Por Raúl Mejía
Primero lo anecdótico: el rock entró en la casa de mis padres de la mano de mi hermano Manolo. Más de cuatro décadas después, ese momento sigue presente en mi memoria. No crean que fue algo “perturbadoramente perturbador”. Fue sencillo: mi carnal llegó, encendió la enorme consola Stromberg Carlson de dos metros de eslora y todo cambió en mi vida melómana. Algún día les hablaré de las famosas consolas.
El disco LP que llevó Manolo, un escuincle de escasos once años, estaba a cargo de cuatro deidades. Luego les diré quiénes. En suma: el primer acetato que “mancilló” un hogar en donde sólo la rifaba Ray Connif, Los Románticos de Cuba, Los Panchos, Julio Jaramillo, Javier Solís y la Súper Orquesta de Pablo Beltrán Ruiz, era el hoy clásico álbum Déjà Vu, de Crosby, Stills, Nash and Young, ilustre alineación también conocida por sus siglas CSN&Y.
Me pongo de pie
A partir de esa tarde lluviosa del otoño de 1971, decidí emprender el largo y sinuoso camino de la apostasía: me declaré un esclavo feliz e impenitente del imperialismo gringo (e inglés) en materia musical. No hubo trova ni acorde folcloroide que me sedujera como para comprarme un jorongo o una flauta o sentirme nimbado con las metáforas cubanas setenteras (y hay algunas joyas inmarcesibles en ese rubro, lo sé). Jamás me dieron ganas de escuchar a Inti illimani ni a Quilapayún y menos las versiones mexicanas de esa música. Lo mío –lo reitero- era el imperialismo británico y gabacho a quienes juré lealtad perenne. Un juramento cumplido escrupulosamente hasta la fecha.
De la agrupación CSN&Y, Mr. Young se dio de baja… de hecho, creo que sólo Déjà Vu hizo con ellos. Agarró sus chivas y se fue con su música a otros lados, dando por resultado varias joyas sólo aptas para sensibilidades “más allá de la cúpula del trueno”. Menciono su álbum Harvest como una cima.
Fue tal el impacto de esa música en mi ánimo juvenil que años después (1984), en una cabaña de Villa Madero en donde vivíamos dos mujeres y cuatro hombres comprometidos con la revolución -con cargo al presupuesto, claro- le pedí a Guillermo Sánchez o Héctor León que, por el amor de Dios, me enseñaran a tocar la canción Heart of Gold del álbum Harvest. Mi incompetencia en amplias parcelas de la vida es de todos conocida, pero en materia de manejo de instrumentos musicales va más allá de lo concebible. Aun así, Memo o Héctor tuvieron la paciencia de hacerme memorizar las “pisadas” en la lira auxiliados por un ejemplar de la revista Guitarra Fácil. Así fue mi irrupción doméstica en el rock. Hasta fotos me tomé haciendo los gestos de todo rocker digno de ese nombre.
Como suele ocurrir, el tiempo siguió su curso inefable (pero inmisericorde) y en los primeros meses del 2006 ¿qué creen? ¿No se imaginan? Pues se los digo: estuve así, se los juro por ésta (imaginen la “señal de la cruz”) a un pelito de conocer al buen Neil Young en persona en el mismísimo Broken Arrow Ranch en Redwood City (inmediaciones de San Francisco). Esa oportunidad irrepetible fue posible gracias a los buenos oficios de un amigo que era parte de un grupo famoso de rock en Estados Unidos (No Doubt). Young, antigregario incorruptible, había aceptado recibirnos luego de varios trámites engorrosos cumplidos escrupulosamente, pero por pendejadas fuera de lo normal yo no pude ir… hasta pena me da recordar ese episodio infame de mi vida. ¡Ni me pregunten qué pasó! Me doy asco.
No es por exagerar, pero ese músico canadiense es un tipo cercano a la vida de muchos en este planeta y es, además, transgeneracional. Jazzmine Aburto y Sylvain Provillard, por ejemplo, son dos amiguitos de la generación de Timbiriche que en cuanto escuchan Heart of Gold berrean incontinentes y/o se arrastran por el suelo poseídos de algún espíritu vudú. Así de grande es su amor (al menos eso dicen y ¿quién soy yo para dudarlo?).
Hasta ahí el segmento de anécdotas prescindibles. Pasemos a lo serio.
Hace una semana andaba rolándola por la web cuando vi asociado el nombre de Neil Young a un terminajo extraño: PONO. Obvio, me pregunté “¿y qué fuckin shit esa cosa?”
