Este año anduve muy agresivo en materia de lectura de libros. Muchos leídos, sí, pero fueron menos los que me dejaron con la grata sensación de haber leído algo excepcional. ¿Porque digo semejante improperio? Fácil: porque desde el 2021 hago mi lista de libros leídos, su calificación y un somero comentario de cada uno. Una actividad de ese talante sólo es viable si se tiene mucho tiempo libre, un rechazo sistemático a cualquier actividad productiva y una ociosidad a prueba de críticas. Yo, por si tenían alguna duda, estoy altamente capacitado para rechazar enérgicamente cualquier actividad productiva.
Pero bueno, casi termina el 2024 y es tiempo de hacer listas definitivas de carácter personal. Ya sean de películas, de series, de torneos deportivos, de música. Lo que sea es bueno. Ojalá algún día ocurra algo inaudito: una lista comentada de los mejores libros publicados en Michoacán por michoacanos. ¿Se imaginan? Algo como “Los libros de escritores michoacanos que más conversación generaron entre los nativos de este paraíso de palomas mensajeras”.
Eso no ocurrirá en este siglo… bueno, exagero. Hay uno que presentará Rafael Calderón en esta semana que se llama Relación de estos días que promete ser interesante por la necesidad de documentar el oficio de escribir en estos lares. Ya me apunté para estar presente.
Pero en realidad no somos el mercado de lo que decimos preferir y, fuera del estricto círculo de amistades, nadie lee a los compañeros escritores locales. Las ventas y lecturas fuera del círculo familiar son marginales, prácticamente inexistentes, inviables. ¿Hay excepciones? Quizás.
De los libros despachados en este año, a tres les puse la calificación de nueve (la máxima en ese lapso) y chance salga un cuarto. Lo aclaro antes de que se me cuestione inmisericordemente: son las recomendaciones del tipo de lector que soy. No me apasiona andar decretando. Son los libros que me gustaron más. Sólo eso. Empezamos.
Libre. El desafío de vivir en el fin de la Historia
Lea Ypi
Anagrama
En enero me eché uno que publicó Anagrama. Se titula Libre. El desafío de vivir en el fin de la Historia. La autora: Lea Ypi. Apenas lo terminé me dije “Uta, que pinche libro tan chingón acabo de leer”. Esa frase la digo, sin fallar, cuando termino de leer cualquier libro chingón y créanme: nunca la excreto más de cinco veces en el año porque no son más de cinco los libros que cotizan, anualmente, en ese rubro.
Les diré de qué va la novela de Lea Ypi, pero antes quiero que conozcan a la autora. La tal Lea nació en 1979 en un país al que casi nadie pela y pocos saben en dónde queda. Digamos que su país, Albania, es actualmente de los más pobres de Europa, pero la señora Ypi -con antepasados ilustres y caídos en desgracia en diferentes momentos históricos de la historia de Albania en el siglo XX- es una escuincla hiper educada y anda dando clases de Teoría Política en la London School of Economics.
Cuando le queda algo de tiempo libre, se lanza a un remoto país para echarles rollos filosóficos a los nerds de la prestigiada Research School of Social Sciences de Australia. Su currículum es impresionante e igual de aburrido que cualquier hoja de servicios de cualquier sujeto o sujeta (con talento o sin él). Si les interesa, acudan a Google.
El suyo es un libro de memorias adolescentes recreadas desde la madurez y arranca con una frase de esas que te agarran de “salva sea la parte”. Imaginen a Lea recordando a la niña que fue en 1990, cuando el comunismo valió chetos en su país: “Nunca me pregunté lo que significaba la libertad hasta el día en que abracé a Stalin”.
Se refiere al momento en que pasó, de camino a la escuela, por un lugar en donde se levantaba una estatua del “padrecito Stalin” a quien le guardaba un cariño infantil sincero e ideologizado en el mero momento (diciembre de 1990) en que las protestas y el fin de ese sistema político estaban a punto de valer chetos. Abrazó el monumento como si fuera un familiar entrañable… ya luego las cosas se acomodaron y sus ideas cambiaron o se matizaron o sepa la bola qué pasó. Lea parece ser una chica a todo dar.
