Está más que sabido que las solemnidades en la literatura ya pasaron de moda. Yo me doy cuenta de ello cuando intento tener alguna conversación con un filólogo o lectómano de hueso colorado, que pospone el valor innato de la historia, anteponiendo consideraciones retóricas que hacen que uno se trague el dulce con la envoltura.
Por Jaime Garba
Afortunadamente, parece cada vez son menos quienes siguen obstinados con la sacralización de la literatura, y más quienes sin consideraciones académicas valoran un libro desde su propia perspectiva.
Pero siendo una tradición de siglos el persignarse ante un libro, a veces romper con ese esquema parece un acto subversivo, o peor aún, nos vuelve a los pregoneros de las letras chidas unos contradictorios andantes. Levanto la mano, me acuso de ser uno de ellos. Y es que hace poco me tocó traer a Armando Vega Gil, el bajista de Botellita de Jerez, al centro cultural donde trabajo para presentarlo en su faceta de escritor.
Esta actividad se presentaba muy atractiva, mucha gente conocía a Armando por su trayectoria musical, y ese era el gancho perfecto para involucrarlos con sus veintidós libros publicados, y lo que hay que decir es que es una literatura bastante buena. El contacto con Armando fue práctico y rápido, sin burocracias, una invitación y una respuesta. Pasaron semanas y se acercaba el día, yo lo presentaría y en mi vida había leído algo de él, salvo textos de La Mosca en la Pared o en alguna que otra revista, estaba en blanco, la emoción de presentar a una estrella de rock me cegó, pero mi ingenuo ser no dimensionó todo hasta que llegó el “Chicles Bomba”. Pensando que tenía controlada la situación, me di a la tarea de escribir algunas preguntas, hacer una introducción y prepararme para la hora de la verdad, estaban los cuestionamientos de cajón, qué influencias literarias tenía, su relación música-literatura, orígenes como escritor, entre otro par de cosas irrelevantes que la verdad creo habría contestado con desgano y protocolo.
Estaba listo, o eso pensaba, hasta que un par de días antes de su presentación le envié los boletos y datos de hospedaje, todo el choro burocrático que tengo que implementar ante estas situaciones, varios renglones cantinflescos que dicen mucho más de lo necesario, fue entonces que la respuesta de Armando me abrió los ojos y me perturbó: “Chicles bomba”. No supe qué responder, no sabía si aquello era bueno o malo, intenté descifrar, juro que estuve más de quince minutos interpretando esas dos palabras sin poder lograrlo. Ante mi desconcierto sólo me vino una cosa a la cabeza, mi retórica presentación sería un asco con un tipo que habla el lenguaje de lo chido y de la banda. La angustia llegó, vi videos, escuché canciones, leí el diario íntimo del guacarroquer y sudando de preocupación me di cuenta de que sin querer estaba en el mood del escritor farol que se las sabe de todas, todas. El destino me ayudó, pero tenía tan sólo unas horas para cambiar aquel ridículo final.
Armando llegó escéptico pero con una gran disposición, hablamos de música, de literatura, y entre charla y charla se abrió del tal forma que en mi mente hacia notas para salir vivo de la presentación. Llegó la hora, ante un público nutrido y expectante por ver y escuchar al bajista de la Botellita de Jerez, el Armando escritor respondió a un entrevistador más fresco y menos dogmático, improvisando entre la literatura chida y el valor unipersonal de un libro. La gente reía, él disfrutaba, y fue al leer un fragmento del diario íntimo del guacarroquer donde se avienta unos versos cachondos y roza los nombres de Octavio Paz y Alejandro Aura, que caí en cuenta de la carga innecesaria que a veces uno lleva sobre la espalda en el mundo literario.
Recuerdo que unos días después, ya más adentrado en su obra, preguntaba a un amigo filólogo si había leído algo de Armando Vega, -¿Armando qué?- respondió, -Vega Gil, el de la Botellita- dije como quien está a punto de elogiar una obra. Su negativa fue contundente, no lo conocía ni lo conocería, perdía el tiempo buscando opiniones sobre su obra en ese gremio a veces tan gris. Entonces pensé en preguntarle lo mismo a un amigo más de la onda rockera culturosa, a lo que respondió: -Claro, su literatura está bien chida-. Fue entonces que en lo “chido” encontré la razón de ser de sus libros y de mucha, mucha literatura, entendí ese universo al que a veces los escritores o los lectores se cierran; lo viví, y me cambió un poco. ¡Chicles bomba!, me dije al aprender la lección y lo replico de vez en cuando, aunque por la mirada de mis amigos, esa onda no va conmigo.