Tres hombres beben tranquilamente en una cervecería sin que parezca que vaya a ocurrir nada interesante. Sin embargo, cuando dos de ellos sugieren dejar la calma y adentrarse en las fauces de Tijuana, algo muy oscuro estará por suceder, sobre todo si se cruzan con la Veinte, descrita como la cárcel más salvaje de la ciudad.
Por Poncho Herrera*
El arte sin raíces […] sobrevivir en el caos de una frontera movediza […] Las dos últimas décadas le pertenecieron. [a Rafael Saavedra]
Guillermo Fanadelli.
(Esto no es un homenaje, ni mucho menos, a Rafael Saavedra, es sólo una historia que bien pudo pasar en Tijuana, donde a él lo empezó a perseguir Dios. Que no es por ofender a nadie de quienes lo conocieron).
Desde aquella noche nunca volví a salir de copas con Tréllez y Bermerejo. Nunca más quise saber de ellos.
Fue un sábado como cualquier otro. Acabábamos de cobrar la semana y decidimos ir a tomar unas cervezas. Pasamos la tarde dando vueltas en la camioneta de Tréllez hasta que encontramos una pequeña cervecería a unas cuantas cuadras del hotel donde ellos se hospedaban.
La tarde era calurosa, pero mientras caía la noche, el aire se sentía frío. En la cervecería bromeamos, hablamos de la familia de cada uno, de los planes para cuando la obra terminara y nuestro contrato también, y brindábamos porque ojalá estuviéramos juntos o nos volviéramos a ver en un futuro. Nos conocíamos por el trabajo, recién apenas un par de meses atrás. Tréllez era de Chihuahua y Bermerejo de Culiacán.
Después de algunas cubetas, Bermerejo propuso ir a otro lado. Yo no tenía ganas de andar buscando fiesta y a Tréllez le pareció buena la idea. Les quise convencer de quedarnos ahí escuchando música tranquila y viendo pasar las muchachas que iba y venían entre la cervecería en la que estábamos y un bar de al lado.
—Dejaremos la camioneta en el hotel y tomamos un taxi —dijo Tréllez, a quien se le veía en los ojos un deseo infinito de ir a saciar sus ansias de alcohol, lujuria y desenfreno.
No recuerdo cómo fue que accedí. Minutos después ya estábamos los tres a bordo de un taxi libre con rumbo al centro de la ciudad.
En mi mente iba deduciendo cosas, cosas quizá absurdas. ¿Por qué Tréllez accedió a dejar la camioneta? ¡Oh! Estos cabrones quieren fiesta larga. Bermerejo siempre se anda quejando que el dinero no le alcanza ¿acaso el patrón le subió el sueldo y a mí no?, y cosas así. El taxista había tomado rumbo sin saber bien el lugar específico a donde nos dirigíamos (ni nosotros lo sabíamos). Cuando preguntó Tréllez, quiso averiguar si él podía darnos una recomendación. El chofer mencionó varios bares, aunque antes de eso nos preguntó de qué tipo de ambiente buscábamos.
—¿Qué tal se pone en la Coahuila? —preguntó con mucha curiosidad Bermerejo.
El taxista nos dio santo y seña del ambiente en esa zona. Nos advirtió e incluso nos dio consejos para pasar una noche agradable y sin peligro. Noté que Tréllez opinaba o preguntaba poco, siendo que también estaba emocionado cuando Bermerejo preguntó. No le tomé importancia, tal vez las cervezas le estaban dando el clásico sopor que sufre uno cuando hay una pausa prolongada entre una y otra cerveza.
—Lo que sí les digo, de verdad, es que no dejen que los lleven a la Veinte —dijo con tono serio el chofer, a quien ya tomábamos a esas alturas como amigo.
—¿Qué es la Veinte? —pregunté interesado y con preocupación.
—¡La cárcel más culera de Tijuana!
Nadie dijo nada durante unos segundos y el taxista siguió:
—De verdad, jóvenes. Si los llega a agarrar la policía por algo, aunque no sea verdad de lo que los acusen, denles lo que les pidan. La Veinte es la peor cárcel que te puedas imaginar. Está llena de deportados, drogadictos, tiradores, ex convictos, ¡cholos!, sí, de esos de la vieja guardia. Ahí, en la Veinte te matan por tus zapatos o nomás porque sí. Si te piden feria los polis, es mejor que caer ahí.
