Por Raúl Mejía
Hace una semana, mi amigo Salvador Munguía me recomendó el documental de Netflix de Diego Enrique Osorno: Vaquero de mediodía. Cuando le di mi opinión, se dio un intercambio de mensajes por whatsapp que al final tomaron el rumbo de un asunto más vinculado a la suerte de las personas que “pierden el rumbo de sus vidas” y menos sobre el documental. Releí el hilo de los comentarios vertidos por ambos y tuve la impresión que podía salir un texto entretenido sobre el asunto. El resultado es el que leerán luego de este párrafo. Es una edición de los tramos de charla en donde eliminé las bromas, los comentarios propios de una conversación privada y las reacciones “a bote pronto” que son innecesarias cuando el texto se pasa a la “opinión pública”. Ora, sí, empezamos:
Ya vi, Salvador, el documental del poeta Samuel Noyola (Vaquero de mediodía). Triste fin de un tipo con talento que, sin embargo, no debería sorprendernos. Su historia es la de miles de hombres y mujeres que se pierden en la nada y luego -quienes le sobreviven- se encargan de hacer una narrativa con su memoria: “sí, lo conocí. Por estas calles caminamos pedísimos… era un gran tipo”. Incluso alguna de las entrevistadas suelta la frase inefable: “era un auténtico ser de luz”. Lirismo del bueno ¿no? Si no hay alcohol, desvelos, vida precaria, rondas obsesivas en las madrugadas, no hay historias por contar. Ok. Es probable. ¿Quién soy yo para ponerlo en duda?
Lo que he constatado por ser un tema que me resulta cercano, es que a esas personas, al final de cuentas, casi todos terminan por esquivarlas porque es necesario alivianarlos de vez en vez con una comida o pagándoles los tragos con frecuencia. Son personas a quienes uno prefiere no encontrarse. Sea porque nos devuelven una imagen de la posibilidad de terminar así o porque resultan incómodos al alterar nuestra cotidianidad tan bien encaminada (cualquier cosa que eso signifique).
Dudo haya una ciudad o pueblo que no tenga su “caso Noyola”. Es más: dudo podamos escapar al síndrome Noyola cuando estemos muertos. Al menos durante la semana posterior a nuestro deceso seremos objeto de las más variadas versiones de nuestras vidas -como si de verdad le hubiésemos importado a las mayorías. Puedes estar seguro, Salvador, que cuando te mueras habrá algunas viudas y valedores ponderando tu bohemia y talento literario injustamente desdeñado. Serán leyenda transitoria las aventuras excepcionales que viviste con tus amiguitos de Uruapan o Morelia. ¡Ay, esas pedas épicas en donde fuiste protagonista serán legendarias en la memoria de tus amigos!
Lo mismo pasará conmigo por tres o cuatro días… chance menos.
Es algo natural convertirse en “franquicia hebdomadaria” y eje central del involuntario concurso por saber quién nos conoció mejor y con quienes conocimos los secretos de la noche y la madrugada (cursos que la prestigiosa Escuela Bukowsky ofrece a cuanto excéntrico pretende tener una vida interesante e intensa). Será el homenaje póstumo. Algunos de los próximos fallecidos, apenas disimulan el anhelo de ser recordados y trascender más allá de la semana de rigor: ¿se acordarán de mis conciertos, mis poemas, mi talento profesional, mi entereza, calidad moral, decencia?
Calma. Una semana de lisonjas y diatribas está garantizada y luego todo caerá, por fortuna, en el olvido.
El poeta Samuel tuvo conocidos de lujo: Juan Villoro y Guillermo Fadanelli. Ambos administraron su rebeldía y excesos con inteligencia. Exitosos y famosos, ven a Noyola como lo que fue: un buen poeta y un tipo a la deriva. Si de conmover se trata, la entrevista que le hacen a la prostituta (travesti, me parece) que sólo aspira a que sus clientes pasen un buen rato a su lado, es de lo mejor en todo el documental.
