Por Raúl Mejía
El papel de los críticos de cine (o de productos audiovisuales) se considera importante por su rol de guías. Arrojan, generosos, luz sobre las tinieblas en las que los consumidores nos debatimos. Aunque todos somos -en lo más profundo de nuestro ser- los mejores entrenadores de la selección nacional futbolera, señeros directores de cine o autores de novelas no sólo de éxito comercial sino de calidad absoluta, la mayoría de las veces tenemos poca o nula experiencia en esos rubros, pero es difícil mantener a buen recaudo al pequeño experto que todos llevamos dentro y nos ponemos intensos al salir de ver una película.
Con unos tacos al pastor enfrente, dictaminamos sobre la calidad del producto recién disfrutado o padecido. Nos seduce la necesidad de puntualizar los errores de la trama, lo desdibujado de los personajes, el poco cuidado de la edición y el carácter predecible de la historia… o todo lo contrario, claro.
¿Hay diferencia entre un simple opinador (la mayoría de nosotros) y un crítico? Pos yo creo sí. La importancia de la crítica nadie la discute. Digamos que sin crítica se llega fácilmente a los absolutismos en el cine, la literatura o el gobierno. Así pues, dejo en paz a los críticos y me ocupo de los opinadores, los reseñistas -por decirles de alguna manera para efectos de este texto.
¿Cómo toma un director de cine, un actor, un guionista esas observaciones a su trabajo? Para empezar, los únicos que saben de lo que va el asunto son el director y el autor del libreto o la novela en que se basa su producción. Y sí, todos hemos visto cintas con actores respetados en películas infames.
Nos preguntamos si acaso no leyeron el libreto antes de participar, pero olvidamos que, por ejemplo, Robert De Niro o Kathy Bates (con mucha frecuencia) también tienen deudas económicas, compromisos o caprichos y sólo participando en cintas baratas pueden solventarlas. No siempre se hacen películas inmortales o de culto… ni obras de teatro. Hay para todos pues.
Tengo cuatro amigos que se dedican a eso de hacer películas: Sylvain Provyllard, Alberto Zúñiga, Juan Pablo Arroyo y Adrián González. Cuando están en la soledad de su recámara o lavando los trastes ¿qué emociones pasan por su cabeza cuando leen las “críticas” a sus trabajos? Me refiero a la de los reseñistas, porque, en general, las de los amigos son, como alguna vez lo dijo Octavio Paz (cito de memoria y seguramente mal): “… con las opiniones de los amigos pasa como con la mucha luz o la mucha sombra: no dejan ver”.
Uno de ellos alguna vez me dijo que el día del estreno está angustiado, anda como chile en comal (de un lado para el otro) y está seguro que todo lo realizado no le gustará al respetable y sabio público. Es el momento de la hipersensibilidad. Lo que más desean los directores es que todos los esfuerzos y talento puestos en el filme sean del agrado del público y de esa masa variopinta de “expertos” en materia cinematográfica.
Es probable que, en el fondo de su ser y como una forma de auto aliviane digan que, en realidad, sólo el punto de vista de cuatro o cinco personas les resulta esencial; con lo demás hay que lidiar.
Sin embargo, no es de parte de esas cuatro o cinco personas entrañables de quienes reciben las primeras impresiones, sino de los opinadores profesionales. Esas criaturas que vienen de regreso de todo, han visto todo, saben todo, anticipan todo y sueltan decretos implacables. ¿Cómo les afectan las opiniones de los expertos quienes, en general, nunca han estado dirigiendo o actuando en una cinta, una obra de teatro, una serie?
Sería interesante saberlo.
Esa angustia la vivimos todos cuando hacemos algo, sea el trabajo cotidiano o cuando se le presenta al asesor de tesis algún avance de ese preciado documento. Pero la tensión, la angustia de un actor, guionista, director de cine o cualquier producto audiovisual debe ser mayor porque, en función de los recursos empleados, el efecto de las opiniones puede ser devastador.
Una novela se hace en soledad, la pintura abstracta que vemos en una inauguración igual, un texto de opinión también. No convocan, para su manufactura, prácticamente a nadie ni requieren recursos onerosos -como el pago a los actores, guionista, iluminadores, equipo de producción, promoción, locaciones y un largo etcétera. ¿Qué mueve a esos sujetos que hipotecan la casa, se endeudan, piden patrocinios o becas con tal de ver su proyecto hecho realidad?