Los tres nos quedamos callados, espantados un poco por lo que nos dijo el chofer. Saqué mi pañuelo negro y me soné la nariz. Tenía necesidad, igual que Tréllez y Bermerejo, de tomar una cerveza. Después de unos minutos, el taxista nos dijo que ya estábamos en la Coahuila. Nos apeamos y aquel par de cabrones me pidieron que le pagara al amigable conductor el viaje. Al despabilarme un poco vi las luces de neón que a todo lo largo de esa calle brillaban como feria de pueblo; palmeras sobre un pequeño camellón con luces alrededor de su tronco que de manera espirálica ascendían y daban una sensación de alegría.
Llamativos anuncios sobre los marcos de las puertas de cada cantina, bar o lupanar que a lo largo de la calle en cada acera se abrían ante mis ojos como una interminable senda de pecado, fiesta y diversión. Mujeres vestidas y otras semidesnudas, unas de pie recargadas en teléfonos públicos o postes, otras a la entrada de los negocios y unas caminando al borde del filo de la banqueta husmeando entre los transeúntes, diciendo “Hola” a todo aquel que se atreviera a verla a la cara o a las nalgas las cuales iban contoneando con lujuria y con esmero y con deseo de que alguien les hiciera la pregunta que tanto deseaban y por la que estaban ahí, algunas por gusto, otras por necesidad, pero todas por deseo de ganar algunos pesos o dólares.
Nos encontrábamos afuera del Hong Kong, un bar con ostentosa fachada que simula oro y con luces que ciegan al verlas tan de cerca. Bermerejo sugirió entrar, Tréllez callado buscó mi aprobación con la mirada. Entramos y una mesera con rasgos orientales nos llevó hasta un rincón donde la variedad se veía bien, pero el espacio era incómodo con tanta gente que ahí había en esa zona. Pedimos una cerveza para cada uno y cuando nos llevaron la cuenta quise salir corriendo. Berberejo pagó otra ronda, estaba echando ojo a una mulata de buenas piernas que estaba sentada sola en un sofá. Cuando preguntó al mesero el precio por llevarle una copa se le acabó el deseo. Nuestro sueldo de soldadores no daba para estar ahí.
—Vamos a otro bar —dijo Tréllez.
Salimos de ahí. No me había percatado que al lado del Hong Kong hay una iglesia y al lado de ésta otro bar: La Adelita. Entramos a La Adelita, pero el ambiente era peor que el anterior. Mucha gente, poco espacio hasta para respirar. Nos quedamos ahí. El calor y el tumulto me provocaron sed. Pedí una ronda de cervezas y luego Tréllez con un poco de desgano invitó otra. Bermerejo rompió el miedo y fue a buscar a una bajita de ojos de color; parecía una niña al lado de aquel hombre alto de anchos hombros y cara curtida por el sol y el humo de la soldadura. Un mesero nos ofreció una mesa y aceptamos ir a ella con todo y que el mínimo consumo fuera una cubeta de cervezas. Bermerejo se llevó a la muchachita de ojos de color y Tréllez le pidió a una flaca sin chiste que se sentara con él. Las mujeres me ofrecieron llamar a una amiga para mí, pero haciendo cuentas y viendo que aún era temprano, desistí la cortesía y me dediqué a hacerla de chaperón. Aquí fue donde comenzó todo.
Tréllez se había levantado a orinar y Bermerejo bailaba con la de ojos de color en la pista. La flaca y yo platicábamos en la mesa y a mí me vencía el sueño. Estaba aburrido. Y estaba en una etapa que no me importaba hacer cuentas con mi dinero, pero no encontraba diversión ahí, más allá de conversar con Tréllez, Bermerejo y sus amigas, haciendo chistes o escuchando proezas de ellos que contaban para impresionar a las damas. De pronto en la pista se armó un alboroto. Me tuve que poner mis lentes para ver bien. No distinguía entre el humo y la poca luz que había en el local, pero los gritos de las mujeres cercanas a la pista me daban a entender que había bronca ahí.
De repente vi a Tréllez con una silla sobre su cabeza a punto de estrellarla sobre la cabeza de un tipo que, ahora sí, distinguí entre la bola, tenía del cuello a Bermerejo. Por un momento me quedé quieto por la impresión, después fue miedo, pero la flaca me gritó “Es tu amigo ¿No piensas defenderlo?” y aunque mi mente decía que no, mis pasos se encaminaron a la pista con una botella de cerveza en mi mano derecha. Justo después de romper la botella sobre la cabeza de Bermerejo, un guardia me detuvo por la espalda. Pataleé y fue en vano. Vi cómo Tréllez y Bermerejo eran golpeados por los parroquianos y luego cómo tres musculosos guardias de raza negra llegaban a poner orden en el bar. Yo también recibí candela de esos guardias.
