Pensaba que ese primero gol sólo podía atraer una forma más elevada e intangible de la tristeza: un estado difuso de alegrías, el fin de los que esperan un milagro, la explosión en la que danzan voces como arrullos en colapso, la vibración inocua del futuro imposible, los gritos que se estrellan contra los demás –el de junto, la de más lejos, el que está de espaldas, la que no se ve– y los acaban, los tiran al suelo para patearlos con el puro júbilo sin destino… arrolladoras muecas que desfiguran la máscara de barro de un país sin país.
Me gusta pensar que la infancia siempre brilla ante el manchón del penal. Y así fue. El primer gol fue un penal porque el equipo ya había vencido a Alemania en la cima trivial de un bordado de colores que tiene de rodillas a cada rincón de este maldito país; el veneno en la sangre de los que quieren más y más y más y que especulan sin parar en un estado psíquico de extravío y desbordamiento como quien funda una religión del instante hablando sobre el instante callado; tropos de vacíos encumbrados.
Como todas y todos ya saben, después vino el segundo gol ante la ternura arruinada de los coreanos; pateadores y sucios ante las rodillas y tobillos del ajeno, rufianes a su manera, también con sus millones de euros en los zapatos delirantes del capitalismo. Cuando el barco había zarpado, cayó el fatídico dos a uno y todas las sombras previas se transformaron en un enjambre de células vivas pidiendo el final de la batalla. Yo me grito hacia dentro una frase de Jaime López: “México, creo en mí”, y me río de los remedios que dejan estas alucinaciones. Instantes sin métrica, sin decimal, sin historia, congelados en el aliento de esos infames dioses del absurdo en la tierra muda de la repetición en cámara lenta. Goles y más goles que nos piden que no intentemos sacudir la vida de nadie más allá de lo que se pierde en cada grito, en cada gesto exacerbado de gloria.
Sin embargo, a veces todo parece tan lindo, tan colorido, tan cielito lindo no me dejes caer en la tentación de librarme de todo mal, me dice una voz que sueña con quedarse un ratito más en la exageración intemporal de estos goles tan bellos. Pero hay que regresar del más allá y chocar otra vez contra la locura sin gracia de los balazos en la Ciudad de México y los cinco muertos en Nicaragua y la desigualdad, el racismo y la migración, por decirlo en ese fulgor abstracto de este no país…y seis más que mueren en Chihuahua mientras veían el partido… y las “chicas muertas” todo el tiempo en este infierno verdadero de carne y huesos…
Volver a poner los pies en la tierra y zafarse de esta hipnosis en la que todas y todos dormimos de lado mientras vemos esa realidad paralela, chupándonos el dedo gordo mientras las pesadillas se debilitan para comenzar la función del quinto… sexto… séptimo partido. También leo en la pantalla de las alucinaciones domesticas: “Una pitón se traga a una mujer en Indonesia”. Y no puedo dejar de sonreír y sentirme culpable. Estoy hablando de eso que ya saben: de una tranquila decepción mutua entre esos goles tan hermosos como fugaces y este purgatorio de precipicios olvidados sin música de fondo.
Foto superior: Clive Brunskill/Getty Images.