“El que ha superado sus miedos
será verdaderamente libre.”
Aristóteles
Tendría ocho años cuando presenció por primera vez aquel suceso. Su padre veía una película del Indio Fernández en el bromoso televisor moderno traído por su compadre de los Estados Unidos que, aunque nuevo, necesitaba de vez en cuando unos golpes en los costados para que la imagen volviera a ser nítida. La tambora se escuchó a lo lejos, don Fermín dio un largo suspiro como de molestia, se levantó y apagó el aparato.
—¡Cristóbal! —Gritó.
Cristo estaba en el patio “jugando” con sus luchadores de plástico, mas no como podría pensarse; el de calzoncillo blanco no saltaba de la tercera cuerda para caerle al del calzoncillo rojo; el de máscara plateada no le aplicaba una llave al de la negra con el rayo en el rostro. Aquel juego de lucha libre que su padre le compró en el mercado hacía un mes no le resultaba atractivo, pero por los reclamos —¡yo gastándome dinero en ti pudiendo comprarme unas cervezas, todo pa´que lo tengas allí arrumbado!— y regaños —¡juega, carajo!, ¿no eres un niño normal, o qué? ¡Chingada madre!—; se obligaba a dedicarle algo de tiempo a la simulación, no sólo de las luchas, también del fútbol, tiro con escopeta de balines a pájaros en los cables de luz y a la admiración de mujeres en las revistas eróticas que su padre le pasaba afirmándole las buenas nalgas o tetas que tenían las modelos, sin saber que en ese momento era imposible el despertar del cosquilleo en la entrepierna de su hijo.
Su padre podría caerle de sorpresa para inspeccionar que estuviera haciendo “cosas de hombres”, así que prefería imponerse esas rutinas casi a diario después de volver de la escuela para evitarse problemas.
Recogía todo para dejarlo bajo el zaguán y evitar el riesgo de que las lluvias de julio pudieran echar a perder sus juguetes, cuando su padre, desesperado y escuchando la tambora más cerca volvió a gritarle.
—¿Quieres que te traiga de las orejas o qué pues? Cabrón.
Cristo dejó el cuadrilátero y los luchadores sobre la lavadora, se sacudió la tierra de las rodillas y fue deprisa adonde su padre.
—¿Qué pasó, pa´?
—Ven, vamos a la plaza, quiero que veas algo.
Emerilda, su mujer, iba llegando de la tienda de don Paco con dos bolsas de mandado.
—¿A dónde van, Fermín?
—A la plaza, ¿no escuchas la tambora? Llevan a un joto. Ya es hora de que vaya sabiendo qué son pa´ que sepa a qué huirle.
—Ay, Fermín, Cristo todavía está chiquito.
—Ni madres, yo presencié el Divino Escándalo por primera vez a los cinco o seis años.
—Eran otros tiempos, viejo.
—Eso que ni qué. Ahora cómo abundan estos jijos de la fregada.
Arcángel del Rincón siempre fue un pueblo conservador sin importar que viera llegar, como muchos otros, el nuevo siglo. En pleno 2000 las mujeres seguían usando faldas largas no por convicción, sino porque los atavismos así lo imponían, aunque en 1986 fue la última vez que se tachó de “puta” a una joven: Marisol, hija de don Pedro el carpintero, por usar una falda uno punto cinco centímetros arriba de la rodilla y, por consecuencia, vérsele arruinada la vida, pues ya nadie quiso cortejarla, mucho menos ser asociada con ella, obligándose al claustro y cuidado de sus padres por el resto de sus días.
Nadie tuvo la osadía de violar las leyes implícitas, entre las que se encontraban no estudiar después de la secundaria, en algunos casos casarse después de la secundaria, aceptar el rapto de quien le echara el ojo sin importar si el pretendiente gustara a las muchachas, convertirse en abnegadas amas de casa y fábricas de chamacos, encargadas de todos los menesteres del hogar mientras los hombres podían o no cumplir su papel de proveedores como lo juraban ante el sacerdote al contraer nupcias sin ninguna consecuencia; y eso sí, estar habilitados para normalizar la infidelidad, el abuso de alcohol, la aplicación de la violencia a su cónyugue o hijos, entre una larga lista de malos procederes que nadie durante décadas, ni siquiera hoy en día, se ha tomado la molestia de cuestionarse.
