El consumismo, según ciertas definiciones, es el deseo humano de poseer y obtener productos y bienes que superen las necesidades básicas de uno. Las necesidades básicas generalmente se refieren a tener suficiente comida, ropa y refugio.
Otra definición menos discutida de consumismo implica que los compradores conozcan sus derechos en la búsqueda de protección contra el trato injusto o que sean aprovechados por los comerciantes. Sin embargo, muchas referencias al consumismo nunca, o casi nunca, refieren a personas que compran libros.
Cultivar el arte de la insolencia
El escritor catalán, Enrique Vila-Matas, cita al mexicano Juan Villoro en un café en Barcelona, que a su vez es un aforismo de Georg Christoph Lichtenberg, muy ad hoc para aludir a los “enfermos de literatura”: “En cuanto se tiene un padecimiento, se tiene una opinión propia”.
No hay nada más equívoco que aquel lector que cree tener el control de sumersión al inframundo de la literatura. Nada más iluso. Ése romántico, neófito en los avatares literarios, ha sido tragado por el maelstrom del parnaso; no hay vuelta atrás, no hay migas de pan en el camino. Despertará un día y se preguntará con ingenua y tierna fruición: ¿Cómo llegué aquí? Al tiempo que las repisas, la mesa, cama o sillas, comenzarán a colmarse de a poco, como si se tratase de una población nueva, quizá ajena al entendimiento de las masas, absurda o patética, de libros; entes dispuestos a reemplazar los vacíos emocionales, ahuyentar demencias y esquizofrenias, o tal vez ensalzarlas. Colonizadores en potencia.
Friedrich Hölderlin, poeta alemán del siglo XIX, catalogó a los libros como un imperio vasto que suele cimentarse en las entrañas de las personas para nunca más dejarlas. La posesión y el deseo se funden arrogantes en la psique, juegan y transmutan, se divierten como las colegialas, se apoderan del sentido del lector.
“Convertir en literatura todo lo que pasa en la vida”, sentenció Sergio Pitol, el gran ensayista, traductor de Henry James y Jerzy Andrzejewski, el “mago de Viena”, asentado en Xalapa, Veracruz, y quien creía que acumular libros era, más que un arte, un misterio cotidiano y enigmático.
“Por lo general salgo sin comprar porque de inmediato, ante la vista de los libros, mi deseo de posesión se dispersa no sobre varios libros posibles sino sobre todos los libros existentes. Y si por azar compro un libro, salgo sin ningún contento, pues su adquisición significa no un libro más sino muchos libros menos”, escribió el magnífico cuentista peruano Julio Ramón Ribeyro, autor del incomparable “Los gallinazos sin plumas”.
Paulatinamente, y al sonido de un latido que incrementa la velocidad, se apodera del lector el deseo de las “marcas”, no menos que un señalado consumista frívolo. El aficionado a la literatura inició su viaje con casas editoriales como Editores Mexicanos Unidos (EMU), Tomo, la colorida Porrúa y sus columnas dobles, que fungen estupendamente en la formación lectora, pero de a poco comienzan a coquetearle algunas portadas negras, las famosas oscuras de Maxi Tusquets, la colección de bolsillo de Tusquets Editores, incorporada al Grupo Planeta en 2012. A la par, se incorpora Debolsillo: grandes próceres de la literatura universal se agazapan en sus filas, con traducciones nada desdeñables.
Sin embargo, esto al asiduo literario no le basta, hay una concavidad en su esternón que le incordia, una punzada desagradable que brama y que hace voltear al recipiente hacia las estanterías donde habitan las élites, las cúpulas de la literatura.
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Ahí se encuentra una gama polícroma de perros del mal, de hijos bastardos, ahí está Anagrama, la gran nodriza que pare por placer. También se encuentra Cátedra y sus dantescos prólogos. Qué decir de Alianza, la española que seduce con su doctrinal filosofía. La madrileña Siruela, que lleva en sus lomos a Ítalo Calvino con su Seis propuestas para el próximo milenio. Alguien le dijo que a Foucault lo encuentra en Siglo Veintiuno, que Octavio Paz se halla en Seix Barral. Sin mucho cuidado, a ciegas, el susodicho va suspendido por el acantilado; conoció a Hiperión: Charles Baudelaire, Arthur Rimbaud, E. E. Cummings, Stéphane Mallarmé, son algunos de sus comandantes. A lo lejos se ve Edhasa y a toda la “Generación Perdida” liderados por John Dos Passos, F. Scott Fitzgerald y John Steinbeck.
Editoriales, libros, títulos y autores que dejarán en la quiebra al lector, pero que jubiloso acudirá con sus adquisiciones para seguir alimentando esa parada de madera que alberga en su hogar. Leerá a placer. Leerá cuando quiera. Leerá cuando pueda. Pero sobre todo, seguirá consumiendo, en el estricto acto de consumir, devorar y arrasar como el “enfermo de literatura” que es. Será preferible, incluso, gastar todo su dinero en letras que en ropa. El lector estará sentado, observando el librero, y de súbito se levantará, irá al mueble, tomará un libro al azar, lo abrirá y leerá un párrafo entero, y todo habrá valido la pena.
Al respecto, Zambra, Alejandro Zambra, argentino, escribió alguna vez: “Me gusta esta solución, pues la presencia de libros para mí siempre ha estado asociada a la ausencia de ropa. Desde la adolescencia me acostumbré a comprar libros con el dinero que una vez al año me daban para renovar el armario; conseguía algunas prendas de segunda mano como coartada y luego me lanzaba feliz a hurguetear en las librerías, de manera que siempre andaba pésimamente vestido pero felizmente arropado con la mejor literatura”.
Amén por ello. Amén por acumular libros, leídos y no leídos, otros releídos, en aras de un espíritu venturoso, ávido de nunca sanar esa enfermedad llamada LITERATURA.