@jaimegarba
Dice Mónica Lavín en su extraordinario libro “Leo, luego escribo”, una obra con distintas ideas para disfrutar de la lectura y detonar la escritura; que leer no nos sirve para generar más ingresos económicos “ni siquiera se puede anotar en el currículum”. Alude esta situación a varios factores, el principal: “tal vez porque el mercado laboral no ha dado el peso suficiente al aprendizaje sutil que deviene de la lectura de ficción, formativo más que informativo.” Pero creo que también tiene relación con una situación cultural, con esa terrible idea de que leer es una forma de hacer nada o de pasar el tiempo en lo que llega el momento de hacer algo verdaderamente importante.
De adolescente recuerdo que mi madre solía gritarme desde algún lugar de la casa: “¡Jaime… qué haces?” Cuando me encontraba leyendo bajaba el libro en cuestión y un tanto irritado salía de la historia en la que estaba sumergido para responderle: “¡Leo…!” Podría pensarse –quienes leemos sabemos del sacrilegio que representa romper el encuentro de un lector y su libro- que la respuesta de ella sería empática, una disculpa quizá, pero tras un par de segundos la escuchaba: “¡Ah, entonces no estás haciendo nada…! ¡Ve a quitarme la ropa que está por llover!” Para ella leer era un acto que podía postergarse sin problema por otras labores (como una doméstica), y aunque dé un poco de risa el ejemplo citado, creo refleja cómo muchas personas ven a la lectura.
Otra anécdota de mis años juveniles me hace recordar inclusive cómo desvalorizaban los libros y los espacios de lectura inclusive aquellos que se suponía debían conocer su valor y enaltecerlos. En la secundaria y en la preparatoria la biblioteca fungía como celda de castigo, allí éramos enviados quienes cometíamos algún acto inapropiado y la bibliotecaria tenía como trabajo vigilar que nos mantuviéramos en silencio, erguidos en la silla y sin mascar chicle. Jamás se nos acercó para ofrecernos un libro mientras cumplíamos con la detención, nunca; entonces entenderán que nuestras mentes asociaban esas paredes forradas de libros no como centros creativos o historias ávidas por ser descubiertas sino como los carceleros que nos impedían ser libres.
Si continúo con el ejercicio de memoria, puedo recordar que en la primaria cierta maestra tenía la costumbre de castigarnos enviándonos al patio, nos colocaba en el centro, de pie o hincados, con los brazos estirados y soportando el peso de un libro en cada palma. Mientras continuaba impartiendo la clase salía para supervisar cómo iba el sentenciado, si bajaba los brazos comenzaba de nuevo el tiempo de penitencia. No pocas veces debimos hacer esto en condiciones adversas como bajo la lluvia o el intenso sol. Se preguntarán en qué escuela iba pero me temo no puedo confesárselos.
Por otro lado, si vivimos en un país que las encuestas nos dicen que prácticamente no se lee y lo que leemos son best sellers, libros de superación personal o revistas de chismes; entonces por qué paradójicamente la palabra y los libros siguen siendo incómodos para algunos, por qué hay autores condenados a muerte por sus novelas (como Salman Rushdie y Roberto Saviano), por qué hay periodistas asesinados o presos por publicar notas o libros; por qué durante la historia de la humanidad los libros han ardido en hogueras, fueron, son y serán censurados. Pareciera que así como muchos amamos leer porque conocemos el interior de estos maravillosos objetos, quienes los desprecian, los ven como enemigos o les son indiferentes, lo hacen justo porque no se han dado el tiempo de conocerlos.
Cierta ocasión en una comida me encontraba junto a un médico y un escritor. Entre el diálogo pretencioso, el médico comenzó a contar le molestaba mucho le llamaran en medio de cirugías porque lo distraían y podía cometer un error vital; el escritor, sorprendido le dijo le parecía impresionante no la llamada sino que tuviera su teléfono encendido en un momento tan crítico y de exigencia, peor aún, que respondiera (el médico se jactaba de atender para regañar al interlocutor, pero claro, también ustedes seguro pensarán cómo carajos iba a saber el que llamaba que era un momento inoportuno).
El médico respondió trastabillando y cuando le preguntó al escritor cómo trabaja, este le dijo que a diferencia de él, solía considerar sus momentos de lectura y escritura tan sagrados como lo haría un cirujano operando a corazón abierto: “Me encargo de hacer todos los menesteres sociales y familiares que tengo agendados para estar disponible: preparo el desayuno, llevo a los hijos a la escuela, voy al banco, le digo a mi mujer cuán guapa es (aunque no lo sea)… y una vez concluidos me meto a mi estudio. Al principio costó trabajo pero mi familia, mis amigos, mi agente… saben que estar allí es como si estuviera operando al mismísimo presidente. Apago el teléfono y desconecto la computadora de internet, no permito que nadie me interrumpa como nadie en su sano juicio se atrevería a irrumpir la labor de un médico. Así de importante es para mí leer y escribir.” El doctor quedó sorprendido y aleccionado.
Es cierto, para la mayoría leer puede ser un acto paralelo a nuestras profesiones, pero creo que quienes nos hemos transformado por el poder de los libros debemos insertarlo en su vida con el valor merecido, como dice Lavín: “La lectura como experiencia nos marca y aunque no podamos sumarlo a nuestra ficha curricular nos permite expresarnos mejor, conocer las palabras adecuadas, construir ideas y comunicarlas… nos permite experimentar un mundo más amplio, infinitos puntos de vista, tiempos y espacios. La literatura explora la condición humana” El lector como tal debe sentirse orgulloso de serlo al igual que quien se presenta como psicólogo, abogado, comunicólogo, diseñador… teniendo como premisa la romántica pero cierta idea de que leer “es codearse con la belleza”, que los libros de alguna manera nos hacen lo que somos.