Pero entre todo, lo que menos se toleraba en Arcángel del Rincón era a los homosexuales, y tenían una razón. Según cuentan, todo comenzó en tiempos después de la Revolución, cuando apenas estaba poniéndose un poco en orden el país, pero aún existían grupos de bandidos que saqueaban pueblos, dejando uno que otro muertito y abusando de sus mujeres. Por Arcángel estaba el de La Puerca, un malandrín desertor del ejército de Zapata que durante toda la revuelta usó el emblema de la Revolución para comer y beber gratis y tener dónde pasar los días y las noches de manera estratégica alejado de las zonas de conflicto.
Cuando se medió calmó el asunto armó su grupo y se dedicó a las fechorías por donde le diera la gana, mas La Puerca en la parte de los abusos procedía de manera diferente: sólo él estaba autorizado para los ultrajes y cosa curiosa, no abusaba de mujeres, sino de hombres. Dicen que cuando llegaba a un pueblo, precedido por su fama, se encontraba en los arcos de entrada a montones de mujeres con monedas de oro y plata, entre otras valiosas posesiones, dadas como ofrenda a cambio de que no contagiara a alguno de sus jóvenes de lo que consideraban una terrible enfermedad: que a un hombre le gustara otro.
La Puerca, que debía su apodo a los ciento treinta kilos que se concentraban casi por completo en la panza, a veces aceptaba las ofrendas y se marchaba sabiendo el miedo que dejaba su sola presencia, en otras ocasiones ingresaba a los pueblos poseso de deseo carnal y derribaba puertas a patadas y balazos para llevarse a jovencitos veinteañeros que volvían a sus hogares después de varios días con lo que sus familias consideraban una mancha imborrable. Así el bandido y su comitiva fueron de un lado a otro por la zona centro occidente hasta que arribó a Arcángel del Rincón.
Los habitantes sabían que tarde o temprano llegaría el momento y tras varias reuniones en la Casa Ejidal decidieron que le pedirían a Vicente Morales que fuera el encargado de enfrentar, si era necesario, a esa bestia maldita.
Vicente Morales tenía el mote de “el más cabrón del pueblo”, tenía en su haber tres robos de muchachas que apenas embarazadas dejó; su fama de bebedor y buscapleitos le dotó de un aura violenta que pocos se atrevían a confrontar. Vivía de la herencia de su padre, un hacendado que murió en los Estados Unidos y lo único a lo que se dedicaba Morales era a levantar el codo para beber mezcal y tequila en la casa del Pecas que fungía como cantina.
El pueblo suponía que no saldría barata la cosa, Vicente era ambicioso y por ello cuando enviaron al comisario a hacerle la propuesta llevaba un saco con ciento diez monedas de oro, pago suficiente para que se encargara de La Puerca y sus compinches. Morales aceptó y hasta invitó una ronda a todos los presentes. Por unos días el pueblo de Arcángel del Rincón durmió en paz.
Era un domingo a las siete de la mañana cuando el trote de caballos se escuchó por la vereda, cuatro tiros al aire se sofocaron apenas se perdieron en el cielo y las campanas repiquetearon anunciando las malas compañías. La gente se asomó por las ventanas, algunos valientes inclusive abrieron sus puertas y dejaron ver medio cuerpo; los bandidos se postraron bajo el arco de tabique que sostenía en las alturas al Arcángel Gabriel y no pudieron evitar mostrar caras de sorpresa al no ver nada para ellos.
Vicente Morales apareció por una de las calles en su caballo y a paso lento se acercó con una mano haciéndose a un lado la gabardina para que los bandidos divisaran su revólver mientras con el dedo índice iba acariciando el gatillo. La Puerca y su gente no se inmutaron, lo dejaron venir tomando las mismas precauciones: mano al costado derecho, dedo en el gatillo, cuando estuvieron a un par de metros sólo los labios de ambos se abrían y cerraban en un diálogo indescifrable para los pobladores y para los otros bandidos quienes retrocedieron por órdenes de su jefe. Sin que nadie lo esperara, la Puerca y Morales, solos, se marcharon por la vereda, tomando una bifurcación sobre un camino angosto que casi nadie ya utilizaba.
Los secuaces bajaron del caballo y se sentaron en unas rocas, sacaron una baraja española, cigarros y botellas de Charanda mientras su jefe y Mendoza se perdían entre los matorrales. La gente del pueblo pensó que irían a debatirse en un duelo, a realizar alguna negociación o diálogo, cualquier cosa menos lo que en realidad sucedió. Chema Gutiérrez, un joven curioso que miraba desde arriba de las tejas de su casa, no pudo evitar que la curiosidad le revolviera las tripas y bajándose como un gato y saltando las cercas de piedra llegó hasta el camino que tomaron.