Nos llevaron a los tres cerca de los baños. Sujetados con las manos por la espalda. Bermerejo sangraba por la frente a causa de mi botellazo y Tréllez tenía un ojo morado. Yo sentía dolor en partes de la espalda y en la cara; aunque no sentía que sangraba, eso sí, la nariz la sentía dormida. Nos amenazaron con llamar a la policía. Ahí recordé las palabras del taxista. Tréllez llevó la voz cantante y les dijo que todo había sido un mal entendido, que no íbamos ahí a buscar pleitos. Bermerejo dio su versión y la muchacha de ojos de color llegó justo en el momento para asegurar que lo dicho por mis amigos era verdad. Los guardias le llamaron por su nombre y le hicieron prometer que nos calmaría. De mí no tuvieron alguna observación: Es tan pendejo que les pega a sus amigos. Me reí por compromiso, aunque en el fondo me sentí fatal. Nos sacaron del bar con la condición de que no volviéramos ahí por lo menos esa noche, de lo contrario nos darían otra golpiza y luego nos entregarían a la policía.
Afuera me sentí fatal. Sería la cerveza, lo cansado y los golpes, pero quería ir a descansar. Tréllez aún quiso seguir la fiesta.
—¡Vengan! Acá a la vuelta se pone mejor el ambiente.
Bermerejo lo siguió sin chistar; yo tenía sueño. Sentí sangre por la nariz. Saqué mi pañuelo y mientras me limpiaba la sangre los seguí. Llegamos a una esquina donde una vieja vendía cigarros; compré una cajetilla y me puse a fumar mientras Tréllez preguntaba a una dama ciertas referencias.
—Es por acá —dijo, y comenzó de nuevo a andar y lo seguimos sin preguntar nada.
Llegamos a un local, más bien un pasillo que servía de local. Tréllez pidió tres cervezas. Me extendió la mía y fue cuando noté que era un local de tatuajes.
—Vamos a hacernos un tatuaje —dijo—. Es parte de la fiesta en Tijuana.
Bermerejo no se atrevió al principio. Yo tampoco quise. Tréllez no quiso insistir, pero sugirió seguir tomando ahí. Llegó una mujer alta, morena, vestida de falda corta y con tatuajes en ambas pantorrillas y otro en su pierna derecha. Por el escote que lucía dejaba ver tinta en su espalda y por lo menos en uno de sus senos. Se sentó en las piernas de Tréllez y apenas hubo de hacerlo lo besó apasionadamente en la boca mientras el cabrón le sobaba las tetas y le masajeaba las piernas con la otra mano. El tatuador estaba terminando un trabajo a una mujer fea de piernas flacas y caderas anchas. La tenía recostada sobre un sillón y cuando la mujer se levantó pude notar sus dientes amarillos y su cara chupada y sus tetas secas. Parecía una piñata mal hecha. Tréllez saludó a lo lejos al tatuador con su cerveza, sin dejar de abrazar a la mujer de los tatuajes. Después de recibir la paga de la mujer que antes estaba en el sofá, el hombre le correspondió el saludo.
—¿Cómo va tu piel? —le preguntó.
—¡Mira! —contestó Tréllez mientras le mostraba el antebrazo.
El tatuador forjó un cigarro de mota y lo pasó a Bermerejo, que entonces ya platicaba con una mujer gorda con cabello teñido de rojo y vestida de cuero de una manera tan grotesca que daba asco. Bermerejo aceptó el carrujo y le dio unas caladas, luego se lo pasó a la gorda y ésta a la del vestido y ella me lo ofreció a mí. Ya estaba en una etapa que me importaba poco hacer cuentas, llegar tarde a casa o cuidar la compostura. Me sentía humillado por lo que había pasado en el Adelita, así que fumé de ese cigarro.
No sé cómo, pero recuerdo que Bermerejo se tatuó y me insistía para hacer lo mismo. No sé si las cervezas que llevaba, el coraje por lo que había pasado o la insistencia de mis amigos y tal vez el humo de mota en mi cabeza, pero el caso es que de pronto me vi con el antebrazo izquierdo puesto como lienzo para el tatuador. Le pedí un timón, por el recuerdo que tenía de mi abuelo paterno quien fue marinero, según me contó mi abuela.
