Por Raúl Mejía
No es un asunto especialmente cautivador, pero muchas veces pienso en el tamaño del estómago de las cucarachas.
Iniciar un texto hablando de algo desagradable exige una amplia explicación un marco de referencia. ¿Acaso el confinamiento al que estamos sometidos está afectando el temple de algunas frágiles voluntades como la de quien esto les escribe? Puede ser. “Mas sin embargo”, ya va siendo la hora de asumir que no sólo nos hemos convertido en entusiastas enviadores de artículos, memes y verdades incuestionables a nuestros amigos a través de Whatsapp -o seguidores de guías científico/espirituales como Paty Navidad. No, amigos y amigas, algunos incluso somos observadores de mundos eternos habitados por pequeñas criaturas a quienes desdeñamos.
Uno de esos mundos es el de las cucarachas. Esos horripilantes insectos que conviven con nosotros, nos siguen aterrorizando y generando taquicardias de alto riesgo -sobre todo cuando vuelan. La eternidad tiene forma de cucaracha, es mejor resignarnos. Los milenios pasan, las eras geológicas se suceden, nosotros dejaremos de existir y esos bichos seguirán ahí, indiferentes a nuestra ausencia planetaria. Estudios serios lo demuestran: esos pequeños monstruos no sienten nostalgia por los dinosaurios, por ejemplo.
La pandemia en donde estamos inmersos opera y afecta de diferentes maneras a la humanidad. A mí me ha convertido en un ser higiénico y fanático de la limpieza hogareña. Ofrezco pruebas: mi consumo de Cloralex, por ejemplo, se ha incrementado en un 90.56% en lo que va del año, pero los pisos de mi casa están purificados o, como se dice ahora, “sanitizados” hasta la náusea. El consumo de Pato Purific sufrió un incremento del 98%; el de fibras para lavar trastes 59.01% y el inefable Axión Lava Trastes ronda el 70%. Es cierto que pude devenir en otro tipo de maniático baquetón y ponerme a aprender plomería, ser una mejor persona o ver menos series en Netflix, pero la Covid me convirtió en un lustroso y brillante militante de los cuerpos de paz y de la limpieza hogareña.
Soy antiséptico pues.
Por eso el tema de hoy son las cucarachas.
Hace unos días estaba acá, bien tranquilo, sin molestar a nadie, enfrascado en un libro muy recomendable (La tiranía del mérito, de Michael Sandel) cuando un haz de luz sobre la superficie aledaña a la estufa reluciente iluminó unas moronitas de pan -en algunas regiones del país suelen decir “boronitas”. Reproché mi indolencia antiséptica y con una Toalla Yes me acerqué a los residuos. No eran muchos residuos, pero sí los suficientes como para pensar en el estómago de las cucarachas. ¿Cuántos pedacitos de pan pueden saciar a un ejemplar de los blatoleos -nombre oficial de las cucas- antes de que diga “ya me llené”? Especularé: no más de tres cuando se trata de las pequeñas y quizás diez cuando se trata de esos ejemplares robustos y eventualmente voladores.
Sí. También en mi casa hay cucarachas. Parece increíble ¿verdá? Pocas, pero bien golosas.
En algunas casas o negocios he visto esos horrendos insectos en tallas intimidadoras y pienso en su estómago. Ahí radica mi obsesión por la limpieza de la cocina. Sobre todo de la cocina porque basta la mitad de un bolillo dejado en algún recóndito lugar para satisfacer los requerimientos alimenticios de una familia promedio de cucarachas durante una semana -digamos unos 129 “individuos”, incluyendo a los papás.
Imaginen ustedes la oferta alimenticia al dejar un plátano o la ingente cantidad de prótidos cuando se abandona la mitad de un taco de chorizo a su suerte junto a la licuadora. Aquello se convierte en una orgía de sabor. Si de administrar la abundancia se trata, esos bichos pueden estar seguros de una cosa: les sobrarán recursos y el mundo será de ellos.
Su exterminio, por lo tanto, es algo complicado. Esos animalejos son como el narcotráfico, la impuntualidad, la necedad: sólo podemos aspirar a un mínimo control en su capacidad expansiva.
Tal vez la única manera de lograrlo sea que algunos magnates rusos o chinos descubrieran que los insectos de marras son tan sabrosos y afrodisiacos como el buche de la totoaba. ¿Han escuchado de ese pez? La totoaba es un pececillo que llega a medir (si lo dejan) dos metros y vive hasta cincuenta años y todo transcurría plácidamente para la totoaba, los mexicanos y el mundo entero, pero un buen día de verano, a unos miles de pendejos con disfunción eréctil se les ocurrió que la vejiga natatoria (o buche) de ese pez era afrodisíaca y medicinal.