Las respuestas van desde la clásica “es lo único que sé hacer y esto es mi vida” hasta las pragmáticas: “sólo se trata de un negocio y a eso me dedico”.
Lo mismo puede decir un escritor, sobre todo si le compramos eso de “es lo único que sé hacer”. En la actualidad, con tantas facilidades para la publicación, las ediciones de autor satisfacen esa forma de ver la vida.
Con un escribidor de textos de opinión igual: lo hace por el clásico “amor al arte” (aunque no lo sea) porque, al menos en la provincia mexicana, recibir un pago por un artículo es rarísimo. Lo que se estila es que el autor agradezca encarecidamente y lágrimas en los ojos, que se publique su escrito.
No se ve en el horizonte prometedor que haya un medio michoacano que le pague al escribidor de manera decente o -más vanguardistamente- le cobre al público por el placer de leer a sus colaboradores -tal como ocurre ya con El País y cientos de periódicos o revistas en el mundo. ¿Se imaginan tener que pagar por leer a Francisco Valenzuela? Pero bueno, en estas actividades solitarias no entra en juego un gasto económico significativo. En el cine, sí.
Siempre ha llamado mi atención el papel de expertos de la mayoría de quienes usufructúan espacios en medios de comunicación cuando reseñan una película. Hasta parece que en todas las producciones en que ellos “participan”, las pifias nunca ocurren. ¿Cuántos reseñistas han hecho un cortometraje, un documental? ¿De dónde les sale lo competentes?
Va un ejemplo de lo excesivo en la capacidad opinadora de esos profesionales. Es sobre un filme dirigido por Peter Jackson. En inglés la titularon The lovely bones; en español se llamó Desde mi cielo. Se trata de una adolescente que es asesinada y desde el cielo (a donde tuvo en suerte pasar la eternidad) puede observar cómo van las cosas en la tierra. La niña tiene todo allá en el paraíso, pero extraña a su familia y no puede interactuar con ella.
No es una película de tesis ni de arte. Es mero entretenimiento. Una película palomera sin aspiraciones olímpicas. Se deja ver pues, pero para un reseñista las cosas fueron diferentes. Chequen un párrafo:
Basada en una novela de Alice Sebold, esta película intenta una fusión arriesgada: el drama de sanación con el cine fantástico. El resultado es calamitoso no tanto por la premisa inicial, sino por la torpe ejecución de su director y guionistas. Donde debería haber drama y dolor profundo, hay frases para el bronce y visiones “conceptuales” del Más Allá y sus alrededores.
No logro imaginar a Peter Jackson, el director, cometiendo torpezas ni dirigiendo calamidades garantizadas al momento de decir “¡acción!” Tampoco a los guionistas en una sesión grupal comentando “la verdad esto es un desmadre. Estamos haciendo puras pendejadas, pero no hay problema”.
No dudo existan ese tipo de comentarios entre los hacedores de películas porque los churros deliberados son un género de la cinematografía mundial que reporta enormes beneficios económicos, pero suelo dar por hecho que eso de ponerse exquisitos al reseñar u opinar es puro faroleo, más una forma de decir “vean cuánto sé de cine, chamacos” que una crítica iluminadora (incluso, de los yerros).
Es posible que el reseñista de The lovely bones esté seguro del perfil elevado de sus lectores y se siente en la obligación de advertir de lo calamitoso de una historia o las torpezas del director y guionistas, pero en general, salvo las excepciones de rigor, un director trata de hacer un producto digno para la reflexión, la diversión o la angustia. No pasó el tiempo intentando perfeccionar los errores.
Cuando alguien se ocupa de crear (con la intención de dar a conocer al público e incluso de vender el producto) una novela, un artículo, una obra de teatro, un cortometraje, lo hace cuidando todos los detalles. El resultado, el juicio, la calificación, ya son asunto de otra instancia (inapelable): los consumidores, quienes “pagaron por ver”.
¿Es necesario emitir juicios tan lapidarios? Independientemente de si son necesarios o no, son parte del ecosistema de la opinocracia y es asunto de cada quien tomar en cuenta (o no) a quienes reseñan u opinan.