Cuando el reportero le ofrece un libro del Inmarcesible Bardo como pago simbólico por su participación en el documental de Netflix, ella contesta “no sé leer” y se limpia unas lágrimas traicioneras. ¡Qué escena tan chingona la que lograron con esa mujer, me cae! Con su brevedad, nos mostró el momento más emotivo (para mí) del documental. Esa chava está viviendo un infierno brutal y por seguro, una a una, sus ilusiones se han ido muriendo y ahí sigue (o eso espero) dándole a los clientes lo que “no les dan en su casa” en el rubro pasional.
Eso es dignidad en medio de la más jodida existencia.
Noyola es una tragedia a la altura de su despeñadero. No me sorprende su debacle existencial cuando muere Octavio Paz -quien le dedicó algunas líneas y palabras elogiosas a su poesía. Es la muestra del tamaño del infortunio del poeta pero, seamos justos: no es cualquier cosa que un Premio Nobel de Literatura te ubique en el mundo y la vida literaria nacional y hable bien de ti. Con eso, a una persona menos atribulada le hubiera bastado para “posicionarse” en la élite poética, algo que, en el fondo y como todos, Noyola quería, aunque le ganó la vocación de rebelde sin concesiones.
Pero ni con ese aval cambió en algo la calidad de vida de Samuel. Hay seres signados por el infortunio. Noyola no hubiera reconocido una oportunidad de “salvación” aunque ésta lo hubiese abofeteado. ¿Octavio Paz lo invitaba a su casa? ¿Le presentaba a sus amigos? Tal vez pudo hacerlo (quizás hasta quiso hacerlo) pero hacía falta que el poeta fuese otro tipo de persona (digamos como Villoro o como Fadanelli) y Noyola no se ayudaba, no quería, no podía, no sabía… o todo junto.
Nota pertinente
En una pausa, mientras redactaba este texto, leí una nota de Julio Patán en El Heraldo (noviembre 22,2020). Sus palabras matizan mi comentario sobre el rol de Paz en la vida de Samuel: “De Noyola conocíamos un puñado pequeño de libros de buena poesía, algo sobre sus orígenes norteños y por supuesto su relación profunda con Octavio Paz, que, con esas maneras generosas de reconocer el talento, lo cobijó en sus momentos locos y también, cuando se dejó, en los otros: lo muy locos. Poco más. Errante, bebedor, vivía a saber en dónde o con quién, aunque cada vez más cerca de la calle misma, donde aparentemente terminó”.
Para rescatarlo del olvido, lo mejor fue mostrar los itinerarios, las errancias citadinas y alcoholizadas del sujeto incomprendido por la periferia de todos los mapas, tal como lo recuerdan sus amigos, mostrándonos cómo fue la vida de un “poeta verdadero”: nadie que se considere tocado por la gracia de Calíope o Erato ha de aspirar a una vida sin tensiones o apremios. La poesía, o nace de los infortunios o no es poesía. Ok. Es probable.
El documental me gustó, gracias por la recomendación, Salvador. El género audiovisual que podemos llamar “Buscando a…” no es de mis favoritos porque siempre me parece el mismo, pero me gustó.
Si quieres conocer tus virtudes… pues muérete -dice un conocido dicho mexicano y la fórmula se practica sin cesar. Todos, en mayor o menor medida, tendremos nuestros “Puntos Warhol” de fama. Algunos, si cuentan con suficiente valor agregado, hasta tendrán la suerte de ser homenajeados en los primeros tres o cuatro aniversarios posteriores al fallecimiento; otros -los menos- incluso vivirán de los réditos de la memoria y legados postreros, tal como lo hacen los deudos, viudas/viudos y huérfanos de notables locales como Miguel Bernal Jiménez o, un poco menos, Ramón Martínez Ocaranza.