Cuidando dónde pisaba y procurando que el pasto crecido y los árboles lo cubrieran, los divisó. Sus ojos no dieron crédito cuando Vicente apretó a la Puerca de las nalgas y sus labios tocaron los del delincuente. La Puerca temblaba de excitación y sorpresa, Morales parecía disfrutar eso porque sonreía mientras sus manos recorrían el vasto y obeso cuerpo del rival. Chema no fue capaz de ver más, regresó sin importar el ruido causado y la posibilidad de ser descubierto, pero los amantes estaban absortos ya en el gozo de los sexos encontrados.
Después de media hora volvieron al arco del pueblo y mientras muchos se comían las uñas de los dedos por la ansiedad, para su sorpresa vieron cómo La Puerca le decía a sus hombres que se marchaban. Vicente bajó del caballo y lo jaló del cabestro con aire heroico, vitoreado por los pobladores que salían veloces a su encuentro para agradecerle el favor.
La plaza bullía de alegría y entre todos se armó la fiesta. Aquel día se volvieron tres de júbilo donde el alcohol y la música no cesaron y la comida nunca faltó. Desde esa vez Arcángel del Rincón vivió en armonía a pesar de las noticias de que la Puerca continuó atormentando a los pueblos hasta que el ejército lo emboscó casi un año después junto a su gente, allá por los Altos de Jalisco.
Vicente Morales siguió siendo el mismo, pero ahora nadie lo juzgaba y hasta se le respetaban sus vicios. Así fue por algunos años hasta que cierta ocasión en la cantina del Pecas, pasado en extremo de copas, le agarró la nalga a Juventino, el adolescente hijo de Seferino, el albañil. El joven iba de parte de su madre a pedirle que ya volviera a casa porque llevaba todo el día allí y no tenían comida, pero era día de raya y el Sefe no estaba dispuesto a volver hasta agotar el último de los pesos designados al pisto. Cuando Morales le agarró la nalga, Juve pensó que fue accidentalmente, un acto reflejo, una broma, mil cosas, menos que la lujuria habitaba al héroe.
El Sefe estando de espaldas sobre la barra no vio el primer acto, pero sí el segundo, cuando su hijo se iba y Vicente lo agarró por detrás y se lo quiso subir en las piernas. No sólo él, todos los parroquianos se pararon furiosos y Morales al caer en cuenta de su exhibición pidió disculpas echando la culpa al Sotol.
No obstante, el acto marcó una pauta, el chisme de la osadía del héroe del pueblo se corrió como pólvora encendida. Cuando el mitote llegó a Chema Gutiérrez, convertido ya en hombre, recordó aquella visión que por tanto tiempo suprimió en su cabeza y ya con la madurez y el valor que provee la experiencia, fue con el comisario a narrar lo presenciado aquel día con la Puerca. Escandalizado, reunió a sus hombres de confianza y al día siguiente, sabiendo dónde encontrar a Mendoza, lo sacaron de la cantina sometido entre varios; lo amarraron con las manos por la espalda y le indicaron que comenzara a caminar.
Los hombres, hirviendo de coraje, estaban decididos a llevarlo a la plaza para juzgarlo, pero antes de hacerlo a alguien se le ocurrió la idea de despojarlo de sus ropas y exhibirlo por las calles del pueblo. Gritando consignas ininteligibles y sin pensar la razón o el sentido, motivados por la ira, todos asintieron y fue despojado a tirones de botas, camisa, cinto piteado, pantalones, calzones, hasta quedar a flor de piel. El paso era demasiado lento, así que lo montaron en un caballo que se encontraron en el camino enlazado en el árbol de un corral. El trayecto, que atrajo poco a poco a curiosos, duró más de una hora y para cuando llegaron a la plaza, casi todo el pueblo estaba congregado, incluso un señor con sus dos hijos. Eran músicos integrantes de una banda de viento, uno con trompeta, otro con trombón y otro con una tarola, tocando durante la procesión que después sería conocía como “La marcha del divino escándalo”, aseguran los cronistas, porque los gritos y consignas hicieron que el padre Benítez terminara el rosario y saliera a ver qué estaba pasando.
—¡Jesucristo! ¿Pero qué demonios están haciendo?
Nadie se molestó en explicarle al sacerdote la situación, pero no hizo falta porque el padre no intentó defender al hombre cuando vio que lo bajaban del caballo y lo ataban al mástil de la bandera que hacía mucho no ondeaba en Arcángel; comenzando a colocar trozos de leña rociados de alcohol que comenzaron a arder cuando un cerillo lanzado desde el gentío apenas los tocó.
El cuerpo de Mendoza fue retirado hasta que el hedor se convirtió insoportable y los comerciantes del mercadito de los lunes afuera de la casa ejidal comenzaron a quejarse del exceso de moscas y algunas infecciones acuñadas al cadáver.