Esta autobiografía escrita en forma de novela está narrada desde la perspectiva de una niña y una adolescente (o sea Lea Ypi) que va descubriendo la realidad de su país. Ella creyó, sinceramente, en la propaganda comunista que aleccionaba a los ciudadanos sobre las bondades (“¡Larga vida al partido!”). Lo mismo le pasó a mi amiga Alexandra Sapovalova en la década de los sesenta del siglo XX en su país -Checoslovaquia y luego Chequia. Esas acciones ideologizantes, adoctrinadoras, apendejadoras y sistemáticas son llevadas a la práctica hasta la fecha en muchos países.
Por decirlo de manera clara, la novela/biografía de Ypi funciona como un antidoto contra sabihondos que tratan de explicar los cambios a partir de conceptos políticos y económicos. Con Lea se trata de otra sensibilidad y, si me apuran, del ejercicio de la imaginación, de la vida cotidiana de las personas que viven y padecen esas políticas y esa economía.
Dos ejemplos de esta manera de abordar la Historia se puede ver espléndidamente plasmada en varios libros de Svetlana Alecksiévich (recomiendo profudamente El fin del homo sovieticus. Una librazo, carajo) y ya en nuesto entorno, aterrizo el asunto usando a Carlos Fuentes cuando empieza a hablar, en una entrevista, de su novela Mis años con Laura Díaz: “La Historia es siempre una transmutación de la realidad de la imaginación (…) Esto lo logra la novela. La función de la novela es darle a la Historia su verdadera dimensión que es la imaginación. Volver a fundar la verdad no en los hechos, sino en la imaginación”.
En el caso del libro, la familia y la misma Lea uno se pregunta cómo se pasa y explica el paso de un país desde un sistema comunista a otro inmerso en el libre mercado. Una forma de “explicarlo” es con economistas a la mano, con sociólogos; la otra es con las charlas en la cocina, los murmullos de las recámaras.
El libro de Ypi no pasa por digresiones económicas, pasa por la vida. Si se fijan en la foto de la portada, hay una lata de Coca. Esa lata es causa de una desavenencia entre dos familias que ponen en relive la naturaleza y su efecto en términos de “riqueza patrimonial”, de los cariños entre amigos. Una pinche lata de coca crea un problema bien grandote.
El libro de Lea es, para mí, de lo mejor de mis lecturas en este año. Es, sin exagerar, la vida de una familia contada por una adolescente y con ello logra acercar el microscopio y el telescopio al devenir de un país. Así nomás.
Los amnésicos
Geraldine Schwartz
Tusquets
Otro libraco con calificación de nueve fue el de Geraldine Schwartz y su biografía novelada llamada Los amnésicos. Tal vez debería decir “su documental/biografá/novela titulada Los amnésicos. Editada por Tusquets. ¿La encontrarán en una librería tradicional? Se los puedo jurar: en Morelia, no y en cualquier municipio michoacano, menos. Sólo hay de dos sopas: o la piden por mensajería o la compran en formato electrónico. Cada quien sus gustos y su economía.
¿Qué pasa cuando una nieta con orígenes franceses y alemanes se pone a hacer preguntas sobre su abuelo? La Geraldine nació en 1974 y “casualmente” es esa nieta curiosa que se mete en un tema de lo más actual… actual porque cada generación tiene su forma de abordar o de olvidar su orígen.
Los antepasados alemanes de Geraldine (pero también los franceses) no fueron algo especial. Eran personas normales arrastradas por los acontecimientos de la Segunda Guerra Mundial. ¿Normales? Pues sí. Tanto su abuela paterna como su abuelo lo eran, es decir, pensaban como la mayoría de los alemanes y vivían las circunstancias de acuerdo al estatus social que disfrutaban y padecían en esa fase histórica.
Ambos ancestros eran lo que se conoce como mitläuer, simpatizantes convencidos de la sabiduría de Hitler y las políticas nazis aunque no tuvieran un papel relevante en ese sistema.
