El dolor me despertó durante la noche. 3 am. No comenzó como otras tantas veces en que se anunciaba como un pequeño tirón que se acrecentaba poco a poco hasta que me hacía tomar dos pastillas analgésicas. No. Esa vez fue un fulminante rayo friolento que hizo que me revolcara en la cama azotándome después en el suelo.
Me levanté para ir a la cocina en busca de pastillas, tabaco o alcohol. Nada. El esfuerzo, en cambio, fue abrumador: cada paso era un retumbar agonizante.
El tiempo pasaba más despacio que de costumbre. Las experiencias dolorosas de la vida me han enseñado que el tiempo corre o más despacio o más rápido dependiendo del tipo de experiencia que uno tenga. Me arrepentí de no ir al dentista las veces que mi mamá me recomendó su odontóloga. Me arrepentí, también, de no comprar el botiquín que estaban vendiendo en oferta en el supermercado el fin de semana anterior, ¡de la que me habrían salvado las pastillitas verdes que estaban en su interior!. Me arrepentí de muchas cosas. El dolor, ahora entiendo, cuando se presenta como precipicio, hace que nos arrepintamos de muchas cosas. Juré, como juran los que están en el paredón, de llamar al día siguiente a la odontóloga para solicitar una cita. Deseé, como desean los hambrientos, que llegara pronto el día para poder ir.
Al llamar me atendió una amable y juvenil voz que apartó para mí una cita a las cinco de la tarde, ¡a las cinco de la tarde! Después de las dos pastillas analgésicas tuve que implementar todo el poderío de los remedios caseros del repertorio de mi madre: clavos, algodones humedecidos con alcohol y una ilegal pero efectiva pócima cuyo ingrediente activo era la marijuana.
Antes de llegar, el sonido característicamente abrumador del aparatito predilecto de los dentistas me anunciaba una sesión de dolor bucal sólo soportable si pensaba en las horas de sufrimiento nocturno que mi muela del juicio me había regalado. Era todo o nada, soportar un piquete dolorosamente aliviador de anestesia o regresar a mi casa a sufrir una noche más de dolor bucal. Le temo al dentista desde que a los ocho años un incauto principiante recién egresado de la facultad de odontología de nuestra universidad había tratado de practicarme una limpieza y, sin ver bien por dónde llevaba el taladro, me taladró la lengua. Un grito infantil mío irrumpió en la sala de espera antes de que yo saliera corriendo de aquel friolento consultorio al que no volví nunca más a pesar de que mis padres habían pagado ya el tratamiento.
Nunca he sabido y, algunas veces me lo he preguntado, por qué hay personas interesadas en estudiar odontología. Qué clase de personas apologetas del dolor están dispuestas a tratar las encías malolientes de aquellos que no acostumbran a usar hilo dental, las caries de aquellos que no van cada seis meses a que les taladren las muelas y soportar el mal aliento de aquellos que acostumbran a guardar los restos de su comida favorita entre sus dientes. No lo sé. Prefiero no saberlo, suficiente tengo con preguntarme por qué yo estudié psicología y no odontología u alguna otra gía.
Cuando por fin entré a la sala de espera del consultorio dental me deslumbró el blanco de las paredes. Fue como un choque con la blancura eterna ultraterrena, pensé en mis pecados. Pensé en la marca de jabón que dice dejar los blancos más blancos que lo absolutamente blanco –más blanco imposible-. Platón no estaría de acuerdo con los ignorantes diseñadores de mercadotecnia. Había allí tres personas sentadas en torno a una mesita que prodigaba revistas viejas para el entretenimiento absurdo: tvnotas, muy interesante, selecciones, uno que otro ejemplar del libro vaquero y recuerdo haber visto un desentonado ejemplar de Letra Franca.
Me acomodé en una sillita junto a una señora ya entrada en los sesenta años y que al parecer también le temía a los tratamientos dentales: no dejaba de mover sus pulgares uno en torno al otro moviéndolos en círculos con el resto de los dedos entrelazados. Frente a mi estaba sentado un tipo cruzado de piernas que cada determinado tiempo cambiaba de posición los pies, un tanto el izquierdo sobre el derecho y otro tanto el derecho sobre el izquierdo mientras tecleaba su teléfono celular. De repente y sin previo aviso se abrió la puerta del consultorio y una odontóloga pronunció mi nombre. Me sentí como el personaje central de American visa cuando le llaman para pasar a la entrevista en la embajada norteamericana. No quería pararme pero mi cuerpo se levantó sin preguntarme. Entré al consultorio y me recosté en aquella fría plancha. El dolor se fue así como había llegado.