Por Eduardo Pérez Arroyo*
—Maestra, déme un Naranjito que tenga una carita feliz.
No tengo pruebas, pero tampoco dudas, de que el requerimiento le habrá sonado a mi abnegada educadora de párvulos como una bofetada.
—Con lo bien que se han portado hoy y quieren que les dé un Naranjito.
Tenía razón. En aquel tiempo éramos unos barbaros. Unos mocosos, pero unos bárbaros.Es claro que hay un contexto. Corría el año 1982 y en el país las cosas caminaban al borde de la cornisa. Chile se desangraba por la dictadura de Pinochet. Por esa época —no recuerdo si empezó exactamente antes o después— estaba la crisis. Pinochet había ordenado la devaluación.
Los 39 pesos que costaba un dólar mágicamente subieron a más de 600. Si alguien tenía alguna deuda en dólares —y en ese tiempo, otro delirio de la dictadura, todo se compraba en dólares—, de la noche a la mañana esa deuda se había literalmente multiplicado por más de 15. Fábricas y empresas cerraron. El desempleo subió al 23%, una cifra crítica para un país como Chile. Vino la recesión, con ella llegaron las protestas y pronto la respuesta del gobierno. 1982 es señalado por los historiadores, con ese lenguaje que aman los historiadores, como un “momento bisagra”, es decir, el instante preciso en que un país puede comenzar a enmendar el rumbo y convertirse en Suecia o volver a sus orígenes y terminar como un país latinoamericano promedio.
En 1982 Chile volvió a sus orígenes y terminó —aún hasta hoy— como un país latinoamericano promedio: pobre, corrupto y desclasado (agravado además por su gastronomía).
Yo, mientras tanto, le pedía a mi abnegada educadora un Naranjito que tuviera una carita feliz.
En mi salón de clases las cosas no andaban mejor. Entonces los que éramos mocosos no lo entendíamos, pero con el tiempo lo entendimos. El Marcelo (agreguemos aquí un apellido de origen polaco) era un real y verdadero niño problema. Para ese tiempo aún no existían en el mundo —o si existían nadie las tomaba en cuenta— características especiales que después fue avalando la ciencia moderna como el autismo, el asperger o los trastornos: TDAH, trastorno de ansiedad por separación, trastorno obsesivo-compulsivo, trastornos de estrés-postraumático, mutismo selectivo, fobias infantiles o depresión. No tengo pruebas, pero tengo pocas dudas de que el Marcelo de apellido polaco los tenía todos, o al menos una gran parte.
Todo eso lo convertía en un líder natural. Los demás, a excepción de dos o tres, éramos unos aburridos niños normales que precisamente para salir de esa normalidad estábamos encantados de seguir las órdenes de Marcelo. Parecíamos los mocosos de El señor de las moscas, con la salvedad de que no luchábamos por nuestra sobrevivencia sino por quien hacía la estupidez más grande en contra de nuestras maestras.
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Y yo, en lo mientras, le pedía un Naranjito de carita feliz a mi abnegada educadora de párvulos.
Por último estaba el futbol. Y las cosas no andaban mejor. Yo no tenía idea, pero el Naranjito —para mí un dibujo simpático cuya calcomanía podía pegar en mi mochila— era la mascota oficial de España 82. Una naranja obesa, con cara de no ser muy inteligente. No sé qué situaciones personales habrán estado pasando los españoles a la hora de elegirla. Protegido por mi más tierna infancia, en realidad ni siquiera tenía idea de que en ese momento transcurría el Mundial de España 82.
Fue por eso que quedé completamente inmune a la catástrofe. La selección había clasificado sin problemas, entre la plantilla estaban el gran Elías Figueroa y también Carlitos Caszely, cuya principal característica por esos años era la de hablar de sí mismo en tercera persona, y los medios chilenos proyectaban sin complejos que Chile estaba para quedar entre los cuatro primeros.
El propio entrenador, Lucho Santibáñez, de figura casi tan obesa como la ridícula mascota del Mundial, señalaba a quien quisiera escucharlo: “veo a mi equipo en semifinales”. Lo demás llegó pronto y de manera natural. Chile realizó la campaña más deplorable en un mundial en toda la escasa historia del futbol chileno, perdió 1 a 0 con Austria, 4 a 1 con Alemania Federal y 3 a 2 con Argelia, hizo 3 goles y le metieron 8, y quedó en el lugar 22 de 24.
La guinda de la torta fue que el gran Carlitos Caszely, cuya principal característica era sentirse la estrella salvadora de un equipo que —palabras textuales— tenía que aprender a jugar para su estrella, erró un penal ante Austria, un penal que lanzó a Chile al Olimpo de la fama al convertirlo en la primera selección en perder un penal en un mundial en la era de la televisión a color, un penal que pudo haber cambiado el rumbo de todo un país y hacer olvidar por un instante los delirios satánicos de un grupo de mocosos mal educados liderados por Marcelo, la crisis económica, la recesión, el desempleo, el alza de la canasta básica, los milicos gobernando, las protestas, los desaparecidos, los torturados y los muertos.
No recuerdo cómo nos habíamos comportado ese día. Estoy seguro, sin embargo, que decir “Maestra, déme un Naranjito de carita feliz” a mi amable educadora de párvulos debe haber sonado a un chiste extremadamente cruel.
*Eduardo Pérez Arroyo es chileno, vivió en México y por esnobismo ya no bebe tequila sino mezcal. En la actualidad se gana la vida escribiendo (defensas corporativas para empresas mexicanas). Últimamente, desde que publicó una novela, su familia ha comenzado a tenerle algo de respeto.