Era junio de 1986 y yo era un niño de ciudad perdido en un pueblo frío de la montaña. No comprendía por qué mis padres habían decidido dejar la gran urbe, la colonia popular, la calle con grafitis y mariguanos. No sabía qué hacer en un ese paraje lleno de árboles, huertos, frutos y aire limpio.
Éramos pobres, pero nos quedaba un televisor que algún día había sido lujoso. Era un Philco a colores, con una caja enorme repleta de bulbos que requerían de varios minutos para encender por completo.
Un año antes pasamos por el temblor. En el pueblo, ese temblor se sintió fuerte y espantó hasta a las gallinas. En la ciudad, la que acabábamos de dejar, el temblor lo tumbó todo. Tumbó edificios, casas, tiendas y vidas.
Nuestra madre, para tratar de animarnos, nos dijo que si hubiésemos seguido en la ciudad, tal vez el temblor nos hubiera aplastado. En cambio, en el pueblo solo se asustaron las gallinas.
Y no pasó de eso.
Mi padre casi nunca estaba. Trabajaba aún en la ciudad y solo nos visitaba cada dos semanas para dejarle algo de dinero a mi madre. Y para que mi hermano y yo nos enseñáramos a trabajar en el campo. Pero ni a mi hermano ni a mí nos gustaba el campo. Nos gustaba comer frutas, correr entre los surcos, treparnos a las ramas. Y nada más que eso.
En el pueblo no pasaba mucho. Algunas mujeres salían por la mañana a comprar la carne. Otras a comprar la verdura. Otras a trabajar en el campo. Algunos hombres salían desde muy temprano y llegaban por la tarde un poco cansados. Algunos se bañaban para descansar y otros pensaban que no tenía caso.
Nosotros íbamos a la escuela temprano y regresábamos a mediodía.
En ese pueblo no pasaba mucho, pero teníamos el televisor a colores donde se veían telenovelas, programas de comedia y algunas películas los fines de semana. Un poco de televisión hacía olvidar un poco la pobreza.
Y entonces llegó el Mundial. No recuerdo conocer tanto del deporte; no había un padre o un adulto que me guiara, así que tuve que entenderlo por los comentarios en las transmisiones. Ya existía Hugo Sánchez, Pablo Larios, Fernando Quirarte, Tomás Boy, Javier Aguirre y Manuel Negrete.
Manuel Negrete metió un golazo en el Azteca. Dicen que es el mejor gol de todos los mundiales. Lo metió de media tijera en contra de la selección de Bulgaria. En cambio, el ya engreído Hugo Sánchez falló un penal contra Uruguay. Era el minuto 90 y después de eso la gente comenzó a odiar a Hugo Sánchez.
Yo también comencé a odiar a Hugo Sánchez.
Años después lo odié tanto que comencé a seguir al Barcelona, porque si odiaba a Hugo Sánchez, tenía que odiar al Real Madrid.
México avanzó hasta los cuartos de final, pero en esa ronda se enfrentó contra Alemania. Ya no recuerdo casi nada del partido, pero sí de los penales. Recuerdo que mi madre dijo que México era malo en los penales. Y entonces fallaron Fernando Quirarte y Raúl Servín.
Mi madre apagó el televisor y presumió tener razón.
Desde entonces, en ese televisor a colores ya solo se vieron telenovelas.
TE PUEDE INTERESAR:
Mi primer Mundial: Francia, 1998