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StaffBy Staff16 febrero, 2011Updated:23 febrero, 2011No hay comentarios5 Mins Read
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Por Alejandra Quintero

-no, por el momento no- me dijiste cuando te pregunté si podía ir a tu casa, como si yo fuera un vendedor de esos que van de casa en casa, insistiendo repugnantemente para que le compren sus productos, que además resultarán inservibles.

Imagen de Raúl Dionicio, de la serie Vientos Tóxicos

Como si me estuviera regalando y a ti te diera flojera esa actitud servicial y tristísima. Te colgué el teléfono sin pelear, hasta eso ya resultaba inútil contigo, no sin que antes me dijeras que quizá podríamos planear algo para la siguiente semana, lo de siempre, pensé, comer o ver una película y coger antes de que me eches de tu casa, porque cada vez estábamos más lejos de nuestras vidas, de nuestras realidades, que después de ocho años seguían sin coincidir, yo te busco, fue lo último que te escuché decir.

Así era, lo único para lo que nos volvimos buenos, fue para coger, yo además para volverme sorda y ciega porque me dolía tanto enterarme que estabas con alguien más, y tú, ya habías nacido con esa indiferencia que desbordabas por la mirada. Decidí salir de casa a despejarme un rato, tomar una cerveza y encontrarme a alguien quizá, alguien que no estuviera dispuesto a escuchar el relato de mi conversación por teléfono contigo.

La noche caía con un viento helado, en las noticias dijeron que habría una tormentas invernales durante todo el mes, apenas estábamos a cinco, aún faltaban veintitrés días de dolor de huesos y nariz congelada. A pesar de eso, había mucha gente en la calle, la mayoría parecían aburridos, con las sonrisas a medias, tal vez por el frío o por la monotonía de sus vidas. Por un momento me pregunté si yo también lucía así. Me dieron nauseas. Fui al cajero a retirar mis últimos cien pesos para comprar unos cigarros y un par de cervezas quizá. De pronto sentí una especie de furia al recordarte, ese tono indiferente retumbaba en alguna parte de mí, una y otra vez tu rechazo combinado con mi estupidez y sobre todo con mi resignación.

La verdad es que no tenía más ilusiones en la vida que sobrevivir el día a día, eso me bastaba. Quizá por eso no me interesaba tener una larga conversación contigo acerca de nuestra relación, siempre supe que no existía. Caminé varias cuadras y entré a un bar conocido, me senté en la barra y pedí una Victoria. Apenas había un par de mesas ocupadas en todo el lugar, una de ellas con dos tipos que no me quitaban la vista de encima, no me incomodó porque podía ser la posibilidad de tener más cervezas a lo largo de la noche, y quién sabe, hasta me podría olvidar de ti un par de horas. Pero no, al cabo de un rato se fueron, esta vez sin mirarme. Pedí la segunda cerveza, la terminé, pagué y me fui.

Decidí regresar a casa caminando a pesar de que el frío arreciaba, pero sentí una especie de consuelo al refugiarme tras la chalina y mi suéter negro de siempre, esa leve calidez me trajo el recuerdo de cuando estábamos en la playa, apenas un mes atrás, caminábamos trilladamente tomados de la mano sobre la arena, mirando un atardecer azul y rojizo, que embravecía el mar y nos mojaba casi hasta las rodillas, los dos en silencio, detenidos en el tiempo, hasta que giraste tu cabeza y me miraste con mucha ternura, como cuando dejabas de verme durante muchas semanas y te daban ganas de hacerme el amor con mucha calma. Me besaste suave y supe que éramos la imagen perfecta de dos personas enamoradas, bueno al menos yo si lo estaba, aunque nunca te lo dijera. Las calles parecían oscurecerse más conforme avanzaba, iba cambiando el rumbo y la soledad se hizo más palpable al toparme con una casa repleta de ruidos y risas, había niños jugando en la calle, algunas señoras platicando recargadas en la pared con los brazos cruzados, un par de hombres en la banqueta fumando, platicando como quizá lo hacían todos los domingos, el único día que los rescataba de su interminable rutina de empleos mal pagados.

No pude evitar mirarlos con algo de ansiedad, como un perro callejero en busca de comida, obviamente ellos no se inmutaron de mi paso. Aún faltaban algunas cuadras para regresar a casa, ese lugar pequeño a donde llegabas sin avisarme y yo te recibía sin preguntas. No era muy tarde, apenas si darían las diez de la noche cuando abrí la puerta y salió a recibirme mi gato, algo somnoliento pero maullando por comida. Saqué de la alacena una lata de comida para gatos, la vacié en su plato mientras él me agradecía repegándose en mi pantalón. Me quedé mirándolo un rato, inmóvil, como la vez que me contaste de ese día que la conociste, de cómo te habías identificando con ella y que su encuentro había tenido algo más que sexo, hasta sentí otra vez un nudo en la garganta, pero como aquella vez tampoco pude llorar.

Fui a mi cuarto, prendí la computadora, puse a Coltrane y agarré el libro en turno, un libro de cuentos situados en una ciudad interminable. No supe en qué momento me quedé dormida hasta que escuché los toquidos en la puerta, vi el reloj y apenas pasaba de la media noche, sabía que eras tú, nadie más me visita a esas horas, me paré de la cama camino a abrirte pero retumbaron de nueva cuenta tus palabras en mi, sentí el cuerpo pesado y de nuevo nauseas. Otra vez los toquidos. Tus palabras. Los toquidos. Coltrane. Mi respiración apenas. El recuerdo imaginario de ella y tú haciendo el amor. El gato mirándome desde la puerta. Abro. Me besas como arrepentido.

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