Por Omar Arriaga Garcés
Cuando acababa de ver Media noche en Paris, la nueva producción de Woody Allen ahora en cartelera, el juego planteado por el realizador estadunidense que vive en Europa hace ya varios año me pareció fresco, vívido, de un carácter maravilloso, si bien, no se trata exactamente de una propuesta novedosa.
Ambientado à la Charles Dickens, el film explora las posibilidades del embrujamiento fantástico, no de casas como en los cuentos de Kipling o las películas de Guillermo del Toro, ni de pueblos, como en Pedro Paramo; no, es todo Paris, una ciudad habitada hasta el hartazgo, la que parece haber caído presa de un hechizo poético cuyo único destinatario es Gil, alter ego de Allen interpretado por Owen Wilson.
Gil, un acomodado guionista hollywoodense a punto de casarse, pero no muy satisfecho con su trabajo (ni con su relación, como más tarde descubrirá), preferiría abrirse paso en la literatura, escribiendo novelas, por ejemplo. Y qué mejor lugar en el mundo para encontrar la inspiración que ésa que habitaron Scott Fitzgerald, Ernest Hemingway, Gertrude Stein, T. S. Elliot o figuras de la talla de Amedeo Modigliani, Luis Buñuel, Salvador Dalí, Pablo Picasso, Toulouse-Lautrec, Degas o Renoir.
Es más, si uno contara con los medios suficientes y de verdad quisiera iniciar una carrera literaria, por qué hacer caso a ese cliché de Luna amarga, la película de Roman Polanski, donde uno de los personajes expresa que Henry Miller se acabó Paris hace mucho; antes bien, aludiendo a Enrique Vila-Matas, Paris no se acaba nunca; porque el pasado, lo dice Woody Allen por boca del protagonista de Media noche, está aquí, aún es presente. ¿Por qué entonces no mudarse a Paris, quedarse definitivamente, quemar las naves?
Sonadas las doce en el reloj, un auto saldrá de la obscuridad, se detendrá en medio de la calle en la que estás perdido y te invitará a subir… y “todo puede pasar, todo es posible y probable. Tiempo y lugar no existen; en una base insignificante de realidad la imaginación hila, tejiendo nuevos modelos; una mezcla de recuerdos, experiencias, asociaciones libres, incongruencias e improvisaciones”, dice Sueño, obra de August Strindberg con cuyas palabras termina otra película, no de Allen sino de Ingmar Bergman.
Apenas terminada Media noche en Paris me puse a ver Fanny y Alexander y el efecto benigno de la primera cinta se tornó en música de cámara frente a una monstruosa sinfonía llena de encantamientos, como las de Shostakovich: una excelente película de Woody Allen, con su sello característico, altamente recomendable; una colosal obra de Ingmar Bergman, su último filme, que rebasa por intensidad y reduce al onanismo otros trabajos que uno pudiera considerar hasta el momento estimables o decentes. ¡Y sólo cuesta 50 pesos en Mix up!