¿Se puede ser “un poco nazi”? Dejemos que sea Geraldine quien lo explique: “Un mitläuer es quien, por ofuscación, por indiferencia, por apatía, por conformismo o por oportunismo, se convierte en cómplice de prácticas e ideas criminales. He querido mostrar que lo que está en el origen de los peores crímenes de la humanidad es la indiferencia.
Los verdaderos perseguidores, los verdugos, los monstruos en general son pocos. Y siempre nos interesamos por los monstruos, o por los héroes, o por las víctimas. Pero la mayoría de las personas no se identifican con ninguna de estas tres categorías, que solo conciernen a una minoría. Los mitläufer son una masa de personas que, por su número y de manera más o menos pasiva, pueden consolidar un régimen criminal”.
Los abuelos de Geraldine fueron sendos mitläuer. Sobre todo el abuelo que se aprovechó, de manera bastante gandalla, de las cicunstancias en que los judios se debatían y generalmente morían. ¿Hizo una chingadera el abuelo? Absolutamente sí, pero su gandallez pudo no ser decubierta nunca de no mediar la presión política y social para hacer justicia (así sea póstuma) a las víctimas del Holocausto. De eso va la historia de la señora Schwartz.
El libro de Geraldine lo motivó el suicidio de su abuela. Escuchemos a la nieta: «Mi abuela es Mitläuferin [femenino de Mitläufer] porque se ofusca, incluso diría que por una especie de lealtad completamente irracional hacia el Führer. La hace soñar. Porque el fascismo y el nacionalsocialismo hicieron soñar. Esto se olvida porque sólo hablamos de la guerra y el Holocausto, pero el fascismo y el nacionalsocialismo consiguieron transmitir un sentimiento de pertenencia a una Volksgemeinschaft, una “comunidad del pueblo” que excluía a los impuros y estaba reservada a los pseudoarios. Mi abuela era a la vez culpable de haberse dejado cegar y un poco víctima de una manipulación. Su suicidio fue la culminación de la existencia de una mujer que no conoció más que guerras y posguerras».
La parte francesa de Geraldine también tiene lo suyo: su abuelo materno era policía en el régimen de Vichy. O sea, era un mitläuer en formato francés. Lo interesante es que, mientras el papá de Geraldine se enfrentó y confrontó a su papá (o sea, al abuelo gandalla) por su acciones y omisiones del pasado, la mamá no sabía mucho del pasado de su familia (para eso sirven las nietas curiosas).
¿Cuánto de las chingaderas que pasó Francia durante la guerra fueron propiciadas por los mitläufer, galos? Culeros siempre hay. En México y a otra escala, se cuentan por millones. Todos tenemos un pequeño Yunes en nuestro interior listo a sacrificarse por la patria y pasar, de vil hampón, a héroe vitoreado.
Este libro pone en otra perspectiva el rol de la famosa, épica, epopéyica, “resistencia francesa” que ya se enterarán si leen la novela/reportaje de Schwartz; también se enterarán de la serie de “considerandos” por los cuales por poco dejan fuera de la repartición a Francia al momento de sectorizar a la derrotada Alemania.
Muy chido este libro.
Desgracia
JM Coetzee
Debolsillo
Luego me leí casi de un tirón una novela de JM Coetzee. Se titula Desgracia. La edición que tengo es de la editorial Debolsillo. Coetzee es un tipo que tenía siempre en la fila de lecturas e invariablemente otro se interponía. Este año, por fin, le llegó la hora y ¡uff! qué novela tan impactante, me cae.
Me pregunté, por varias semanas, en dónde radicaba el impacto que me causó su lectura. Por supuesto, es el tema: va de un profesor universitario llamado Hugh Lauire que es acusado de tener “relaciones impropias” con una alumna. Esto hace que lo inviten a renunciar y luego, al no aceptar el trato, lo corren en medio del desprestigio general. “¿Y ahora qué hadré?” -se preguntó Hugh y se va a vivir una temporada con su hija a un pueblo bicicletero de Sudáfrica en donde, para no salirnos del tema, ocurre un hecho bien cabrón: violan a su hija.
