No había en aquel pueblo, mi pueblo, calle concurrida, ni cohetes que anunciaran la fiesta grande. No había fiesta grande, nunca la hubo. Había muerte y hálitos de abandono y soledad. Las cocinas, olvidadas, estaban ahora empolvadas. Sólo las moscas, mensajeros del abandono, volaban alrededor de los fogones que contenían los restos de cenizas y carbón, rastros del último almuerzo. Cacerolas, ollas, platos y cucharas estaban en su lugar. Sin usarse, sin sus dueños, perdieron todo el sentido. Al medio día, sólo los rayos del sol atravesaban las tablas de las cocinas de madera solitarias.
Si alguna vez se oía un ruido en aquel pueblo fantasmal, no eran los vivos los que lo hacían, eran los muertos que se revolcaban en sus tumbas. Casi no quedaba nadie que les llevara flores al panteón. Solos y muertos, se daban cuenta que la muerte no es la peor de las soledades: es el abandono después de la muerte.
En mi pueblo, a los muertos nos veían los hijos, los nietos y, a veces, los bisnietos. Bien lo dijo García Márquez: uno no es de ninguna parte mientras no tenga un muerto bajo tierra. Las familias de nuestro pueblo, Paracho, fueron creciendo en vida y también en muerte. Eran más grandes en tanto más miembros nacían pero también mientras más muertos tenían en el panteón. En mi pueblo, por ejemplo, la gente empezó a morirse pronto. Las personas grandes, abuelos, bisabuelos y las personas que fueron referentes geográficos se empezaron a ir y nos fueron dejando, poco a poco, casi sin darse cuenta, solos. Solos en una soledad fría y silenciosa de la que, como dijo Octavio Paz, sólo salíamos el dos de muertos, en fiesta.
De pronto nuestros muertos eran tantos que ya no cabían en el panteón y cuando íbamos a llevarles flores o a limpiar sus tumbas teníamos que adivinar en cuál estaba cada quien, en dónde estaban nuestros muertos. Había tumbas tan viejas que nadie sabía de quién eran. Ya no había deudos. Ese panteón repleto de mi pueblo se fue llenando hasta que ya no hubo lugar para los vivos. En una tumba había a veces hasta tres o cuatro muertos. Hubo que acomodarlos de pie y ya no acostados para hacernos espacio entre nuestros muertos.
Éramos tantos los vivos y los muertos que tumbas falsas y tumbas verdaderas fueron llenando el panteón. En el panteón no sólo había muerte, también había exceso de vida. Los vivos teníamos que apartar nuestro lugar con tumbas falsas al lado de los nuestros. Los muertos también hicieron, a su debido tiempo, lo mismo: apartaron el lugar que ahora ocupan con una tumba falsa entre los huesos viejos de sus padres y abuelos.
Durante algún tiempo hubo quien, en una racha de afán optimista y positivista, habló de construir un nuevo panteón. Lo hicieron. Se inauguró con bombo y platillo, hicieron una comida a la que asistimos los vivos de aquella época. Era un panteón nuevo, moderno. Tenía velatorio, crematorio y toda la cosa. Tenía sistema de apartado. No más tumbas falsas. Pero la gente, incluso el presidente municipal que había construido el nuevo panteón, no quería enterrar a sus muertos allí, en ése panteón mudo. Tampoco quería que lo enterraran a él allí. Tenía a sus muertos en el panteón viejo.
Al panteón viejo hubo que hacerle más puertas que al poco tiempo tuvieron que ser clausuradas. Quién diría que moriríamos tantos y en tan poco tiempo. Cosa misteriosa, cuando abrieron aquellas puertas la gente empezó morir más rápido y en mayor cantidad por lo que el padre, en plena misa, sugirió, casi en tono de orden –no se había visto cosa parecida desde antes de la Reforma-, que aquellas puertas fueran clausuradas. En cuanto tal cosa sucedió, el número de muertos se redujo de una manera considerable. Hubo quien pensó en realizar un estudio sobre la correlación entre el número de puertas y el índice de fallecimientos. Por supuesto no se permitió tal infamia.
Entre los que quedábamos vivos nos hacíamos preguntas absurdas, irreverentes, llenas de esperanza y de dolor: -¿Dónde quieres que te entierren?- Donde están mis papás, ya aparté mi lugar.- Todos queríamos estar en el panteón viejo, todos estamos en el panteón viejo.