Para entender el drama de la Otredad, Eduardo Galeano refiere una leyenda zapatista sobre la importancia de mirar a los demás, pero mirarlos de verdad, hasta descubrir sus abismos más profundos. Nos cuenta que hubo un tiempo en que los hombres no sabían qué hacer con sus ojos, ese don inexplicable que les había sido concedido por unos dioses un poco arbitrarios. Los hombres, por tanto, no sabían mirar; ciegos, atolondrados, hubieron de irrumpir en el festín perpetuo de las deidades, donde éstas, conscientes de su error, tuvieron que explicarles que los ojos servían para mirar el corazón de los otros, sus hermanos, pero también para mirarse a uno mismo.
Esta hermosa leyenda zapatista me sirve para ilustrar la cerrazón y el egoísmo que vivimos en la actualidad, dominados por las ansias individualistas del capitalismo. El pasado 2 de octubre se conmemoró (¿es justo decirlo así?) un aniversario más de la masacre perpetrada en la Plaza de las Tres Culturas, en Tlatelolco. Era 1968. El Estado había reprimido duramente a los estudiantes mexicanos. Asimismo, unos días antes (el 26 de septiembre) se recordó la desaparición forzada de los 43 estudiantes de la Escuela Normal Isidro Burgos de Ayotzinapa, Guerrero, en 2014, sin que hasta ahora sepamos de su paradero. Me parece que la evocación de ambos sucesos constituye una irrefutable batalla contra el olvido.
Hubo marchas en todo el país. Como era de esperarse, también se suscitaron pintas y destrozos. Nada nuevo. Como todos los años, los “ciudadanos ejemplares” condenaron los disturbios; deploraron que los manifestantes atentaran contra el patrimonio histórico de México; se desgarraron las vestiduras por las formas equívocas y poco convencionales de manifestarse.
Escuché diatribas como las siguientes: “Por eso los desaparecieron, por revoltosos”. “Si los 43 estudiantes de Ayotzinapa ya están muertos, como tantos otros muertos anónimos que hay en el país, ¿por qué le siguen dando tanta importancia?”. “Nadie los va a apoyar con esas formas tan primitivas de exigir justicia”. No culpo la indolencia de los “ciudadanos ejemplares”. Pienso una y otra vez: “Es el sistema putrefacto el que habla por ellos”. ¿Opinarían así sí repararan en las noches de dolor y angustia que pasaron (y siguen pasando) los padres de los normalistas desaparecidos de Ayotzinapa? No lo creo.
Lo reconozco: en el fondo se trata de un fenómeno mucho más arraigado en la cultura mexicana: el clasismo. Estamos hablando de 43 estudiantes hijos de campesinos, esa entraña profunda, ignorada, por la que combatieron Zapata, Lucio Cabañas, el EZLN, los comuneros de Cherán. Un México ignoto, distante y a veces irritante. Irritante porque, hay que decirlo, resiste; un México con un sistema de valores muy distinto al que presupone el individualismo, la prepotencia y el materialismo del modus vivendi capitalista.
De ahí el carácter incómodo de las manifestaciones. Pero hay que gritarlo: “¡Nos hacen falta 43! ¡Nos hacen falta 43!” Una y otra vez. Y que el clamor retumbe más allá de los monumentos históricos, más allá de los quejidos lúgubres y pusilánimes de los “ciudadanos ejemplares”, más allá del olvido que, cual sombra gigantesca, se cierne sobre nosotros.
Hay que cultivar día a día la mirada, como soñaban los zapatistas, limpiarla de prejuicios infundados, acercarla con infinita comprensión hacia otras realidades históricas, extenderla a los dominios egoístas del sistema capitalista. Hacer bulla y danzar, que para eso se hizo la palabra.
Porque ningún gesto será vano mientras los padres de los estudiantes de Ayotzinapa sufran el agobio, la angustia y la tristeza de no encontrar a sus hijos. Ninguno.
Imagen: Marixa Namir/Flickr
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