Las mañanas en Tijuana son húmedas, pero cálidas, al menos en esos días en lo que pasó esto. Salí avergonzado, con sueño, cansado, con la cara adolorida y con mucho coraje por lo que pasó ahí. En la calle se arremolinaban invisiblemente olores que se agolpaban en mi nariz, haciendo confuso definir o apreciar cada uno; lo mismo era marihuana que olor a carne asada; lo mismo cerveza que perfume de mujer de aroma escandaloso, lo mismo a cantina que hotdogs, o que a piedra quemada o a humedad rancia.
No sé qué era más grande, si mi vergüenza o mi enojo con Tréllez y Bermerejo; sobre todo con Tréllez.
Después de tatuarnos los tres en ese local de mala muerte, decidimos seguir la fiesta con Roger, el tatuador y las dos mujeres que encontramos en su local. Nos fuimos al Valentina, donde una de ellas había trabajado y tenía conectes para conseguir algo para la mente y además podía conseguir permiso para consumirlo ahí mismo, soltando algo para los perros. Pedí un whiskey mientras ellos seguían tomando cerveza. Estaba mareado, no sabía si por las tantas cervezas, por la marihuana o por el tatuaje. Me ofrecieron un bote con piedra y ya suelto de mis moralidades le di unos grandes jalones que me quitaron el dolor de la nariz y la presión que sentía en mis sienes. Me decidí a pedir una botella. Ellos se drogaban y yo tranquilo fui a buscar a una morena, bajita de labios hinchaditos y caderas hermosas. Bailé un par de piezas con ella, era un tipo swing, y me sentía Vicent bailando con Mia, la vieja de Wallace. Tal vez era algo más parecido a lo que imaginaba porque luego, la Mia no quiso ya bailar y vi cómo un cabrón la abofeteaba en la entrada del baño de mujeres.
Tréllez se burló de mí y Bermerejo no hacía otra cosa que lamerle y morderle las tetas a la gorda. Roger había desaparecido con una gringa que de gringa sólo tenía el tinte. El humo era tan denso en el Valentina que sentíamos que flotábamos ahí adentro; no tardó en llegar un mesero con una mulata de casi dos metros de altura ofreciéndomela para que siguiera en ambiente: ¡Vamos, aquí todos cogen!, me dijo mientras me servía en mi vaso más whiskey. No sabía si sentar a la mulata en mis piernas o bien sentarme yo en las suyas cuando vi que Roger llegaba a la mesa agitado y con su pelo largo todo alborotado. Cogió su cajetilla de cigarros que había dejado en la mesa, los de yerbabuena, mientras gritaba
—¡Valió verga! —y ordenaba— ¡Vámonos de aquí!
Todo se empezó a hacer y ser confusión porque empezaron a correr las putas, los meseros, lo dealers, los parroquianos y hasta los de seguridad. Por la puerta que da a los privados entraban policías armados de toletes, escudos y algunos con pistola en mano gritando que nadie se moviera. Era inútil. La puerta principal también estaba copada por los policías.
Adentro del Valentina se hizo un caos. Unos corrían como cucarachas de un lado a otro, otros eran valientes y se liaban a golpes con los uniformados, otros buscábamos dónde protegernos de este desorden mientras oteábamos rogando a Dios encontrar una salida digna para este alboroto y el dj no paraba la música, o tal vez ya estaba fuera corriendo como rata. De afuera llegaba el ruido de las sirenas y yo escondido detrás de la silla donde me quise sentar en la mulata miraba cómo iban sacando a las putas, a los dealers, a los meseros, a punta de golpes. Por fin vi una esperanza al fondo, era el camino por donde Roger había venido corriendo, ya estaba descuidada esa salida. Me cuidé de que nadie volteara a ver hacia donde estaba y decidí de una carrera rápida salir de ahí. Mala idea, no conté con los síntomas de la borrachera que aún tenía y que sólo en mi mente esteban disimulados por la droga: tropecé con la pata de la primera mesa en mi camino. Vino un policía y me tomó con sus brazos sobre mi cuerpo inerte en el piso. Cuando me levantó quise defenderme, trataba de darle cabezazos, pero se hacía hacia atrás y no acertaba ninguno.
—¡Ya te cargó la chingada! —me decía mientras me alzó en peso y me condujo hasta la puerta del Valentina.