Cuando mencionas a Ramón Méndez -otro trágico talentoso inmortalizado en la novela clásica de Bolaño- quien en sus últimos días estuvo al cuidado de Caliche Caroma de manera señalada, traes a la conversación un caso michoacano con todos los documentos en regla para ser “netflixeado”. Puedes intercambiar los nombres y te darás cuenta de lo obvio: en esencia, es el mismo caso de Noyola, pero sin salvoconductos de Octavio Paz.
No sé si lo recuerdes, Salvador, pero justo un año después de la muerte de Méndez ocurrió la de un ilustrador estupendo (una de sus pasiones secretas), un periodista cultural de larga y memorable trayectoria en Morelia además de gran conversador. Respondía al nombre de Demetrio Olivo, el Lobo. Pudo morirse en cualquier lado, pero Álvaro Medina y solidarias almas como Ixchel Monroy y Elba Rodríguez -entre otras personas- lo rescataron para “bien morir” en una clínica del Seguro Social en Charo. En los hechos, pocos metieron las manos por Demetrio cuando deambulaba, ya muy enfermo, por los pasillos de la Secretaría de Cultura mendigando el pago de diez mil pesos que le debían desde meses atrás.
Al Lobo le tomó varios años “morirse en serio”. ¿Pudo ser de otra manera su vida? Desde mi perspectiva, sí. De hecho, las oportunidades para lograrlo no fueron pocas, pero simplemente no podía, le faltó esa voluntad que algunos tienen y otros no. No fue la falta de oportunidades. Para algunos, las personas con esa capacidad de renuncia a ciertos ingredientes de “estabilidad burguesa”, son un ejemplo de congruencia que llevan hasta el final de sus días.
Ok. Es probable.
La vida de los outsiders suele ser similar y no creo eso cambie. ¿Puede uno hacer algo para no caer en esa forma de transcurrir, de esa fatalidad? No sé. En alguna etapa de mi vida me angustió la posibilidad de terminar como algunos amigos que se perdieron en la nada luego de un mal viaje o años de beber sin límite. Hubo lapsos en que la fragilidad de mi “estabilidad” laboral, sentimental, social era tal, que viví con el temor de caer y perderme; luego supe que no era para tanto y mi “trascendencia” no llegaría más allá de la medianía y se cumplió.
Para terminar e ilustrar ese merecimiento accesible a casi todos, te dejo el caso de un chavo del que nadie se hubiese acordado de no haber tenido “la fortuna” de ser el primer muerto mexicano a causa del Covid. Los mexicanos amamos los datos sencillos y esto es una muestra de ello. Hace unos días se cumplieron ocho meses de su deceso. Es una joya de la ociosidad periodística. La nota informa al pueblo mexicano de los gustos y aficiones de Carlos Hernández -la víctima número uno del bicho19: le encantaba el mezcal, los videojuegos, el rock… y además “era un tipazo”, según informó su viuda.
Una vida normal, sin aspavientos. Todos tenemos una parte digna de figurar en los medios de comunicación si no hay notas para rellenar espacios en los diarios, en las redes sociales o en la escuálida memoria de quienes nos quieren e incluso de quienes nos detestan.
Cuando veo documentales o reportajes en donde se trata de encontrar a alguien perdido, desaparecido o muerto “en extrañas circunstancias” -sean talentosos o personas sin trascendencia pública como “el primer mexicano muerto por Covid”- tengo la “sensación” de que, en cierta forma, entiendo los motivos que tuvieron (si es que tuvieron la opción de elegir, claro) para irse, no ser vistos o perderse y lo ilustro con una reflexión disparatada: si no me cautiva la idea de “escuchar” mis cualidades ni saberme el “maravilloso ser de luz” que era estando vivo (en la voz y pensamientos de quienes me quisieron), menos me atrae imaginar a algunas personas echando largas parrafadas enumerando mis defectos.
¿Se puede aspirar a una “muerte discreta”?
Pero bueno, en ese momento estaré muerto y no podré decirles “dejen de decir sandeces”. Ahí te ves, Salvador.