Ese hecho hace que aflore la cultura legal, jurídica y del diálogo (en buen plan) del profesor acostumbrado a que la ley funcione más o menos bien, pero bueno, una cosa es la ley en Ciudad del Cabo y otra una aldea pedorra de ese país. Su hija se niega a denunciar el delito y la historia va transitando por temas como el machismo, el racismo, la vejez, las leyes, la condición femenina. ¿Cómo se siente una mujer violada en un país en donde no tiene la menor importancia ese tipo de violencia y una sociedad en donde el diálogo, la palabra no tienen la más mínima relevancia? En México se puede documentar el asunto de manera amplia y nunca suficiente.
Hace rato les dije que me preguntaba en dónde radicaba o se originaba el impacto que esta novela operó en mí y lo supe días después: en el narrador de la historia. Como muchos sabrán, hay varias formas de narrar una historia: en tercera persona, en segunda, en primera, de manera divina (o sea el narrador omnisciente que sabe todo) y otros que no viene al caso señalar, pero hay una maldita forma de hacerlo y Coetzee usa en esta novela. Me refiero al narrador equiescente (diferente al ominisciente; no confundir con una palabra parecida: aquiescente).
No se asusten. No les espeto ese terminajo para apantallarlos, sino para ubicar el acierto de Coetzee al usar ese tipo de narrador. ¿Cómo es esa cosa? Pues es un narrador que se ubica en la mente y pensamientos de uno de los personajes. Es diferente al omnisciente que se mete en los pensamientos de todos. Así, uno como lector, se angustia bien machín al ser testigo de la trama y no poder tener otra perspectiva que la de Hugh, el profe cachondo y padre amoroso de Lucy.
Les diré una cosa aunque el cielo caiga sobre mí. En efecto, el profe Laurie no me cayó muy bien mientras andaba chacoteando con la alumna pero, lo que sea de cada quien, sí me parece que la acusación de abuso de poder sobre la chica fue una jalada, algo fuera de la realidad en que se dieron los hechos literarios. Para mí, fue un cachondeo consensuado, pero no me hagan caso. De repente ando obnubilado.
Hay otras novelas que por poco llegan al nueve de calificación. Las mencionaré porque es justo hacerlo. Me gustaría echar rollo sobre ellas, pero esta entrega ya lleva demasiado tiempo. Van esas historias que casi llegaron al nueve:
–No soy un robot, de Juan Villoro.
– Hitler´s last secretary, de Traudl Junge.
–El mago del Kremlin, de Giuliano Da Ampoli.
–Putinistán, de Javier Colás Fustero.
Por escasas décimas de punto no calificó el actual premio Alfaguara. Me refiero a Los alemanes, de Sergio del Molino. Una historia de culpas en los descendientes de los alemanes que recalaron en Zaragoza allá por 1916. Más de un siglo después (epoca actual) el pasado regresa a cobrarle las facturas a los muy mamones y sobrados bisnietos de aquellos alemanes también sobrados y nunca asimilados a la cultura española. Muy buena historia.
At last but no least, les informo: estoy a la mitad del primer tomo de las memorias de Konstatin Paustovsky. (Los años lejanos, se llama). Un tipo de quien no tenía ni la más leve sospecha de su existencia y gracias a un sujeto muy simpático que tiene un canal de Youtube me enteré de que había vivido entre 1892 y 1968, ocho veces candidato al Nobel e invariablemente bateado.
Jan, el chamaco youtubero y dueño de la editorial Trotalibros se echo a cuestas -para fortuna de los lectores- la empresa de reeditar los tres tomos de las memorias de Konstantin. Así conocí a Paustovsky. Luego, un amigo (Jorge Bustamante) me habló de ese autor y decidí comprar el primer tomo. Estoy seguro que, cuando menos, sacará un nueve de calificación. Será de los VIP y tendrá su reseña especial en este espacio de la revista Revés. Lo juro.
Y pues ya. Es todo. Si a alguien le parece que mis gustos lectores empatan con los suyos, ahí tienen varias opciones de lectura para lo que resta del año o del próximo.
Gracias por llegar hasta este punto de la lectura.