Muchas personas se ven en la necesidad de mudarse de ciudad y el proceso de adaptación suele llevarse más tiempo del que la paciencia permite. No me refiero a pasar unas semanas fuera del terruño. En ese caso pocas cosas se complican dada la seguridad del regreso. Es diferente cuando “nos cambiamos de casa” y esa nueva casa es en otra ciudad, otra entidad u otro país.
Varias veces me ha pasado. Esta reflexión (marco escenográfico para comentar el libro de Víctor Ruiz) viene a cuento porque la primera vez que dejé Morelia me mudé a Tijuana y ahí estuve varios meses perdido. Parte de ese extravío se basaba en las leyendas sobre esa ciudad fronteriza y lo confieso: me tomó un buen rato dejar el temor de lado -pero sin exagerar, porque aún los estereotipos sobre Tijuana (TJ) tienen algo de verdad -también los de Morelia y de todas partes.
Nadie me conocía y hacer amigos para hablar con confianza no se me ha dado nunca. TJ había sido una ciudad prácticamente de paso en tres incursiones. La primera, esperando que un amigo de un amigo me pasara como pollo al otro lado -esa espera fue de un mes. La segunda, como turista de paso a Los Ángeles. La tercera fue para trabajar allá: decidí irme a vivir a esa ciudad. Nadie me obligó ni me “transfirieron” al norte. Lo decidí yo.
Las primeras semanas las viví con miedo. Salía del trabajo (en el Centro Cultural Tijuana, el famoso CECUT) y de inmediato me iba a casa porque me parecía que, apenas anochecía, la gente normal se refugiaba en sus casas y los nuevos habitantes surgían de las alcantarillas.
Buscaba información sobre TJ pero sólo encontraba libros resaltando lo resaltable del municipio o folletos turísticos. El boom de “la literatura fronteriza” estaba gestándose apenas y el internet estaba en pañales. Sólo los “hogares pudientes” se podían dar el lujo de contar con un “modem” para conectarse al mundo. Igual con los teléfonos celulares: si no se era de clase media alta -al menos- se contaba con los teléfonos públicos y ya. No chillen.
Mi búsqueda se cifraba en encontrar algo esencial cuando de vivir en otra ciudad se trata: las crónicas, ese género que permite ver más allá de la cotidianeidad normal. ¿De verdad se daba el cambio de habitantes bien bañados y perfumados saliendo de su casa en las mañanas y otro surgido del drenaje por las noches?
Con este párrafo termino la reflexión introductoria. Cuando finalmente supe dónde encontrar libros y revistas con crónicas de TJ (en realidad había una oferta abundante pero casi secreta) ya habían pasado meses y la ciudad me tenía perfectamente seducido y feliz.
Pasemos al meollo: a Víctor Ruiz me lo presentó el director (CEO, por favor) de esta revista -el señor Francisco Valenzuela- en una cantina muy apreciada y objeto de muchas crónicas: La Enramada. No creo (que) nos hayamos topado en alguna otra ocasión. De ese encuentro saqué algunos datos pertinentes: supe de su actividad periodística en la sección deportiva de un diario que ahora es semanario. También de su amor por la oncena de los Monarcas, una vez campeón del fucho mexicano (año dos mil) y dos veces subcampeón. También me enteré de su devoción por ¿el rock?
Ya no recuerdo.
Chance esa devoción se la tributa a las cumbias o el reguetón. Ya luego alguien me lo dirá.
Las posibilidades de toparme con su libro eran cercanas a cero. Hace años no me meto a una librería a buscar alguna novedad libresca ni a sumergirme en esos mares de poesía, novelas, ensayos y joyas arrumbadas en algún pasillo.
Requería un nuevo título para continuar con mi plan de reseñar la obra de algún nativo y decidí llamar a un librero avecindado muy cerca de Ciudad Universitaria pidiéndole me recomendara algo. El sujeto contestó casi de inmediato: “tengo dos o tres que te pueden servir, pasa por ellos”.
Ya en la librería, el Caliche (dueño del lugar) se puso a ponderar las virtudes de tres propuestas literarias pero sólo me interesó una: Cronicofilia, del mentado Víctor Ruiz, editorial Cielo Abajo (filial de Diablura Ediciones, de Toluca).
De ese libraco les voy a hablar.
Es un libro apto para toda la familia y todo tipo de lector, pero para quienes recién se han instalado en Morelia podría ser incluso necesario. Lo digo por lo mencionado en mi experiencia tijuanera: uno anda como chile en comal fuera de su rancho y no sale de los mismos lugares y si es el primer cuadro citadino, mejor… aunque la noción de “primer cuadro”, en TJ, no dice mucho.
Cronicofilia es para aquel lector que quiera saber de los fantasmas deambulando por esta ciudad, de locaciones que no se consignan en los folletos turísticos ni forman parte de itinerario de los autobuses para pasear turistas, de plazas o ruinas de cines que conocieron la dignidad del séptimo arte y terminaron retozando en la pornografía… ese tipo de lector, les digo, tendrá en el libro de Víctor Ruiz, un buen guía para acercarse a la parte no tan vistosa de una ciudad variopinta y multimodal. Morelia no sólo es el primer cuadro (hermoso), ni Las Américas, ni Altozano.