A fin de cuentas, uno acude al talante crítico de los amigos cuando de leer un libro o ver una peli se trata. Todos tenemos amistades de nuestra confianza y sabemos que algunos de esos sujetos son tan, pero tan exquisitos, que no estamos a la altura de sus gustos.
Hace poco vi, por fin, una cinta de Barbet Schroeder que desde mi remota adolescencia quise disfrutar y sólo hasta hace un par de semanas pude hacerlo a través de la plataforma Mubi. Para quienes pintan canas y cultivan una panza de líder sindical, les resultará conocida la película More. La música para esta peli fue obra de Pink Floyd.
Pues bien, me aburrió. No la terminé. Abandoné la aventura. Esperé medio siglo para verla y me resultó aburridísima ¿no es calamitoso? Pero para uno de mis amigos cinéfilos de cinco estrellas, la historia narrada “es muy buena”.
A ver, hállenle.
Personalmente cuando alguien a quien respeto me da su opinión doctoral, me deja con la conocida sensación de no estar a la altura de la exigencia de ciertos productos u obras. “Es mi culpa”, termina uno por asumirlo y suele ser verdad. Algunos simplemente no podemos con platillos como los que suele ofrecernos un tipo llamado Lars Von Trier. Aunque, de repente, nos sorprendemos de haber quedado gratamente impresionados con cintas rarísimas de ese señor… como Dogville, que está en mi top ten cinéfilo.
En la última edición del Festival Internacional de Cine de Morelia, la más reciente cinta de Juan Pablo Arroyo fue seleccionada en la extraña “sección Michoacán”. ¿Por qué digo “extraña”? Porque es una forma más o menos velada de ocultar que en este mundo todo se separa… hasta las películas. Lo que están dejando claro es que debemos agradecer que tan importante festival (porque lo es) abra una sección para los nativos del bajío mexicano. Es una forma apenas disimulada de agradecernos por ser tan amables y manufacturar corundas tan sabrosas (¡y el churipo! ¡Mmh yomi!).
La provincia nunca decepciona a los fuereños. Si de por sí somos adictos a comparaciones de segundo nivel como “Morelia, la Salzburgo de América” (nunca verán que algún austriaco salga con la macana de decir “Innsbruck, la Toluca de Europa”) dejar en un apartado especial a los entusiastas michoacanos es marcar un límite: una cosa es la cima para pocos accesible, y otra la realidad que, según dicen, no podemos trascender.
Juan Pablo es el único moreliano en ese show en la categoría de largometrajes. Su cinta Almas rotas es un enredo en el buen sentido del término. Bien pudo llamarse Modelo para armar e incluir un link a para seguir las instrucciones. Trata de un tipo que regresa a la casa que compartió con su pareja en algún pueblo polvoriento y se lleva la sorpresa de que su exmujer ya vive con otro chamaco. No se hace un melodrama (tentación a la cual era fácil sucumbir) sino un ejercicio narrativo y visual en el que la edición que hacemos de nuestras vidas se pone en escena. ¿Cuál es la verdadera historia que Almas rotas pretende dejar como testimonio fidedigno?
Cuando lo sepan, me avisan. Es probable que desde la primera hasta la tercer (ediciones) sean ciertas.
Si la opinión arriba expuesta en unas cuantas líneas motiva a dos o tres personas a ver la cinta del moreliano instalado en la Sección Michoacán del famoso Festival Internacional de Cine de Morelia, habré cumplido con mi intención de no ser como los reseñistas profesionales. Si la historia de Juan Pablo tiene defectos o -para estar en el tono de la reseña que sirvió de pretexto- “es calamitosa”, ya será asunto de quienes sí saben del tema. En relación a su peli anterior (Día seis) percibo en JP Arroyo una diferencia notable… y esa diferencia es para bien. Hasta ahí llega mi “sapiencia”.
Para mí, vil cinéfilo del promedio nacional, Almas rotas es un buen filme. ¿Pudo competir fuera de la división michoacana con los más picudos? No sé. No me pondré a ver todos los largometrajes. Es probable sea mejor que algunas que no debieron pagar derecho de piso (una práctica institucionalizada en esta tierra bravía)… pero aún no podemos librarnos de esas cortesías tan extrañas como las categorías de consolación.
El asunto a considerar es dejar de ser tratados como los simpáticos nativos siempre merecedores del premio a “los mejores anfitriones del mundo”.
Al menos eso creo.
Imagen superior: Flickr/Diego David García