosa.
Su piel era morena, quizá el setenta por ciento de la población mexicana se veía así en ese tiempo, y sin embargo ella era única. Fui capaz de desplazar la mirada hacia su abdomen: ella no era apta para el porno que actualmente sucumbe ante los extremos geométricos. Cerca de su ombligo había un lunar. Parecía más una marca de nacimiento, un manchón apenas dos tonos más obscuro que su piel.
La mujer tomó el miembro de aquel hombre. El camarógrafo la siguió con enfoques picados, contrapicados… experimentando movimientos y secuencias con una cámara que no superaba los 30 cuadros por segundo ni los 720 pixeles.
Fue la primera erección que tuve frente a una porno, y tiempo después se convirtió en la primera erección que tuve frente a una fantasía, mientras que hoy se ha vuelto la primera erección que tengo frente a un recuerdo.
Esas fechas normalmente me parecen obscuras. Cualquiera que haya tenido una adicción a la pornografía recuerda los momentos cúspides de tal adicción como pegajosos sueños nublados.
Seré justo con los hechos, y no mentiré porque lo que hice no me avergüenza, hay quienes se enamoran de una mujer que trabaja en algún congal y prometen que algún día les darán una vida diferente, aunque implícitamente estén diciéndole que quieren adquirir derechos de propiedad sobre ellas, que se vuelva sus esclavas, una romántica exclusividad. No buscaba eso, no quería que ella dejara el porno. No. Yo quería estar cerca de ella, vestida o desnuda, solo podía imaginar su aroma, su piel rozando con la mía en una compactación de sudor.
Busqué más. Había videos de ella desnudándose o masturbándose, no volvió a salir otra escena de sexo, solo esa.
Tuve mi periodo de exploración en la pornografía, en el cual no ahondaré porque resulta irrelevante y totalmente común para un adolescente. No fue sino hasta que el encierro de la pandemia me sorprendió y los recuerdos me inundaron. Recordar esa bruma de un tiempo en el que no existían las redes sociales que hoy conocemos generaba en mí nostalgia.
Volví a buscarla.
Solo supe que se llamaba Julieta, y estaba perfectamente seguro de que ese no era su nombre real. ¿Sería por Romeo y Julieta? Busqué y rebusqué su nombre en la modalidad incógnita del navegador, pero había bastantes Julieta, y de ella solo me aparecieron los mismos videos que había visto en mi adolescencia, seguían perfectos. Agradecí a la web porque dichos videos permanecieran en algún sitio. Agradecí también que pudiera volver a oír sus gemidos, porque por alguna razón la voz de las personas es la primera que terminas por olvidar.
Tardé bastantes días buscando, pero un solo nombre no era suficiente, necesitaba saber más de ella. Busqué en la página de la productora de películas. Había una biblioteca de videos ordenados por alfabeto y nombre de actriz y actor. Tecleé la J y la encontré en la tercera pestaña: era ella, en una fotografía con excelente resolución, no tenía blusa, pero sí antifaz y minifalda. El lunar en su abdomen resultaba inconfundible. Entré a su hipervínculo, ahí encontré la misma compilación de videos, pero también una leyenda, una que no había leído antes:
Cuando ves a una chica con minifalda en la calle sabes que aceptará grabar una porno, y así fue. En menos de un mes ya estaba desnudando a Julieta y luego la follamos.
No me excité, sino que enfurecí. Era aberrante. Puede que sí la haya visto con minifalda en la calle, en el 2007 muchas mujeres utilizaban minifaldas de mezclilla para emular a las actrices de Hollywood. Pero de eso a aceptar coger de manera inmediata con un desconocido… era una mentira insultante.
Seguía sin saber algo más de ella, y la información obtenida resultaba inútil para los fines que yo perseguía. Parecía estar condenada a habitar únicamente en mis recuerdos más lejanos, y podrán pensar que era lo más sano, puede que lo fuera, pero de verdad necesitaba conocerla, no solo a la versión desnuda de su personaje. La quería sin máscaras.
Seguí navegando, con la esperanza de que algún pornófilo la conociera. No encontré respuestas, pero sí una convocatoria. Bueno, eran tres. La primera convocatoria era para actrices, o en realidad para mujeres que quisieran ser actrices. Por curiosidad leí la convocatoria, misma que pedía cuatro fotos y de acuerdo a si enseñaban su cara o no, así sería la remuneración económica. La segunda era para actores, ya fueran hombres o transexuales, con los requisitos longitudinales convencionales: 18 centímetros de pene.
Nunca me llamó la atención ser actor, entiendo las complicaciones que la profesión implica (o quizá sea un sesgo perceptivo por el hecho de que mi pene no llega a las magnitudes requeridas). La tercera convocatoria fue la que me dio un halo de esperanza en un túnel de pura oscuridad:
Ven al set y diviértete viviendo la experiencia de grabar una porno.
Me registré.
Imagen: Flickr/Isriya Paireepairit