ALGÚN DÍA MI GATO COMERÁ SANDÍA
Omar Arriaga Garcés
Dice Jean de La Bruyère que “la gloria o el mérito de ciertos hombres consiste en escribir bien; el de otros consiste en no escribir”. Epígrafe que Enrique Vila-Matas suscribe al inicio de Bartleby y compañía (2001), microcosmos de escritores que por uno u otro motivo renunciaron a la literatura.
Fórmula semejante podría ser elaborada respecto a los lectores: el mejor lector sería aquél que nunca hubiese abierto un libro, sabiendo dentro de sí que de todos modos habría podido ser un buen lector. Para eso no sería necesario leer, y si Borges se jactase de los libros que le hubieran sido dados, ese lector ideal podría gloriarse de los que conoció sin haber leído de ellos ni un solo párrafo.
Es que hay algo escondido en el acto de la lectura que nulifica tal operación, así como el sentido que pudiera colegirse a partir de las palabras consignadas, puestas por escrito; algo que interrumpe el aparente curso natural de las cosas y que no ajusta con la vida propia que se desarrolla al interior del libro… probablemente, una vorágine.
Como si el desfase entre una experiencia y otra imposibilitará desde siempre la interpretación del libro a nivel personal, su apropiación, su vivencia desde lo más recóndito del alma: “ése que está sintiéndose así, es ¿yo?”. No me la creo. “Esa nostalgia por algo que ni siquiera viví y ahora me invade de improviso, ¿es mía?”. No me chinguen, ni qué estuviera tan mal.
¿En dónde empieza el pacto, la convención, el arreglo o, en este caso, el desarreglo, tal como lo expresaba Rimbaud? Porque cada que comienzo a leer un libro (y éste invoca fuerzas que habitan y se distienden en mí, pero que no conozco y mucho menos sé diferenciar), y discúlpenme que se los diga así tan de golpe, tengo la impresión de que acabase de suscribir un contrato con no sé qué religión obscura, perdida en la noche de los tiempos.
El dilema planteado en una situación como ésta sería entonces el siguiente: o vivo mi vida, ésta donde tengo un nombre propio porque mi madre se llama así y asá y además me heredó su apellido, ésta en la que mi progenitor me legó la nomenclatura de sus ascendientes y una forma de ver el mundo; o (siempre la posibilidad de lo otro), dejo que la lectura me atrape y los diversos pasajes me guíen por caminos sinuosos y desconocidos hasta el punto de dejar de ser yo mismo…
Para los antiguos hindúes la poesía guardaba el secreto de la inmortalidad. Mito que, por supuesto, nada tiene que ver con nuestra idea de la vida eterna, la fama interminable o el recuerdo perenne de un nombre proferido aún generación tras generación. No; creo que aquellas palabras no se refieren a una inmortalidad tan ridícula.
Cuenta Calasso que luego que los dioses han sido creados y éstos se percatan de su condición mortal, precaria en el mundo, el Progenitor de Todo les aconseja acercarse a una hoguera y sacar de ella las sílabas con las que sus respectivos nombres se compondrán, de esa forma, les dice, hallarán la inmortalidad y no deberán temer a la muerte. Es ése el milagro de la poesía; milagro o…
El otro día en una sesión de un diplomado sobre libros antiguos, la conferencista contaba que los indígenas habrían creído que cuando los españoles llegaron con pergaminos y Biblias a tratar de convertirlos, era una suerte de encantamiento o hechicería la que los hacía hablar, pues recelaban que una voz hubiera de oírse (a la manera de una grabación de hoy día) desde el fondo de dichos papeles.
Creo que si alguien ha experimentado una sensación similar, ello sería razón suficiente para abandonar definitivamente la lectura. De hecho, creo que nadie debería leer: además de que se trata de un vicio, la poesía es el juego más peligroso, como ya Hölderlin señaló.
Lo que me hiela la sangre es la posibilidad de que esa vida guardaba como en un artefacto de magia negra, al final resultase autónomo, como se viene diciendo desde hace unos cientos de años, y en vez de objeto de conocimiento fuera la voluntad de alguna maligna deidad que se niega a morir del todo la que hablase a través de tales honduras.
Esta imagen de pesadilla me recuerda, aparte de un filme macabro de la infancia, la cita de Louis Massignon que María Zambrano coloca al comienzo de la primera edición de su libro Filosofía y poesía:
«Un teólogo musulmán, Hallach, pasaba un día con sus discípulos por una de las calles de Bagdag cuando le sorprendió el sonido de una flauta exquisita. “¿Qué es eso?”, le preguntó uno de sus discípulos y él responde: “Es la voz de Satán que llora sobre el mundo”.
«Satán llora sobre el mundo porque quiere hacerlo sobrevivir a la destrucción; llora por las cosas que pasan; quiere reanimarlas, mientras caen y solo Dios permanece. Satán ha sido condenado a enamorarse de las cosas que pasan y por eso llora».
A veces siento que la literatura es, por decirlo de alguna manera, una cuestión satánica, y preferiría no seguir leyendo ni mucho menos poniendo por escrito líneas como ésta.