Arriba de la patrulla me golpearon otros dos policías. Me pusieron unas esposas las cuales cruzaron por un tubo que había en el asiento a todo su largo. Un agente que estaba en la banqueta dijo: “A la Veinte”, y ahí fue cuando sentí miedo. Y ahí fue cuando quise llorar. ¡No! ¡A la Veinte no! Grité, ya no sé si adentro de mi ser o a los policías. ¡No, no, no! La camioneta avanzó rápido por la Coahuila y se alejó del centro entre esa oscuridad que huele a mañana. Yo iba espantando. No iba a durar ni una hora dentro de esa cárcel. “Tranquilo, tranquilo”, me decía en voz interna. “Hemos estado en peores… ¡No, no es cierto!, pero podemos salir de aquí”.
Arriba en la caja de la camioneta iban otras siete o diez personas, todas de aspecto caballeroso. “¡Pobres!”, decía, pero luego también pensaba que como iban tan tranquilos ya sabían a dónde iban, pero yo no. Fue cuando me vino el pañuelo a la mente. Me lo pondría al llegar a la Veinte en la cabeza a manera de cholo y hablaría como ellos; tenía semanas en Tijuana y había escuchado a más de uno en la obra, además quedaban en mi cabeza un nítido recuerdo de Sangre por Sangre y podía imitar el acento de Miklo. ¡Sí! Estaba el plan hecho. Sólo llegando haría eso y con suerte no tendría problemas; pero había un asunto, sólo tenía la nariz inflamada, así que tenía que verme más malo y poder contar que me puse a los golpes con uno o dos o tres polis a la vez.
Así no habría duda de que era bravo: ningún policía aceptaría mi versión, por no quedar mal entre ellos y esa sería mi coartada para salir bien librado de la Veinte, porque bien es cierto que Tréllez y Bermerejo no me harían esquina ahí adentro y ni se las pediría. Para mi fortuna iba sentado, detrás de la cabina de la patrulla. Comencé a golpear mi cabeza en la cabina. Fuerte, cada vez más fuerte. Sentí sangre en mi parpado derecho y luego un dolor grande en mi frente y un hilito que bien supe que era sangre. ¡Sí! Lo estaba haciendo bien. El conductor notó mis golpes y me amenazó con mímicas a través del vidrío de la cabina. No me importaba, yo me seguí golpeando. El policía copiloto también empezó a reprochar mi actitud por la ventanilla. Los mandé a la mierda.
—¡Párate! —escuché que le dijo el copiloto al conductor—. ¡Voy a calmar a este puto!
—¡Sí…! —no terminó su amenaza el conductor cuando soltó un grito y volanteó bruscamente. Justo en una curva en bajada se distrajo y cuando miró al frente de la patrulla, otro vehículo estaba en frente de él.
La patrulla choca contra una guarnición y sale por un voladero sin voltear, avanza unos metros y todos atrás dábamos saltos sin salir de la caja mientras las esposas nos mantenían asidos a los asientos. Era la muerte, decía yo. De pronto la camioneta golpeó una roca que estaba en su camino cuesta abajo en el talud y volcó. Mis esposas se rompieron de la cadena y salí volado. Al golpear el terreno mi cuerpo dio un salto. Sentí que me regresaba la vida. Desperté convulsionando en el piso de la Adelita. Tréllez, Bermerejo y un par de damas se burlaban de mí a lo lejos. Un mesero me extendió la mano para levantarme. Aturdido, me acomodé las ropas y mis gafas, y quise salir corriendo de ahí, pero todo era confuso. No ubicaba bien a bien dónde estaba. Poco a poco mis oídos se llenaron de música y mi sentido de orientación volvió a mí. Tréllez me miraba riéndose mientras me quería dar una palmada en el brazo.
—¿Qué pedo contigo? —me dijo.
—¡Chiga tu madre! —le dije.
—Andas peleando con el sofá y con el piso desde hace rato —dijo una de las damas mientras soltaba una carcajada.
—¡Sí! —corroboró Bermerejo—. Te caíste de sofá hace rato y te pusiste tu pañuelo en la frente mientras gritabas “¡A la veinte no, a la Veinte no!
Antes de salir corriendo de ahí me explicaron que me quisieron contener, que la mulata me levantó en peso y me puso en el sofá cuando me desmayé. Luego empecé a delirar. Vi las mesas, no era El Valentina, era El Adelita. Les mencioné a Roger y no me supieron decir nada de él. La gorda tampoco estaba y ya no quise preguntar. Era mucha mi vergüenza, era mucho mi coraje que salí de ahí. Todavía en la puerta me alcanzó Bermerejo, me tomó por los brazos, me gritó que me calmara y vi que no tenía ninguna herida ni rastro de nada en su frente.
