He vivido borracheras horribles que me han generado vómito y mareos insoportables, que me han hecho dar resbalones y que terminan con mi cuerpo en el suelo —la culpa fue de las suelas lisas de mis desgastados zapatos—, también las que terminan en besos con mujeres hermosas —¿o habrá sido en un sueño?— o en el intento de golpes de compañeros periodistas por picarles sus lentes con mis dedos —así de chillones son—, pero nunca había tenido una borrachera tan severa como la de este jueves 7 de septiembre de 2017. Todo sucedió después del llamado espontáneo de una amiga para vernos en el Bucardón: “¡Es noche de rock argentino!”, me dijo. “Voy para allá”, respondí. “Yo estaré aquí hasta las doce de la noche”, agregó, (eran las nueve de la noche).
Después de un largo viaje llegué minutos antes de las doce de la noche al sitio acordado. La busqué en cada rincón del bar y no la encontré. Corroboré que ella ya no estaba ahí, cuando sus mensajes en WhatsApp decía que dudaba de que yo hubiera llegado. Tomé una foto para que me creyera y en ese momento un mareo en mi cabeza, voltee hacia el techo y vi cómo los ventiladores danzaban al ritmo de Nos siguen pegando abajo de Charly García. Salí del bar mientras el suelo bailaba sin parar cada vez con más intensidad.
Entre borrachos y sobrios la calle se comenzó a poblar. Luego nos enteramos que fue un sismo de más de 8 grados y yo ya no pude entrar al Bucardón hasta una hora después o más. Parado en la esquina de Bucarelli y Donato Guerra observé cómo la vida se iba acomodando de nuevo. Luego un hombre me contó un par de chistes a cambio de cinco pesos y una mujer me vendió un cigarro sabor cereza y me dijo: “cuídate mucho muñeco”. Otro hombre que echado en el sueño sostenía un panalito de Tonayán gritaba demencialmente: “¡Qué vuelva a temblar!”
Finalmente, más por orgullo que por convicción, entré al Bucardón para pedir una cerveza. Todos bailaban rolas de Cerati y Fito Páez, sin mayor preocupación. Un hombre ya estaba derrotado, boca a bajo, en un sillón. Hermosas mujeres besaban a hombres feos con facha de Gustavo Cerati y en el baño ya alguien vomitaba en el excusado. Saludé a un amigo que ya estaba bastante ebrio y dialogamos sobre nuestra vida de lobos solitarios. Me acabé la cerveza y las luces se encendieron, la música se acabó y entonces salimos, mi amigo borracho y yo sobrio, pero todavía mareado. Un largo viaje a casa abordo del trolebús acabó a las cuatro de la madrugada sin haber entendido en realidad qué fue lo que pasó.
Después del sismo
Al día siguiente, sintiendo una cruda de no se qué, recordé que el 8 de septiembre del 2014 tuve la oportunidad de ver el documental llamado Después del sismo (1991), de Eduardo Salazar Pérez, quien es ex alumno del Centro Universitario de Estudios Cinematográficos (CUEC) y quien, se cuenta, alguna vez fue a Alemania a un festival de documentales, se puso mal y acabó en un psiquiátrico. La película, que pude ver en Cineteca Nacional gracias a la historiadora y cineasta Teresa Carvajal, encargada del acervo fílmico del CUEC, muestra imágenes de la Ciudad de México en colapso por el sismo de la mañana del 19 de septiembre de 1985.
El filme es un aporte relevante para la memoria de esta metrópoli asechada por la tragedia. Sobre todo para los que no vivimos de cerca este horrible momento. Nos enteramos, mi madre, mi hermano y yo, en una pequeña televisión blanco y negro que veíamos desde la ciudad de Chihuahua, segundos después de que colgáramos el teléfono con mi tío Álvaro por su cumpleaños, cuando comenzó a temblar. Yo apenas tenía seis años de edad y tres de que mis padres me habían llevado lejos del Distrito Federal, lugar donde nací.
Después del sismo, que alguna vez fue nominada al Ariel en la sección a Mejor mediometraje documental, es un material trascendente porque nos muestra lo que significó y el impacto que tuvo para una ciudad tan generosa pero extrema como es la Ciudad de México.
Ver cómo las decisiones del Ejército y del mismo gobierno los llevó a barrer con los escombros sin todavía terminar el rescate de personas atrapadas bajo fierros y piedras.
La presencia de Lula da Silva, el ahora ex presidente del Brasil, durante un evento político, acompañando a un Cuauhtémoc Cárdenas todavía joven. El andar de Miguel de la Madrid, presidente de México en aquel tiempo, sin lagunas mentales con las que terminó sus días.
Un hombre enmascarado con el nombre de Súper Barrio, queriendo organizar a los damnificados y claro, la crónica del único periodista en México que tenía teléfono satelital en su carro: desde ahí narró la secuelas del temblor el ahora fenecido Jacobo Zabludovsky.
Mujeres reconstruyendo sus hogares literalmente, jalando carretillas y poniendo tabiques. Imágenes, también, de un jovencísimo actor Luis Felipe Tovar tomando agua en un anuncio televisivo del amado y odiado Carlos Salinas de Gortari. Mencionar de paso, que en esa misma propaganda gubernamental sobre programas sociales ya en tiempos del Salinismo, aparece Vanessa Bauche, aquella actriz que encarnó tiempo después a la activista Digna Ochoa, en un documental del veterano director de cine mexicano Felipe Cazals, vestida de maestra de primaria y en un salón de clase.
Después del sismo vino la «Solidaridad».
Tres años después, la Ciudad de México sobrevive un sismo de 8.2 con epicentro a 133 kilómetros al suroeste de Pijijiapan, Chiapas. Increíblemente la Ciudad está arriba, pero nos llegan noticias de que Juchitán, en Oaxaca, medio pueblo está bajo los escombros. Decido entonces ponerme ebrio antes de que venga otra maldita réplica del temblor del jueves y nos haga pensar seriamente en nuestro sentido de finitud. ¿Lo lograré?