Pasaron los años y poco se habló del acto hasta que la maldición volvió entre preguntas a Dios por parte de las beatas: “¿Por qué nos castigas así, Señor?” “¿Qué hicimos para merecer tu desprecio?” Juventino, el hijo del albañil, había sido encontrado por su hermana pecando en la propia cama de sus padres cuando ésta volvía de una fiesta donde se encontraba toda la familia y a la que Juve no quiso ir alegando sentirse mal. Cuando cumplió con el protocolo social, Rosita solicitó permiso para ir con sus amigas a dar la vuelta, por lo que se dirigió a casa para darse unos retoques de cabello. Al entrar escuchó unos sonidos extraños para sus todavía inocentes quince años, fue así que encontró a su hermano con la Toñita, un amigo amanerado que se esforzaba demasiado para sostener esa “hombría” exigida a todos los hombres del pueblo.
Por más ruegos para guardar el secreto, Rosita contó a sus padres el horror, y a sabiendas del destino de su hijo si se hacía público aquello, los golpes que el albañil le dio los hizo en silencio, mas Juve, harto de reprimir sus deseos salió ensangrentado gritando a los cuatro vientos que amaba a Antonio… que le gustaban los hombres.
Su destino fue el mismo que el de Mendoza, excepto por el asesinato abrasado, más que por piedad por los problemas sanitarios subsecuentes. Así los días del “Divino Escándalo” se repitieron de vez en cuando hasta los tiempos modernos cual tradición enraizada, acuñada a que el amorío entre hombres (y recientemente se presentaban casos de mujeres) era considerado una maldición esparcida por el bandolero y su amante.
Para evitar el humillante destino, muchos de los hombres que tenían claras sus emociones se iban del pueblo alegando trabajos u oportunidades de estudio. Los menos, los que no tenían posibilidad o ganas, debían cuidarse bien las espaldas o terminarían como el individuo al que iban a ver Fermín y su hijo para que fuera testigo del castigo a los sinvergüenzas.
Cristóbal no resistió mirar el rostro de Chavita García, se notaba que el andar del caballo le calaba el culo, llevaba las piernas rojas y una expresión de dolor de alma ante los huevos que le lanzaba la gente mientras la tambora tocaba a todo pulmón. Cuando lo bajaban del caballo y lo amarraban al asta para que cumpliera una sentencia de veinticuatro horas para después, implícitamente se marchara del pueblo; le preguntó a su padre por qué hacían semejante cosa, por qué lo llevaba a presenciar ese violento acto.
—Por mayate…. para que sepas lo que le pasa a los que no se vuelven hombres.
Él pensaba que ya era uno. Tenía “pito”, como le decían sus compañeros de la escuela.
No entendió. Solo se confundió más.
El tiempo pasó. Su padre siguió comprándole juguetes bélicos, lo llevó a la ciudad con Mercedes la prostituta para que se estrenara en los actos carnales, lo metió al equipo de fútbol… pero Cristo seguía sin entender aquella obsesión, máxime cuando a los trece años entró un grupo de pobladores por su padre, desnudándolo en la calle y montándolo en un caballo para llevarlo a la plaza.
—Lo encontraron con el compadre —dijo su madre, llorando entre gritos de humillación y desolación.
Sólo allí entendió. Lo que su padre quiso decir todo ese tiempo con intransigentes acciones era que no deseaba que se convirtiera en alguien como él.
Al día siguiente ni su madre ni nadie quiso acompañarlo a liberarlo, su padre no se atrevía a verlo a los ojos, pero Cristóbal lo tomó del rostro y lo obligó a hacerlo. Llevaba una cubeta con agua tibia y un paliacate con el que le limpio el cuerpo, también un morral con algo de ropa que le ayudó a ponérsela mientras curiosos miraban por las ventanas de sus casas e inclusive uno que otro gritaba improperios al padre y al hijo.
El sacerdote llegó en su Grand Marquis negro, se bajó y pasó a unos metros suyos indiferente, en quince minutos comenzaría la misa de siete. Cristóbal pensó en decirle tantas cosas, que lo entendía y le quería igual, aunque según todo lo que le dijo en la vida “él no fuera hombre”; que no había nada de qué avergonzarse, que no existía mayor pecado, delito, mentira, error, como quisiera llamarle, que la propia negación de lo que uno es. Pero no lo dijo porque todo eso en la voz de un adolescente no tendría fuerza, sería hueco, por ello optó por lo mejor que pudo hacer en esas circunstancias: darle un abrazo, un beso en la mejilla y pedirle que no se marchara.
No lo hizo.