Hay otra estética pues.
Habla de personajes que aún se pueden ver en enclaves específicos. Unos rascándole a la guitarra para sacar un blues desamparado (valga la redundancia) y otros en la talacha de la albañilería; plazas con una vitalidad fuera de catálogo (Carrillo), colonias en donde los riesgos se incrementan a ciertas horas y bares que son “el escaño más bajo del infierno” –lounges de quinta división muy visitados por los condenados a prolongar la peda más allá de lo prescrito por las buenas costumbres (el mítico antro La Burbuja). El libro trae la historia de una familia argentina trashumante estacionada con su casa rodante casi a un lado del Orquideario, en ruta a Alaska. Varias veces vi a esa familia y me pregunté como habían logrado sacar el permiso para quedarse tanto tiempo viviendo ahí.
De eso y más va Cronicofilia, de Víctor Ruiz.
Este clase de libros necesitaba cuando llegué a Tijuana. No porque sean promotores de “otro tipo de turismo”, sino porque la parte linda de Morelia o Tijuana o New York o Helsinki, ya está suficientemente documentada y está bien. De eso también se trata, pero el lado B existe.
No es un paseo del cual terminemos gratamente impresionados, pero ayuda mucho a comprender la mecánica, la coreografía de las ciudades.
La crónica “Vivir entre la basura, una vacuna ante el miedo”, me gustó rete harto aunque habla de la basura, los detritus, las excrecencias de Morelia pues. Van algunos datos de hace unos tres años, en plena pandemia: tenemos casi seiscientos camiones recolectores de basura concesionados a diversas asociaciones (el Ayuntamiento cuenta con setenta). Los morelianos generamos, diariamente, unas veinte toneladas de basura -eso me parece muy poco… es más: muy muy muy poco. Para mis entendederas, se deben generar, por lo menos, unas novecientas toneladas por día. ¡Exigimos una explicación!
La lectura del libro de Víctor me dejó en claro que soy un turista en mi ciudad o hace demasiados años abandoné el ánimo aventurero requerido para transitar sus orillas. Ese ánimo, en muchos de nosotros, deja de latir bajo ciertas circunstancias (no se abordarán en esta texto), pero al leer Cronicofilia, uno siente el palpitar de la ciudad en sus arterias menos fluidas… o sí fluidas, pero menos favorecidas.
En otras palabras, no es requisito indispensable embarcarse en una combi de la ruta Rosa 2, la ruta Guinda 1 o un urbano que diga Alberca, para apearse en la colonia Prados Verdes al anochecer y terminar el día diciendo “ora sí sentí a la verdadera ciudad de las canteras rosadas”.
Para nada.
Antes clasifiqué este libro como “apto para toda la familia y todo tipo de lector”. Mmh… ya me arrepentí. Puede ser para casi todo tipo de lector, pero no para familias de paso por Morelia y en plan “turista todo pagado”. Se requiere tener cierto empaque para disfrutar, incluso, de lo menos agraciado. A ello contribuye, con frecuencia, la literatura.
Nomás como chisme les cuento: inspirado por algunos de los personajes outsiders retratados en el libro de Víctor, me vino a la memoria un libro de Paul Auster leído hace un par de años: El palacio de la luna. Ahí me topé con la crónica (también, dentro de las novelas, hay crónicas… tema para otra entrega) de un tipo caído en desgracia que va bajando escalones en la escala social hasta terminar de homeless, durmiendo en Central Park. Un close up a la gramática de la marginalidad y de la “economía de la miseria”. Sobrecogedor. Si tienen Kindle, cómprenlo en este momento.
Ahora viene lo previsible o, como dicen los clásicos, “ahí está pues la chingadera”. ¿Dónde se vende el libro de Víctor? ¿En Sanborns? ¿Gandhi? ¿En la librería del Fondo de Cultura Económica? ¿En Educal? ¿Amazon?
¿A poco no sería lindo que se ofreciera en esos lugares?
Pues sí, pero no.
De una cosa pueden estar seguros: se puede encontrar en la librería del Café Michelena, situado en el Portal Allende 209, a un lado de la “Plaza de Armas” y teléfono 443-393-5535. Un lugar bien bonito donde pueden quedarse y pedir un chocolate caliente con unos panes de lujo; también en La Inundación (librería que me proporcionó el ejemplar de esta semi reseña), ubicada en Cayetano Andrade 260, colonia Gustavo Díaz Ordaz y teléfono (443) 479 6670.
Les dejo los teléfonos porque quizás tegan servicio de entrega a domicilio. Si no tienen esa prestación, están perdiendo ventas, se los juro.
Si de plano andan desquiciados por leerlo, métanse a este link y se ponen de acuerdo con el autor.
Foto: Paul Asman/Flickr