—¿Y el botellazo? —le pregunté.
Se me quedó viendo contrariado, pero más estaba yo. ¡No tenía ningún golpe en su cabeza! Me solté de él y salí corriendo. Después, cansado, caminé a prisa, no recordaba para dónde era la base de las calafias que iban para mi colonia, pero no quise voltear a atrás.
Las mañanas en Tijuana son húmedas, pero cálidas, al menos en esos días en lo que pasó esto. Salí del xxxx avergonzado, con sueño, cansado, con la cara adolorida y con mucho coraje por lo que pasó ahí. En la calle se arremolinaban invisiblemente olores que se agolpaban en mi nariz haciendo confuso definir o apreciar cada uno; lo mismo era marihuana que olor a carne asada; lo mismo cerveza que perfume de mujer de aroma escandaloso, lo mismo a cantina que hotdogs, o que a piedra quemada o a humedad rancia.
Esto habría pensado antes de llegar el Valentina, pero ahora no sabía ni dónde había estado, sólo que regresaba a mi casa humillado por ese par de cabrones.
Compré cigarros en una esquina a una vieja y deambulé un cuarto de hora. El cierzo leve del amanecer traía consigo una temblorina de remordimiento, una cruda moral disfrazada de enojo. Muchos caminábamos como muertos, algunos con una botella en la mano, otros con un plato desechable con tacos o una hamburguesa. Otros andaban pidiendo un dólar; allá por el arco el mariachi seguía tocando a gringos o asiáticos desmañanados. Otros fumaban piedra con algunas putas en las esquinas, allá unos taxistas cobraban por el halcón, otros gordos y malolientes desayunaba cerveza en la terraza a nivel de calle de cualquier bar que bien pueden ser dueños o amigos de los dueños, otros siguen convenciendo a la dama del teléfono y le alargan un billete de 20 bolas mientras dicen que es lo único que traen “Pero será con los tres”, le decían los muy cabrones.
Tijuana apesta a fiesta, droga, prostitución, narco, a Rafa Saavedra, a los Tucanes, a béisbol, a gringos lujuriosos, mariachi, a swing, a blues, hotdogs, a anciana con canasta de dulces y cigarros, a tinta china, cerveza, a perfume barato, a dólares, a frontera, a perdición, a aventura, a calafia, a tacos crudos, a altar de infierno, a garita para cielo, a mar sucio y a Coahuila con resaca de la noche anterior.
Por fin llegué a la base. Tardé dos unidades en salir del centro. Arriba íbamos puro amanecido. El cansancio de todos se hizo uno y nos contagiamos el sueño. Algunos llevaban en su rostro la marca de una noche alegre, otros, tristeza, pero en todos se sentía las ganas de volver ahí el próximo fin. Incluso yo tenía esa idea muy en el fondo de mi enojo con aquel par de cabrones. Claro que me gustaría volver, pero ahora solo. Al pasar la Río me quedé dormido. Mis ojos de vez en vez intentaban abrirse, pero era más mi cansancio, Sólo intentaba en cada abrir de ojos referenciar por dónde iba y cuánto faltaba para llegar a mi parada. Un enfrenón me despertó una cuadra antes de mi destino. Pagué y bajé sintiendo mareos aún. Al bajar me arremangué la camisa, me tallé los ojos y mientras en mi cabeza me decía ¡qué noche!, y quería reírme de mi sueño en el Adelita, mis ojos notaron algo en mi antebrazo izquierdo: ¡Un hermoso timón de madera tatuado!
Llegué a casa. Vomité y me vi en el espejo del baño. Reflejé en él el tatuaje de mi antebrazo. Era real o al menos eso era lo que se veía en el espejo. Hice mis maletas y después de darme un baño me fui al aeropuerto y compré boleto a cualquier ciudad que tuviera asiento libre. Quería salir de Tijuana. Quería olvidarme de esa noche en la Coahuila. Quería alejarme de ese par de cabrones: Tréllez y Bermerejo. Quería olvidar ese Coahuilón.
*Nació en Morelia en diciembre del 81. Es ingeniero civil y canario de corazón. Cuando está sobrio le da por escribir, por eso no lo hace con frecuencia.