Una vez dada a conocer esa falacia y su promoción en el mercado global, el famoso pez entró en la calamitosa categoría de “a punto de extinguirse”. Mi modesta opinión es desalentadora: la extinción ya es un mero trámite burocrático. ¿Por qué digo tal cosa? Pos nomás chequen los datos duros: el kilo de ese buche anda alrededor de los 8 mil dólares en México; 16 mil en Estados Unidos y 60 mil en Asia.
Ustedes dirán si la totoaba seguirá en este mundo matraca.
Pero bueno, nosotros seguimos en el tema de las cucarachas y avanzamos: posicionar en el mercado global a esos blatoleos desataría la demanda universal de esos pequeños engendros del demonio. Estoy seguro que una vez estabilizado (al alza) el precio de las cucarachas -crujientes y al ajillo- se lograría no el exterminio deseado, sino algo más seductor: su regulación con fines de interés público y comercial, amén de un repunte en la tasa de nacimientos de la vaquita marina, otro animalito a punto de despedirse de este mundo.
Este simpático mamífero marino logró captar la atención y el amor del mismísimo Leonardo DiCaprio -algo que no lograron ni Naomi Campbell ni Helena Christensen, por cierto. El buen Leo incluso vino a México y le dijo a Peña Nieto -último representante del neoliberalismo azteca- que hiciera algo para salvar al pequeño cetáceo mexicano del cual, en el momento en que usted lee esta página, quedan quizás diez ejemplares.
Ese animalito sólo vive en el norte del golfo de California y -de acuerdo a fuentes dignas de todo crédito- lo más seguro es que terminemos conociéndolo en video y fotos porque los mexicanos somos perfectamente capaces de eliminarlo el año próximo.
Mientras eso se hace realidad (salvar a la totoaba o la vaquita marina) sigo combatiendo a los bichos marrones con el único fluido capaz de regular su proliferación: Houston. Así se llama y no lo olviden. Se vende en lugares secretos como un negocio casi centenario en mi ciudad natal (Morelia): La Palestina, una tlapalería como las de antes.
Luego de leer Los Buddenbrock de Thomas Mann, el asunto de las generaciones me cautivó forever y concluí que la vida media de los negocios transgeneracionales -en tiempos del neoliberalismo moral y jurídicamente derrotado- son alrededor de treinta y siete años (Mann le dio cuatro generaciones a la familia Buddenbrock) ¿y qué creen? La Palestina ha superado ese lapso. De hecho, sólo “nuestra” Organización Ramírez desmiente a la familia Buddenbrook y va campante por el mundo para orgullo de todos nosotros.
Pero estábamos en el “asunto del Houston”.
Llegué a pensar que ese producto mortífero era un orgullo moreliano, pero en tiempos de Google ya nada se puede ocultar y el fluido ése lo encuentran hasta en el sitio Web conocido como Mercado Libre. No es barato, se les advierte (inútil ir a Soriana o Superama). Tengo la sospecha de que el único lugar en donde se puede conseguir “en persona” es en La Palestina. Se aceptan aclaraciones.
Houston es un líquido de apariencia láctea y muy letal. Digamos que sería un abuso, una falta de ética utilizarlo con simples moscas. Este líquido es para grandes retos y las cucarachas lo son. Moscas y mosquitos se combaten con armas menos sofisticadas y onerosas. Raid Mata Bichos, por ejemplo.
Cuando lo probé en el campo de batalla y vi sus magistrales resultados de inmediato presumí mi felicidad: “¡hace una semana no veo ninguna de esas asquerosas creaturas del averno en mi hogar!” -grazné con lágrimas en los ojos.
Esta entrega no tiene otro fin que ofrecer información útil para las familias en un rubro que a todos nos tiene preocupados. Una amiga que vive en un código postal infestado de los insectos multicitados me ofreció un remedio casero: mezclar una parte de azúcar (como excipiente) y una de carbonato (mezcla que le encanta a esos pequeños bichos demoniacos). “Espolvoreas una cantidad razonable en lugares estratégicos y exterminarás a cientos de divisiones de tanques marrones”. Eso me dijo y abundó en datos científicos: “cuando el carbonato se aloja en sus pancitas, éste les provoca una hinchazón insoportable y explotan”.
Lo de la explosión estomacal me pareció producto de la fantasía de mi amiga. Aun así, lo puse en práctica sin resultados medibles. Lo mío lo mío es “el Houston”. Es como rociar napalm en las locaciones hostiles de las divisiones blatoleas.
Sirva este textículo como un aporte desde el confinamiento creativo para la humanidad.
Sí, ya sé, pude escribir de otra cosa, pero las prioridades hoy por hoy, son estas. En breve les echaré un mega rollo sobre el libro que les mencioné más arriba. Me ha causado una crisis severa porque soy un tipo que tiene en alta estima al mérito. Michael Sandel también, pero le pone una arrastrada a la puesta en práctica (a nivel mundial) de la meritocracia que sigo aturdido. Luego les cuento.
Vayan a comprar su Houston. Eso es más importante y tiene más mérito.
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Imagen superior: Flickr/Marcos Telias