Me puse a investigar
PONO es la incursión de Neil en el mundo de la venta de música a través de la web. En sus parafraseadas palabras: es la respuesta de un músico de culto en contra de la fiebre por escuchar basura en términos de fidelidad musical.
Disculpas por no ser técnico en el asunto. Seré elemental: PONO es un sistema de reproducción de audio que logra registros mucho más nítidos que los conseguidos a través del formato mp3. Digamos que un CD consigue registros de 44.1 khz/16 bit y el famoso PONO anda por rangos de 192 kHz/24 bit. Sin necesidad de ser experto, un amante de la alta fidelidad musical puede brincar de gusto con semejantes fidelidades auditivas (aficionados a la versión gratuita de Spotyfy, absténganse; sus oídos no están para sutilezas).
Personalmente me puse eufórico porque, sin bases ni argumentos científicos, siempre he tenido la certeza de que un disco de los conocidos como “acetatos” se escucha mejor, pero muuucho mejor que un CD o una rola bajada de iTunes –y conste que las de iTunes se escuchan muy bien. Cuando imaginé que el advenimiento del sonido de antaño estaba a unos días de ser parte de mi patrimonio intangible, me puse feliz.
Por supuesto, me dije “compraré esa PONO/chingadera al precio que sea”, pero cuando vi de cuánto estábamos hablando, el realismo me embargó y concluí: “no, pos está cabrón”. Así pues, he decidido chismearles todo de manera económica.
La propuesta del autor de rolas como Southern Man no ha tenido explosivas muestras de júbilo por parte de los compradores de música. Dicen que sólo hay de dos sopas: o el músico canadiense anda pacheco todo el tiempo o se metió un hongo sahuayero y anda en un mal viaje. Dicen sus malquerientes que esos registros logrados con su famoso PONO no los puede percibir un oído normal… salvo que sea un humano cruzado con doberman.
En términos realistas, un perro normalito gozará y se pondrá acá, cachondo, escuchando a Pink Floyd vía PONO. Pero un tipo equis como quien lee estas líneas o yo, nomás no (me informan que las ballenas tienen la capacidad suficiente como para ponerse todas locas también).
Luego me topé con un sujeto llamado Daniel Boluda. El tipejo se puso a desarmar el PONO-embrujo: “…es un reproductor que utilizará como estándar archivos FLAC (Free Lousless Audio Codec). Estos archivos comprimen menos que el mp3 (…) y portales como Bandcamp ofrecen, de hecho, los discos y canciones en estos formatos. Para hacernos una idea, en el FLAC de más baja denominación (equivalente a un CD), una canción de tres minutos ocupa aproximadamente 20mb (…) los archivos FLAC también ofrecen diferentes tipos de calidad de sonido, desde el mencionado estándar de CD (…) que Neil Young considera caca, hasta el pajote mental (el PONO) que es un poco lo que él nos vende”.
Eso me decepcionó porque no sólo soy un humano con las carencias normales y propias de mi género; además estoy sordo bien machín del oído izquierdo. El PONO no es para mí y eso me desincorpora de esa audio experiencia religiosa.
¿Cuánto es capaz de captar una persona normal (no un vil sordo como yo)?
Según Boluda “el oído humano no es capaz de distinguir entre reproducciones de 44.1 kHz y 192 kHz igual que nuestros ojos no distinguen entre 30 fotogramas por segundo y 10 mil por segundo (…) vemos lo mismo”.
Ok. Ya mataste mis ilusiones, méndigo boludo (sin mayúscula) ahora que alguien me explique los motivos por los cuales tengo la certeza (y dale con las certezas) de que un acetato se escucha mejor que cualquiera de las rolas que escucho actualmente… y siendo casi sordo del lado izquierdo.
Somos millones los aferrados que pagaríamos un buen billete nomás por acercarnos a ese sonido de puesto de fritangas que emanaba de los discos LP cuando la aguja se posaba en los surcos de donde germinaban los acordes de grupos como King Crimson, por ejemplo.
A Neil seguro le vale madres si aceptamos su PONO/propuesta. Ya saben lo que opina de sus míticos o mundanos afanes: “Prefiero seguir cambiando y perder a mucha gente en el camino. Si ese es el precio, lo pagaré. Me importa una mierda si mi público son cien o un millón. No hay ninguna diferencia para mí”.
A ver, hállenle.
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